El origen de las células

Nuestra experiencia humana nos sugiere que la creación de información está siempre relacionada con la actividad de la conciencia inteligente.

29 DE OCTUBRE DE 2016 · 20:00

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La mayor parte de las teorías científicas intentan describir el mundo mediante modelos adecuados y procuran identificar después mecanismos naturales que sean capaces de dar razón de dichos modelos. Esto es precisamente lo que ocurrió con el estudio de las células de los seres vivos. En 1665, el científico inglés Robert Hooke, mediante un simple microscopio que solo alcanzaba los 30 aumentos, logró observar ciertos poros en el corcho que nunca antes se habían visto. El ojo humano no permite tal definición a simple vista. Como le recordaron minúsculas celdas o compartimentos aislados, les denominó “células”.

A principios del siglo XIX, después de observar miles de organismos bajo lentes microscópicas cada vez más perfeccionadas, ya había suficientes pruebas para definir la primera parte de la llamada “teoría celular”. A saber, que todos los seres vivos estamos formados por células. Desde las minúsculas bacterias hasta las enormes secuoyas o las ballenas azules, a todos nos constituyen los mismos ladrillos básicos. Unos organismos estarán hechos por una única célula (unicelulares) mientras que otros (pluricelulares) poseerán trillones de tales estructuras.

De manera que la célula se perfilaba como un pequeño compartimento muy organizado, que contenía sustancias químicas concentradas en una solución acuosa, y envuelto por una membrana delgada y flexible (membrana plasmática). La vida resultaba posible gracias a las reacciones químicas que tenían lugar dentro de esos dos minúsculos reductos denominados citoplasma y núcleo. Además, la inmensa mayoría de ellas eran capaces de dividirse y elaborar células hijas que eran como fotocopias de sí mismas.

La segunda parte de la teoría celular tiene que ver con el origen de las células y afirma que toda ellas provienen de otras células previas. Nunca se ha visto surgir una célula de algo que no fuera también otra célula. Ninguna célula conocida es capaz de aparecer de forma espontánea, sino que se produce cuando otras células anteriores crecen y se dividen. Esto fue lo que comprobó el químico y bacteriólogo francés, Louis Pasteur, en 1864, refutando así la teoría de la generación espontánea y demostrando que todo ser vivo procede de otro ser vivo anterior (omne vivum ex vivo).

Hasta entonces se sostenía que ciertas formas de vida podían surgir de manera espontánea a partir de la materia orgánica, inorgánica o de una combinación de ambas. Pero los famosos experimentos de Pasteur, con matraces de cuello recto y de cuello de cisne, dieron al traste con la generación espontánea convenciendo a toda la comunidad científica de que las células solo pueden nacer de otras células preexistentes y no espontáneamente de materia no viva, como hasta entonces se pensaba.

La teoría celular completa quedaba así formulada: todos los seres vivos están hechos de células, y todas las células provienen de otras células anteriores. Si observamos nuestro propio desarrollo embrionario, cada persona surge de un óvulo femenino fecundado por un espermatozoide paterno. Todas las células de un ser humano se forman a partir de esta única célula que es el producto de la fusión de una célula de cada progenitores. Se podría decir que todas las células de un individuo descienden de un ancestro común, el óvulo fertilizado. Pues bien, esta realidad biológica fácilmente constatable dio pie a una analogía mucho menos evidente.

El mismo año en que se aceptó la teoría celular se publicó también otra teoría, a la que habían llegado de manera independiente dos naturalistas británicos, Charles Darwin y Alfred Russell Wallace. En efecto, era la famosa teoría de la evolución de las especies. Este nuevo planteamiento asumió que de la misma manera que todas las células de un organismo derivan de una sola célula antecesora común, el óvulo materno, también las distintas especies biológicas debían estar vinculadas a un hipotético ancestro común.

Como es sabido, la teoría celular y la teoría de la evolución aportaron las dos ideas fundamentales sobre las que todavía hoy se sustenta la Biología: la célula es la unidad estructural básica de todos los organismos y las distintas especies biológicas -que habrían cambiado con el tiempo por selección natural-estarían relacionadas por ancestros comunes hasta llegar a la primitiva célula original. La primera tesis es comprobable, unánimemente aceptada y evidente en sí misma, mientras que la segunda resulta hipotética, indemostrable de forma definitiva y sumamente especulativa ya que sigue generando debates en la actualidad.

En los manuales de Biología que se emplean hoy en la mayoría de las universidades del mundo, el asunto del origen de las células se da por supuesto dentro del marco hipotético de la evolución química de la vida. Pueden leerse introducciones como ésta: “… la evolución biológica comenzó con una molécula de RNA que podía copiarse a sí misma. A medida que la descendencia de esta molécula se multiplicaba en el caldo prebiótico, la selección natural habría favorecido versiones de esta molécula que fueran especialmente estables y eficaces en la catálisis. Otro gran hito de la historia de la vida fue cuando un descendiente de este replicante se rodeó de una membrana. Este acontecimiento creó la primera célula y, por tanto, el primer organismo.”1 Pues bien, no existe ninguna evidencia de que esto fuera así pero se asume y enseña a los estudiantes porque lo exige el guión evolucionista. No se les dice ni una sola palabra de las múltiples dificultades que plantea la supuesta evolución química. Ni que, a pesar de las numerosas hipótesis propuestas después de más de un siglo de investigaciones en esta área, el origen de la primera célula continúa envuelto en el misterio.

La mayor parte de los estudiosos del origen de la vida piensa que resulta matemáticamente imposible que ésta se originara exclusivamente como consecuencia de la casualidad. Cuando se realizan los oportunos cálculos, con el fin de comprobar las posibilidades de que una determinada secuencia proteica, o de cualquier ADN, se formara solamente por azar, se comprueba invariablemente que semejante eventualidad roza el límite de lo imposible. En este sentido, Francis Crick, uno de los descubridores de la estructura helicoidal del ADN, manifestó en 1982: “Un hombre honesto, armado con todo el conocimiento disponible para nosotros hoy, sólo podría decir que el origen de la vida parece ser, en este momento, casi un milagro, tantas son las condiciones que han tenido que satisfacerse para comenzarla”.2 Después de más de tres décadas, las cosas no han cambiado.

Desde los primeros coacervados de Oparin, el caldo primordial de Haldane, el famoso experimento de Miller-Urey, las microesferas de Fox, las hipótesis de que primero fue el metabolismo enfrentadas a las de los partidarios de que primero fueron los genes, las playas radiactivas, la teoría de la burbuja, la de la arcilla, la de las enigmáticas leyes de autoorganización y hasta la última del mundo de ARN, todo han sido intentos frustrados por demostrar que efectivamente la evolución química desde la materia muerta a la primera célula viva fue una realidad. Tal diversidad de hipótesis naturalistas que pretenden explicar cómo pudo ser el origen de la vida pone de manifiesto el evidente callejón sin salida en que se encuentran estas investigaciones.

El problema es que para que una molécula sea capaz de duplicarse a sí misma (autorreplicarse), como hacen el ADN y el ARN de las células de todos los seres vivos, y entrar en el juego de la hipotética selección natural prebiótica, necesita de una información previa, así como de otras moléculas proteicas y ácidos nucleicos, que también poseen información. Este es precisamente el gran dilema que debe explicar toda teoría sobre los orígenes. ¿Cómo aparecieron los sistemas capaces de autorreplicarse si, para hacerlo, necesitan de otros subsistemas equivalentes que también poseen la información imprescindible para permitirlo? Esta cuestión no ha podido responderse todavía.

El naturalismo suele admitir esta realidad pero confía en que algún día la ciencia de la evolución resolverá el problema. Esto es lo que dice, por ejemplo, el físico y filósofo ateo, Martín López Corredoira: “el origen de la vida tiene ciertas lagunas (…), pero se entiende que el funcionamiento de la vida entra dentro del marco de una descripción materialista en la química del carbono.”3 Decir que el origen de la vida tiene ciertas lagunas es verdaderamente quedarse muy corto. Ni siquiera se conoce el origen de los componentes más básicos de las células. No se sabe cómo aparecieron las proteínas, ni el ARN, ni tampoco el ADN. Se trata del mismo problema del huevo y la gallina. ¿Qué fue primero? El ADN es imprescindible para fabricar proteínas, pero éstas se requieren también para elaborar ADN. ¡Y tales macromoléculas biológicas son solamente el primer paso en la explicación del origen de la vida celular!

Es cierto que las reacciones químicas que se dan en el interior de las células son del tipo de las que se conocen en la química del carbono, pero esto no significa que la vida pueda reducirse sólo a eso. Pura química. Al fin y al cabo, nosotros, que también somos seres vivos constituidos por células, poseemos además la dimensión de la conciencia. Y ésta, desde luego, no puede reducirse a simple química. El hecho de que el funcionamiento físico-químico de las células nerviosas del cerebro humano permita nuestra actividad consciente no significa que dichas neuronas expliquen satisfactoriamente la propia conciencia.

En fin, nuestra experiencia humana nos sugiere que la creación de información está siempre relacionada con la actividad de la conciencia inteligente. La música que hace vibrar nuestros sentimientos nace de la sensibilidad consciente del músico. Todas las obras de arte de la literatura universal se gestaron en la mente de sus escritores. De la misma manera, las múltiples habilidades de las computadoras fueron previamente planificadas por los ingenieros informáticos que realizaron los diversos programas. La información, o complejidad específica, hunde habitualmente sus raíces en agentes inteligentes humanos. Al constatar el fracaso de las investigaciones científicas por explicar, desde las solas leyes naturales, el origen de la información que evidencia la vida, ¿por qué no contemplar la posibilidad de que ésta se originara a partir de una mente inteligente?

En mi opinión, la hipótesis del diseño es la más adecuada para dar cuenta del origen de la información biológica y, por tanto, de las células. Cuando se ha intentado responder al enigma de la vida desde todas las vías materialistas y se ha comprobado que conducen a callejones sin salida, ¿por qué no admitir que el origen de la misma se debió a la planificación de un agente inteligente superior al ser humano? Quizás el naturalismo metodológico de la evolución no sea un buen método científico para encarar adecuadamente el problema de lo que verdaderamente ocurrió al principio.
 

1# Freeman, S. 2009, Biología, Pearson Educación, Madrid, p. 95.

2# Crick, F., 1982, Life Itself: Its Origin and Nature, Futura, London, pp. 89-93

3# Soler, F. y López Corredoira, M., 2008, ¿Dios o la materia?, Áltera, Barcelona, p. 82

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