Francisco Ruiz de Pablos: un traductor ilustre, y un ilustre traductor (III)

He querido valorar y, sobre todo, agradecer a Francisco Ruiz de Pablos su labor como traductor de textos latinos escritos por Casiodoro de Reina.

01 DE OCTUBRE DE 2023 · 15:00

Emilio Monjo, Antonio Gutiérrez Escudero y Francisco Ruiz de Pablos, en una presentación en Sevilla, en 2015.,
Emilio Monjo, Antonio Gutiérrez Escudero y Francisco Ruiz de Pablos, en una presentación en Sevilla, en 2015.

Ha de procurarse que la traducción sea legible, es decir, de un garbo literario bueno en la medida de lo posible. Traducir es encontrar las equivalencias adecuadas y reproducir en la lengua término lo que está formulado en la lengua origen. El sentido no reside tanto en las palabras como en la red de combinaciones en que éstas se articulan en la frase y el discurso. Traducir es como contar de nuevo, recrear el texto para destinatarios diferentes. Toda traducción es una especie de recreación entre la lengua origen y la lengua término.

Francisco Ruiz de Pablos 

Todavía es septiembre, mismo mes de 1569 en que Casiodoro de Reina vio salir de la imprenta su traducción de la Biblia. Este artículo verá la luz, Dios mediante y por el muy eficaz trabajo del equipo de Protestante Digital, el primer día de octubre.

En esta serie he querido valorar y, sobre todo, agradecer a Francisco Ruiz de Pablos su labor como traductor de textos latinos escritos por Casiodoro de Reina. La semana pasada apareció en esta columna la primera parte del “Prefacio del traductor español de la Sagrada Biblia”, en el cual el traductor de la conocida como Biblia del Oso externa razones y líneas hermenéuticas que le sirvieron de estímulos para traducir las Escrituras al castellano. Sostuve hace una semana, y lo reitero, que el documento redactado por Reina debiera tener amplia difusión entre la comunidad lectora la Biblia traducida por él. Hoy continúo con la reproducción de la versión castellana que meticulosamente hizo Francisco Ruiz de Pablos:

Al principio los rabinos1 apartaron a sus discípulos más jóvenes, como de una materia inaccesible, de la lectura de esta visión, en la que, sin embargo, no se hallaron más felizmente después ni los más viejos ni, en definitiva, los mismos maestros. De ente los nuestros los antiguos,2 en realidad con un consenso prácticamente unánime, todos interpretaron los animales como los cuatro evangelistas; de ahí que, separadas después y desunidas entre sí unas de otras las cuatro formas, las cuales hubieran debido permanecer siempre como una sola en todas y cada una, se dio materia de banalidades a los pintores, que, con la atribución a cada uno de los evangelistas de una sola forma, nos la presentan humana para Mateo, leonina para Marcos, taurina para Lucas, aquilina para Juan, si bien ese error se puede excusar de alguna manera, puesto que el mismo Juan distribuye así esa formas de manera separada en su Apocalipsis.3 Pero por volver a la interpretación de los antiguos, si a la interpretación de los animales hubieran añadido como atribuida al mismo Evangelio la gloria de Dios sentada sobre el carro en defensa de los evangelistas y hubieran trabajado con destreza para el mismo objetivo en las restantes partes de la figura, la interpretación había sido ciertamente tolerable y no infructuosa, al menos durante el tiempo hasta que apareciera una más verdadera y genuina que cortase de antemano la ocasión de andarse por más tiempo con dudas sobre si era ésa o aquélla otra.

Así pues, algunos de los modernos,4 rechazada esta interpretación de los antiguos, pusieron en sustitución otra fecunda por su doctrina ciertamente piadosa, sin embargo (lo diré con la bondadosa autorización de ellos mismos), a mi juicio, más alejada y no más congruente en nada con el pasaje, y, además, tomada en préstamo de los rabinos. A saber, que aquí se muestra cómo la providencia de Dios gobierna las cosas creadas con un orden tal, que los seres ínfimos son gobernados por los superiores y los superiores por los supremos. Con ese sistema resulta que los negocios de los hombres, sus desgracias, acontecimientos e incluso todas las cosas naturales y, en resumidas cuentas, todo lo que acaece bajo el sol es gobernado y administrado por la virtud y el ministerio perspicaz de los espíritus. De ello resultará a su vez que aunque a los hombres ciegos les parezca que sus asuntos son administrados por la ciega fortuna, son en realidad administrados por el proyecto segurísimo e invariable de Dios, al cual siguen aquellos espíritus celestiales, y son dirigidos al seguro objetivo de la gloria de Dios, dotada como está de ojos desde todas las perspectivas su providencia, digna de admiración, más aún, de adoración más bien, haciendo girar toda su sabiduría, con sus ruedas vivientes, totalmente llenas de ojos y dotadas de admirable y suprema razón y capacidad de juicio, con circunvoluciones en absoluto ciegas ni realizadas de forma temeraria o sin ningún plan ni sistema, como sabiduría del mundo inventó la Fortuna con su rueda. Estas cosas, aunque concedemos que son totalmente verdaderas, como en realidad de verdad lo son, y sea pertinente la alusión a la ceguera y a los errores de la Fortuna, la cual consideró la masa de los hombres, sin embargo (según mi humilde parecer), son en su mayor parte y no suficientemente contrastadas para la explicación de la presente profecía a no ser que sean objeto de deducción a través de canalizaciones quizá algo prolijas como suele ocurrir. Porque aquí no se habla de la común gobernación de las cosas a través de la divina providencia, sino del estado de la Iglesia, de la singular providencia de Dios en torno a ella y de la administración de su propio juicio; y esto no en general, sino en cuanto que estaba en aquel estado. Y en la interpretación5 de tales figuras, las cuales suelen emplear sucesivamente los profetas para su doctrina, todos los doctos y artífices peritos de estas materias consideraron que hay que seguir, sobre todo, un método de aquella doctrina con el que suelan realmente ser contrastadas las figuras.

Según mi humilde parecer, se cercaron6 con alguna mayor proximidad a la cuestión aquellos que añadieron a la anterior interpretación de los antiguos lo que en ella echábamos de menos: o sea, entendiendo por la gloria de Dios, la cual aquí se describe, la misma sustancia del Evangelio; por los animales, en cambio, no sólo los escritores del propio Evangelio, sino cualesquiera fieles ministros del Evangelio. Después adaptaron todas las partes de la visión o imagen tanto al ministerio como a las personas en la medida de lo posible. Y el juicio de éstos no careció de su incluso óptima razón. En efecto, ¿qué atribuir al Evangelio más conforme con la regla de la fe y, por tanto, con la verdadera teología que la majestad y gloria de Dios, por la que Dios (de otra forma, invisible, incomprensible, inaccesible) se hace visible a los hombres? “pero nosotros –dice Pablo7–, mirando cara a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados en la misma imagen”. Y poco después: “El mismo –dice8– resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo”. Con esto combina, en primer lugar, aquella semejanza de hombre que se sienta en el trono, no por debajo, sino por encima del cielo, la cual en la presente figura hacía el personaje de Dios, por la cual ¿qué otra cosa podremos entender sino el mismo Cristo alzado9 sobre todos los cielos y sentado a la diestra de la majestad en lugares por encima de todos los cielos, llenándolo todo, como dice el propio Pablo? Esto debe estar abundantemente atestiguado para nosotros, incluso confirmado sólo por el testimonio de Juan, evangelista y verdaderamente teólogo, el cual afirmando la ceguera de los judíos preanunciada a través de los profetas al alegar la visión del sexto capítulo de Isaías semejante a esta presente, afirma con constancia que fue el mismo Cristo el que por el profeta fue visto sentado en su trono temible, “Isaías –dice10– dijo esto cuando vio su –o sea, de Cristo– gloria y habló de él”. Así pues, los verdaderos y fieles ministros del Evangelio, que sólo anuncian meramente a Cristo, no ofrecen otra cosa a la contemplación del todo el orbe que la gloria y la majestad de Dios visible en el mismo Cristo. Mostraríamos también que todos los restantes detalles que aparecen en esa pintura, tanto de los animales como de la totalidad del carro, no cuadran nada mal con el ministerio de los piadosos ministros y sus personajes si no tuviéramos que apresurarnos para la explicación con la que nos hemos propuesto elaborar la genuina e indudable exposición de esta dificilísima visión, la que si no la hubiésemos logrado con el beneficio de Dios a partir de las palabras del mismísimo profeta, no hay duda que tendríamos que abrazar esta última.

Por lo tanto11, dejadas en su lugar las opiniones de otros, algunas de las cuales (como ya algo hemos referido) han sido cumplidamente atiborradas no sólo con ingeniosidad, sino además con erudición y doctrina por lo demás piadosa, la que se ha de considerar exposición auténtica de este pasaje es, finalmente, aquella que habría sido ofrecida por el propio Espíritu Santo y a través del mismo profeta. Y no debemos esperar que esos profetas nos avisen siempre de manera expresa sobre el sentido genuino en pasajes con ese tipo de escabrosidades, aunque algunas veces también lo hagan. Sino que debemos leer con atención, sin descuido y teniendo siempre a la vista aquellas palabras que hemos dejado atrás. Porque muchas veces sucede que los mismos profetas, añadiendo una o dos palabras en los textos que siguen dan a entender dentro del propio decurso rapidísimo de la frase qué clase de enigma han incluido en los textos más oscuros que preceden. Si el descuidado lector pasa por alto aquella palabra sola, considere que ha destruido por completo la llave, la única con que mediante su ingenio humano habría podido abrir la puerta a aquella fiera encerrada a buen seguro. Después, como no raramente se añade el amor propio12, por el que queremos dar la sensación de que no ignoramos nada, no hay más remedio que recurrir a los comentarios propios, en los que cuanto más agudo fuere cada cual, tanto más fácilmente hace la trampa, por una parte, primero a sí mismo, por otra, después al lector crédulo.

 

Notas

1 Opinión de los rabinos sobre esta figura.

2 Opinión de los antiguos.

3 Ap. 4:6, etc.

4 Opinión de algunos más modernos.

5 Canon que se debe observar en la interpretación de las figuras.

6 Opinión de otros más ajustada que la anterior.

7 2 Cor. 3:18.

8 2 Cor. 4:6.

9 Ef. 4:10; Col. 1:15; Heb. 1:2.

10 Jn. 12:41; Is. 6:9.

11 Canon que se debe diligentemente observar en la interpretación de algún pasaje profético más abstruso.

12 (Nota del traductor): El término usado aquí por el filólogo trilingüe Casiodoro para “amor propio” no es otro que el puramente griego “philautia”, escrito así, con caracteres latinos.

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