En absoluto. De hecho,
Enrique VIII fue un encarnizado perseguidor de los reformadores ingleses.
El enfrentamiento entre la Reforma protestante y la Contrarreforma católica fue, muy posiblemente, el primer conflicto de la Historia en el que la propaganda desempeñó un papel de primer orden.
Buena parte de la propaganda anticatólica, por otra parte, contaba con décadas de antigüedad y había surgido no de autores protestantes sino de eruditos como Erasmo de Rotterdam o los hermanos Valdés que no habían dudado en fustigar los vicios del clero, de la Curia e incluso del papa de turno. La corrupción de las órdenes religiosas –que, por ejemplo, en España había sido objeto de atención predilecta por parte de Isabel la católica o el cardenal Cisneros– la intervención descarada de papas y cardenales en asuntos meramente temporales o la ignorancia y mala vida del conjunto del pueblo se convirtieron en fáciles argumentos a favor del protestantismo.
La reacción católica fue buscar equivalentes en el otro lado y así se hizo referencia al matrimonio de Lutero, un fraile agustino, con Catalina de Bora, una antigua monja, un hecho que podía escandalizar a los católicos pero que a los protestantes les parecía una conquista y no una muestra de debilidad moral.
Con este escenario de fondo, la existencia de un monarca que se hubiera enemistado con la Santa Sede porque ésta no había accedido a anular su matrimonio con Catalina de Aragón, tía del emperador Carlos V, podía ser esgrimida como una magnífica arma propagandística que mostraba, supuestamente, el carácter sexualmente libertino de los reformadores. El argumento no deja de provocar hoy cierta sonrisa porque, en tiempos muy diferentes, generalmente las acusaciones contra el protestantismo suelen girar más sobre su puritanismo que sobre su libertinismo, pero la Historia tiene esas paradojas y, sobre todo, porque monarcas catolicísimos como Carlos V o Felipe II sin duda tuvieron virtudes, pero entre ellas no se encontraba ni lejanamente la castidad. No obstante, el tema que deseamos abordar es el de si Enrique VIII fue realmente el fundador del protestantismo inglés.
Desde luego y para no faltar a la verdad histórica, resulta obligatorio señalar que sus antecedentes fueron los de un católico intransigente.
Proclamado “Defensor fidei” por el papa en agradecimiento por un libro escrito contra Lutero, Enrique VIII persiguió ferozmente a los protestantes a los que sometió sin ningún reparo a la tortura y a la muerte, un cometido –suele olvidarse– en el que le ayudó Tomás Moro.
Haciendo un breve paréntesis debemos señalar que por una de esas paradojas que tantas veces plantea la Historia que la figura de Moro goza hoy de una estima extraordinaria. Desde luego, no fue esa la visión que durante siglos tuvo la iglesia católica de él. En ese distanciamiento influyó no tanto el hecho de que dirigiera personalmente algunas de las sesiones de interrogatorio bajo tormento sino, fundamentalmente, el que su obra
Utopía –que estuvo en el
Índice de libros prohibidos por la Santa Sede– preconizaba no sólo el socialismo sino también la eutanasia. Que fuera canonizado al cabo de varios siglos a pesar de morir como mártir es tan sólo una muestra de cómo el personaje no ha gozado de la misma estima en todas las épocas… y ahora volvamos a Enrique VIII.
En 1527, el monarca inglés solicitó del papa la anulación de su matrimonio movido por razones de estado –sólo tenía una hija y otros cinco hijos varones habían nacido muertos– amorosas –estaba enamorado de Ana Bolena– y, posiblemente, de conciencia. La negativa papal –no exenta de motivaciones políticas porque no deseaba malquistarse con el poderoso emperador Carlos V, sobrino de Catalina de Aragón– no detuvo a Enrique VIII que incluso en abril de 1532 comenzó a percibir las rentas de los beneficios eclesiásticos y que coronó el 1 de junio de 1533 a Ana Bolena.
En julio de 1534 –es decir, más de un año después- el papa excomulgó al monarca inglés y a su segunda esposa. Si pensaba que de esa manera iba a someter a Enrique, se equivocó. Mediante tres actas votadas por el parlamento, el rey consumó el cisma y en el verano de 1535 decapitó a John Fisher y a Tomás Moro, que se habían negado a plegarse a sus órdenes.
Sin embargo, cismático o no, Enrique VIII no estaba dispuesto a convertirse en protestante. En 1536, los Diez artículos de fe manifestaban la adhesión a las ceremonias católicas, el culto a las imágenes, la invocación a los santos, las oraciones por los difuntos y la doctrina de la transubstanciación. Es decir, Enrique VIII era un cismático, sí, pero un cismático muy católico y nada protestante.
Por si fuera poco, al año siguiente Enrique VIII ordenó redactar una profesión de fe en que se afirmaban de manera puntillosa los siete sacramentos católicos. Entre 1538 y 1539 Enrique VIII obligó además al parlamento a aprobar distintos documentos que castigaban con la hoguera la negación de la transubstanciación, que prohibía a los laicos la comunión bajo las dos especies, que vedaba el matrimonio a sacerdotes y antiguos monjes y que mantenía la confesión auricular. A esto se añadió la insistencia en mantener la devoción hacia la Virgen y los santos y en prohibir la lectura privada de la Biblia.
En todas las cuestiones en las que existía controversia entre la teología reformada y la católica, Enrique VIII siguió el camino de esta última. No puede por lo tanto extrañar que, como colofón lógico, los protestantes ingleses fueron encarcelados, torturados y ejecutados por el rey inglés y en no escaso número se vieran obligados a huír al continente.
Por lo que se refiere a los católicos –y en contra de lo que creen muchos- Enrique VIII mantuvo una situación de tolerancia asentada sobre todo en la identidad doctrinal, pero con ribetes de inestabilidad derivados de la situación cismática creada por Enrique VIII y de sus variables intereses políticos.
Continuará…
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