El dogma de Calvino según Ortega y otros autores

Tres obras recientes de autores mexicanos se ocupan de examinar el calvinismo.

07 DE DICIEMBRE DE 2013 · 23:00

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En estos días, justamente en los que nos hemos ocupado de Reforma y modernidad, de Juan A. Ortega y Medina han surgido varios asuntos relacionados con la teología reformada: primero, la publicación de Calvino en dos patadas, de José Cuauhtémoc López e ilustrado por Rubén Curiel (Sociedad Bíblica de México, 2013, 64 pp.); luego, el curso virtual “Calvino: historia y recepción de una reforma”, de la Universidad de Ginebra (www.coursera.org/#course/calvin, disponible hasta el 31 de enero de 2014); y, finalmente, dos trabajos de graduación en la Comunidad Teológica de México: “Hacia un sentido presbiteriano y mexicano de la vida: intuiciones”, de Jeremías Pérez Escalante, y “Theologia semper reformanda. Abriendo las puertas de las jaulas”,de José Luis Pérez Sántiz. López ha reincidido en otro trabajo de divulgación, luego de ocuparse de Lutero, y ahora intenta resumir la ingente obra del reformador franco-ginebrino, nuevamente con desiguales resultados,pues ha sacrificado una vez más la profundidad para tratar de abarcar lo que en esfuerzos similares se lleva cientos de páginas más. Ejemplo de ello es la manera en que se despacha la Institución de la religión cristiana ¡en 10 renglones!, colocada al final del volumen, alterando radicalmente la cronología calviniana. El curso virtual, por su parte, formado por un amplio paquete de videos grabados por varios profesores de la Universidad de Ginebra (coordinados por Christophe Chalamet), además de diversos apoyos documentales, es una muestra de lo que puede lograrse con rigor académico y sólidos propósitos formativos. Pérez Escalante, a su vez, trató de interpretar la presencia de la tradición calvinista en México con base en algunos postulados de Slavoj Zizek. Pérez Sántiz, finalmente, aplica una mirada posmoderna a esta teología y la contempla como una antigualla irredimible y totalmente prescindible en estos tiempos. Llama la atención que ambos estudiantes son originarios de Chiapas, uno de los estados con mayor presencia presbiteriana, al menos en términos estadísticos. A la luz de estos esfuerzos investigativos y de difusión, y otros más que están en marcha,la labor de Ortega y Medina cobra otra dimensión, sobre todo porque las 18 páginas que conforman el capítulo que dedica al “dogma de Calvino” traslucen una pasión poco común en los ambientes históricos no eclesiales hacia temas religiosos. Al considerar que el texto original fue redactado a principios de los años 50 y que el autor no tuvo, al parecer, ningún acercamiento con alguna comunidad presbiteriana en México, es digno de resaltarse el interés con que aborda el tema, justamente en una época en que las obras de Calvino estaban muy lejos de ser accesibles para sus lectores “obligatorios”, los militantes de dichas iglesias, pues la única edición disponible de la Institución databa de 1936, aunque hubo otra, facsimilar, de 1952. Ortega utilizó una edición antiquísima, la de José López Cuesta, de 1858, totalmente desconocida en los ambientes eclesiásticos. Además, fueron años en que los presbiterianos mexicanos se encontraban enfrascados en fuertes conflictos ideológicos. En el capítulo en cuestión, Ortega explora los entretelones de la doctrina calviniana de la predestinación y no se ahorra ni los argumentos psicológicos, que le permiten afirmar que el reformador de Ginebra “era de un pesimismo pleno” en relación con los demás seres humanos (p. 101). Su insistencia en el pecado absoluto de la humanidad es proverbial: “La mínima porción de bondad humana procedía de Dios y a la suya exclusivamente era imputable. Las mejores cosas del hombre estaban inficionadas, de vicios llenas por la impureza y suciedad de la carne”. También recuerda el origen agustiniano de esta doctrina y de cómo el Dios desde esa perspectiva no deja margen al ser humano para contribuir “por las propias obras a la tarea salvadora”, asunto perfectamente claro en el horizonte de las reformas del siglo XVI. La iglesia institucional, ante ello, no puede administrar la absolución ni funcionar como intermediaria entre la humanidad y los méritos de Cristo. La naturaleza humana corrupta únicamente tiene delante de sí la vía del sometimiento radical a la obra del redentor en la cruz. Con todo, salta a la vista la extraña paradoja sobre las obras, que procede directamente de Calvino, pues si bien ellas no aportan nada para la salvación, se les espera como resultado de la conciencia subjetiva de la redención. Así lo señala en la Institución: “Asimismo, siendo así que Dios no pueda recibir de nuestras manos alguna buena obra (como él lo testifica por el Profeta) él no nos demanda nuestras buenas obras: más él nos ejerzita en buenas obras para con nuestros prójimos” (II, viii, 53, n. 72, p. 104, énfasis agregado). Y agrega más al respecto: “Las buenas obras agradan a Dios, i toma contento con ellas, i no son inútiles a los que las hacen, mas antes reciben grandísimos beneficios de Dios por salario i recompensa: no que ellas merezcan esto, más porque el Señor movido de su misma liberalidad les ordena i constituye un tal prezio” (III, xv, 3). En este tipo de afirmaciones encuentra Ortega el motor de la industriosidad y el amor al trabajo propios de la tradición calviniana, aunque siempre desdeñoso de su impacto en las vidas concretas, pero sin dejar de reconocer que esa actitud vital abría la puerta a la modernidad en el pensamiento y en la acción. Como apoyo, cita a Jacob Burckhard: “Los países calvinistas, que son ya, a partir de la Reforma, los países esencialmente industriales y comerciales, han llegado a la fórmula anglosajona de transacción entre el pesimismo calvinista en la teoría y la infatigable actividad de lucro en la práctica. Su posición ha ejercido, indudablemente, gran influencia…” (n. 75, p. 105). Lo mismo sucede con la doctrina de la gracia, el ascetismo intramundano y el sentido weberiano de la vocación (que Ortega sigue casi al pie de la letra), aunque percibe muy bien el lado positivo y hasta amable de los mismos al referirse a la nueva forma de asumir el lugar de lo humano en el mundo y en su nueva relación con el placer, precisamente en el espacio religioso más criticado por lo contrario. Escribe Calvino: “…si debemos vivir, es menester también que usemos de los medios necesarios para vivir; aun no podemos huir ni abstenerse de aquellas cosas que parezcan más servir para dar contentamiento que no para nezesidad” (III, x, 1, n. 81, p. 108). Así, pues, el margen de evasión terrenal que encontraba el catolicismo para sobrevivir en el mundo es sustituido por “una realidad que había que vivir”, pues la gracia ya estaba dada y es posible afrontar la existencia con esta nueva conciencia. Ortega resume impecablemente esta intuición: “El ascetismo calvinista actúa sobre la sociedad a la mayor gloria de Dios y exige del hombre el máximo de su capacidad y actividad en la consecución del progreso y felicidad terrenales. La actitud original consistía, pues, en enfrentarse al mundo con una resolución creadora muy diferente al negativo escape ascético del católico” (pp. 109-110). Con todo ello, queda la mesa puesta para discutir, una vez más, el papel del calvinismo en el surgimiento del capitalismo y la democracia.

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