Hans Küng: teólogo católico-evangélico

Küng enfrentó con posiciones claras al régimen papal de Juan Pablo II. Igualmente lo hizo con quien le sucedió.

10 DE ABRIL DE 2021 · 22:12

Hans Küng, en Madrid, enero de 2011. / Foto: <a target="_blank" href="https://www.flickr.com/photos/uned/">UNED</a>,
Hans Küng, en Madrid, enero de 2011. / Foto: UNED

La definición de Hans Küng como teólogo católico-evangélico no es mía. Él mismo se presentó así en uno de sus libros: “Todas las instituciones católicas, sus dogmas, sus normativas legales y sus ceremonias están sujetas al criterio de si se ciñen al Evangelio. Así queda patente en este libro, escrito por un teólogo católico y que versa sobre la iglesia católica, que trata de ser evangélico, es decir, sujeto a la norma del Evangelio. Así pues, pretende ser al mismo tiempo ‘católico’ y ‘evangélico’, y ciertamente ecuménico en el sentido más profundo del término” (La Iglesia católica, Mondadori, Barcelona, 2002, p. 21)

Por haber cuestionado la infalibilidad del Papa a Hans Küng le fue retirada, el 18 de diciembre de 1979, la licencia para enseñar como teólogo católico. La instancia ejecutora fue la Congregación para la Doctrina de la Fe, sucesora de la Santa Inquisición. La orden para prohibirle a Küng el ministerio de la enseñanza provino del papa Juan Pablo II. Küng rememoraba de la siguiente forma la sanción en su contra: “en el segundo volumen de mis memorias, Verdad controvertida [libro publicado por Editorial Trotta], demuestro, apoyándome en una extensa documentación, que se trataba de una acción urdida con precisión y en secreto, jurídicamente impugnable, teológicamente infundada y políticamente contraproducente”.

            Küng enfrentó con posiciones claras al régimen papal de Juan Pablo II. Igualmente lo hizo con quien le sucedió. En el 2010 escribió un corto documento en el cual convocaba a los obispos católico romanos a dejar de obedecer ciegamente a Benedicto XVI. Hans Küng sabía bien de qué hablaba cuando se refirió al autoritarismo del papa en turno. Él fue quien muy al principio del papado de Juan Pablo II criticó que el régimen del clérigo polaco estaba restaurando el estado de cosas anterior al Concilio Vaticano II.

            Congruente con ideas sostenidas desde que fue nombrado, en 1962, consultor teológico del Concilio Vaticano II, en la citada misiva instó a los obispos de la Iglesia católica a no cerrar los ojos frente a la peor crisis de credibilidad de la institución desde la Reforma protestante. Urgió a tomar seis acciones muy puntuales. 1) No guardar silencio frente al férreo verticalismo del Papa, “¡Envíen a Roma no manifestaciones de su devoción, sino más bien llamados a la reforma!” 2) Dar pasos concretos en su esfera de influencia para iniciar la reforma, grandes movimientos han sido iniciados por grupos pequeños. 3) Recobrar la colegialidad y oponerse a la curia romana, recuperar el decreto del Concilio Vaticano II sobre que el gobierno de la Iglesia católica debe realizarse en común, entre el Papa y los obispos. 4) No rendirle obediencia incondicional al Papa, porque “sólo Dios merece obediencia incondicional […] presionar a las autoridades romanas en el espíritu de la fraternidad cristiana puede ser permisible e incluso necesario cuando no cumplen con las expectativas del espíritu del Evangelio y su misión”. 5) Trabajar para alcanzar soluciones regionales, en tanto que existen mejores condiciones generales para reformar a toda la institución. 6) Convocar a un Concilio, ya que los obispos tienen autoridad para hacerlo, cuyo objetivo sería “solucionar los problemas dramáticamente intensos que ameritan una reforma”.

            Consideró al papado de Benedicto XVI como uno de oportunidades desperdiciadas: “se perdieron las oportunidades para el acercamiento con las iglesias protestantes, para la reconciliación a largo plazo con los judíos, para un diálogo con los musulmanes en una atmósfera de confianza mutua, para la reconciliación con los pueblos indígenas colonizados de Latinoamérica y para el suministro de asistencia al pueblo de África en su lucha contra el sida. También se perdió la oportunidad de hacer del espíritu del Segundo Concilio Vaticano la brújula para toda la Iglesia Católica”.

            Al igual que su antecesor Juan Pablo II, Joseph Ratzinger privilegió, señaló Küng, la regresión de la Iglesia católica a posiciones preconciliares. Ambos restauracionistas del conservadurismo cerraron el camino para que la institución aspirara a ser pertinente al mundo contemporáneo. En el restauracionismo de Benedicto XVI, Küng enumeró medidas tomadas por el papa que mostraron su espíritu conservador a ultranza: abrir los brazos para recibir, y sin ninguna condición previa, en el seno de la Iglesia católica a los obispos tradicionalistas de la Sociedad Pío X; promover intensamente que se oficiara la misa tridentina (en latín y de espaldas a los congregantes); negativa a poner en vigor los acuerdos de acercamiento con la Iglesia anglicana, acuerdos que eran oficiales y sancionados por organismos católicos y anglicanos.

            No faltó en la epístola de Küng el asunto de los escándalos de abusos sexuales contra infantes por parte de sacerdotes en varios países. A la ofensa perpetrada contra infantes y adolescentes se sumó la operación encubrimiento armada desde Roma para poner a salvo a los delincuentes, sobre todo cuando eran obispos. Küng subrayaba que para “empeorar las cosas, el manejo de estos casos ha dado origen a una crisis de liderazgo sin precedentes y a un colapso de la confianza en el liderazgo de la Iglesia”.

            Además de la crítica a la infalibilidad del Papa que le valió ser castigado, otras opiniones de Küng fueron mal vistas por el Vaticano. Como la expresada sobre Lutero y el movimiento de reforma que desató en el siglo XVI. Para él la responsabilidad del cisma recayó más en el autoritarismo de la jerarquía católica que en el teólogo agustino alemán: “Todo el que haya estudiado esta historia no puede albergar dudas de que no fue el reformista Lutero, sino Roma, con su resistencia a las reformas –sus secuaces alemanes (especialmente Johannes Eck)–, la principal responsable de que la controversia sobre la salvación y la reflexión práctica de la iglesia sobre el Evangelio se convirtiera rápidamente en una controversia diferente sobre la autoridad e infalibilidad del papa y los concilios […] La Reforma de Lutero fue un cambio mayúsculo del paradigma católico romano medieval al paradigma evangélico protestante: en teología y en el ámbito eclesiástico equivalía a un alejamiento del eclesiocentrismo, humano en demasía, de la iglesia poderosa hacia el cristocentrismo del Evangelio. Más que en otra cuestión, la Reforma de Lutero puso el énfasis en la libertad de los cristianos” (La Iglesia católica, p. 168-169).

En el 2016, también mediante carta, Hans Küng planteó al Papa Francisco las consecuencias de la autoproclamada supremacía del obispo de Roma y su pretendida infalibilidad. Cuando redactó la misiva, Un llamamiento a Francisco (https://elpais.com/elpais/2016/02/26/opinion/1456503103_530587.html), el teólogo suizo estaba por cumplir 88 años. En el otoño del 2013 dio a conocer que le había sido detectado el mal de Parkinson. En La misiva a Francisco, Küng mostró que mantenía lucidez intelectual, y su habitual enjundia para señalar los males que maniataban a la Iglesia católica. Subrayó que los pendientes señalados por él 35 años atrás se habían han acrecentado, y ellos eran: “el entendimiento entre las distintas confesiones; el mutuo reconocimiento de los ministerios y de las distintas celebraciones de la eucaristía; las cuestiones del divorcio y de la ordenación de las mujeres; el celibato obligatorio y la catastrófica falta de sacerdotes, y, sobre todo, el gobierno de la Iglesia católica”.

            Ni Juan Pablo II ni Benedicto XVI abrieron caminos para dar solución a los pendientes resaltados por Küng. Al contrario, se atrincheraron en posiciones autoritarias. En el 2016 Küng volvió a diagnosticar que el freno para los cambios necesarios en la institución era “la incapacidad de introducir reformas en […] la doctrina de la infalibilidad del magisterio, que ha deparado a nuestra Iglesia un largo invierno […] No nos engañemos: sin una re-visión constructiva del dogma de la infalibilidad apenas será posible una verdadera renovación”. Es a la luz de lo anterior que Hans Küng solicitó a Francisco “permita que tenga lugar en nuestra Iglesia una discusión libre, imparcial y desprejuiciada de todas las cuestiones pendientes y reprimidas que tienen que ver con el dogma de la infalibilidad. De este modo se podría regenerar honestamente el problemático legado vaticano de los últimos 150 años y enmendarlo en el sentido de la Sagrada Escritura y de la tradición ecuménica”.

            Es necesario recordar que el 18 de julio de 1870 el Concilio Vaticano I definió dos dogmas acerca del Papa (entonces ocupaba la silla Pío IX)): “El papa disfruta de primacía legal en la jurisdicción sobre cada iglesia nacional y todo cristiano. El papa posee el don de la infalibilidad en sus decisiones solemnes sobre el magisterio. Estas decisiones solemnes (ex cathedra) son infalibles en base al apoyo especial del Espíritu Santo y son intrínsecamente inmutables (irreformables), no en virtud de la aprobación de la iglesia” (Hans Küng, La Iglesia católica, p. 216).

            En la obra de Küng que hemos citado, publicada en inglés en 2001, es decir, bajo el papado de Juan Pablo II, el sacerdote y teólogo suizo proporciona ejemplos históricos del sistema papal que condenaba en otros lo que gustosamente para sí practicaba, a esto le llama “la institucionalización de la hipocresía”. Porque “los papas del Renacimiento mantuvieron el celibato para ‘su’ iglesia con mano de hierro, pero ningún historiador podrá descubrir nunca cuántos hijos concibieron esos ‘santos padres’ que vivían en la lujuria más licenciosa, la sensualidad desenfrenada y el vicio desinhibido” (p. 160). Quien escribe esto no era un enemigo de la Iglesia católica, sino alguien que la reconocía su “hogar espiritual”.

            Párrafos como el siguiente le han ganado a Küng la abierta hostilidad dentro del catolicismo romano: “Una investigación cuidadosa de las fuentes del Nuevo Testamento en los últimos cien años ha mostrado que la constitución de esta iglesia [católica] centrada en el obispo, no responde en modo alguno a la voluntad de Dios ni fue ordenada por Cristo, sino que es el resultado de un desarrollo histórico largo y problemático. Es obra humana y, por lo tanto, en principio, puede cambiarse […] No puede verificarse que los obispos sean ‘sucesores’ de los apóstoles en un sentido directo y exclusivo. Resulta históricamente imposible encontrar en la fase inicial del cristianismo una cadena constante de ‘imposición de manos’ desde los apóstoles hasta los obispos de hoy en día” (La Iglesia católica, pp. 44 y 47).

            La crítica de Küng al verticalismo de la Iglesia católica bien puede, me parece, hacerse extensiva al ejercicio del poder en las iglesias evangélicas y neoevangélicas. Los vocablos neotestamentarios (como el de siervo, apóstol y profeta que tanto se mal usan en el neoevangelicalismo) deben analizarse bien, para evitar equívocos semánticos que se vuelven prácticas erróneas y hasta adulteradoras de la enseñanza original. En el tema del rol a desempeñar por los dirigentes es certera la observación de Hans Küng: “¿Podemos hablar de ministerios en la iglesia primitiva? No, pues el término secular ministerio (arche y otros términos griegos similares) no se utiliza en ninguna fuente para los diferentes oficios y llamamientos de la iglesia. Es fácil advertir por qué. Ministerio designa una relación de dominación. En su lugar el cristianismo usaba un término que Jesús acuñó como estándar cuando dijo: ‘El mayor entre vosotros será como el menor, y el que manda como el que sirve’ (Lucas 22:26). Más que hablar de ministerios el pueblo se refería al diakonia, el servicio, originalmente similar a servir la mesa. Así pues, esta era una palabra con connotaciones de inferioridad que no podía evocar ninguna forma de autoridad, norma, dignidad o posición de poder. Ciertamente también había una autoridad y un poder en la iglesia primitiva, pero de acuerdo con el espíritu de esas palabras de Jesús no debía favorecer el establecimiento de un gobierno (para adquirir y defender privilegios), sino solo el servicio y el bienestar comunes […] El desafortunado término ‘jerarquía’ solo se adoptó quinientos años después de Cristo por parte de un teólogo desconocido que se ocultaba tras la máscara de Dionisio, discípulo de Pablo” (La Iglesia católica, p. 32).

            En el mismo sentido apuntado por Küng, el de prestar atención a los conceptos sobre los que se construyen creencias, se orienta el estudio de Catalina Feser Padilla, quien para empezar nos dice que laico, usado en el sentido que hoy se le da en comunidades evangélicas, es un vocablo ausente en el corpus neotestamentario. “En el Nuevo Testamento, cuando se usa laos para diferenciar entre el pueblo y sus líderes, la palabra siempre se refiere a la diferencia entre el pueblo y las autoridades civiles o religiosas de la cultura judía; nunca se emplea para referirse a diferencias entre cristianos. El laos de Dios incluye a todos los cristianos, líderes y miembros, todos con sus respectivos dones y funciones. Todos los cristianos son laicos […] Tampoco hay evidencia en el Nuevo Testamento de la práctica de nombrar a un solo pastor como responsable de una congregación. El cuadro que se pinta en Hechos y las Epístolas es de congregaciones en las cuales los que tienen dones de liderazgo, los más maduros, llamados ‘ancianos’, ‘obispos’ o ‘pastores’, junto con los ‘diáconos’ sirven de manera colegiada” (“Los laicos en la misión en el Nuevo Testamento”, Bases bíblicas de la misión, perspectivas latinoamericanas, Editorial Nueva Creación, Buenos Aires-Grand Rapids, pp. 408 y 419).

Fue su entendimiento del Evangelio lo que estimuló a Hans Küng al desarrollo de una teología que una y otra vez llamaba por regresar a la radicalidad de las enseñanzas originales de Jesús. En esta tarea, confesó con claridad, lo impulsaba “una fe inquebrantable. Y no es una fe en la iglesia como institución, pues resulta evidente que la iglesia yerra continuamente, sino una fe en Jesucristo, en su persona y en su causa, que sigue siendo el motivo principal de la tradición eclesial, su liturgia y su teología. A pesar de la decadencia de la iglesia, Jesucristo nunca se ha perdido. El nombre de Jesucristo es como un ‘hilo dorado’ en el gran tapiz de la historia de la iglesia. Aunque a menudo el tapiz aparece deshilachado y mugriento, ese hilo vuelve siempre a penetrar en la tela”.

           

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