Danos un rey, como tienen todas las naciones

Esa fue la demanda multitudinaria de los líderes de Israel, una vez asentados en la tierra prometida (1 Sam 8:5). Una nación formada, guardada, liberada y guiada de un modo absolutamente único, ahora se miraba a sí misma tan solo en comparación con el resto de las naciones.

12 DE SEPTIEMBRE DE 2009 · 22:00

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Durante su peregrinar por el desierto Dios les había dado un incomparable marco legal para su funcionamiento. Una Ley que, además de las normas de contenido ritual y espiritual, incluía todo lo necesario para su ordenamiento social, su modelo económico, su sistema de justicia, etc. Un sistema teocrático que descansaba en el sometimiento voluntario del pueblo, y en la integridad moral y espiritual de quiénes tenían que aplicar y preservar la voluntad expresada por Dios (sacerdotes, ancianos y jueces). Pero 350 años viviendo la guía directa de Dios no impidieron que aquel pueblo se sintiese finalmente extraño entre sus vecinos. ¿Por qué habían ellos de gobernarse y organizarse de un modo tan diferente al resto?: ´Danos un rey, y nosotros seremos como todas las naciones´. De ese modo olvidaron que su “rareza” era precisamente su distintivo, que les identificaba como un pueblo santo, escogido para ser único entre todos los pueblos de la tierra (Dt 14:2) Es cierto que el proceder de los hijos de Samuel podría explicar –en términos humanos- la clamorosa petición de los ancianos de Israel. ¿Cómo no habrían de anhelar un cambio de gobierno, si Joel y Abías ´se volvieron tras la avaricia, dejándose sobornar y pervirtiendo el derecho´? Ante tan desastrosa actuación aquellos líderes optaron por la solución más fácil y popular, evitando el desgaste anímico de señalar ante Samuel la manifiesta incapacidad de sus hijos. Quienes debían guiar al pueblo en el temor y obediencia a lo establecido por Dios, piden equipararse al resto de los pueblos. Los que tenían que reivindicar la talla moral y espiritual para todo aquel que juzgase sobre el pueblo de Dios, encabezan la petición para establecer un nuevo sistema de gobernarse. En vez de señalar la necesaria reprobación de Joel y Abías, escogieron imitar a las naciones vecinas. Ya que tal petición era un claro desafío contra la autoridad de Dios (´a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos´), Samuel recibe el encargo de hacer saber a todo el pueblo las consecuencias que tal elección tendría para ellos: burocracia, carga económica, pérdida de libertad personal, enseñoramiento… Un aviso que no sirvió de nada, pues el pueblo no quiso oír y dijo: ´No, sino que habrá rey sobre nosotros; y nosotros seremos también como todas las naciones´.
 
De teocracia, a monarquía; de esperar la provisión y elección de Dios, a asegurar la sucesión dinástica; de descansar en la voluntad de Dios, a confiar en los mecanismos humanos. Al rechazar el modelo “raro” designado por Dios, Israel logró efectivamente ser como las demás naciones, llenando el resto de su historia de intrigas, conspiraciones y traiciones en cuanto a las propias sucesiones reales, y colmando de injusticia, depravación e idolatría su realidad social como nación. Todo por despreciar el modelo de Dios, imitando el de los otros pueblos a su alrededor. Aunque han pasado 30 siglos desde entonces, como pueblo de Dios –con sus líderes al frente- parece que las iglesias en España queremos demostrar la validez de la sentencia salomónica: ´no hay nada nuevo debajo del sol´´. Y es que, a pesar del modelo indicado y ordenado en la Palabra, una y otra vez nos medimos y organizamos conforme a las prácticas de la sociedad que nos rodea. Por supuesto que en términos humanos el sistema de representación democrática es (recordando las famosas palabras de Churchill) ´el menos malo de los sistemas políticos´. Aunque sometido a los mismos efectos del pecado que cualquier otra actividad humana, sigue siendo el que permite mayor grado de libertad, transparencia, control y justicia social. Pero la Iglesia no es otra esfera más de la actividad humana, sino el ámbito espiritual en el que Dios se relaciona con los suyos, la anticipada manifestación del Reino, y por ello llamada a mostrar sus principios y sus normas, que nada tienen que ver con ´lo que tienen todas las naciones´. El libro de los Hechos y las epístolas nos muestran, una y otra vez, el modelo para la toma de decisiones de calado espiritual y estratégico en el ministerio de la Iglesia y su desarrollo. Un modelo que se basa en la búsqueda en oración de un sentir ´unánime, sintiendo una misma cosa´ (Fil 2:2). Basta citar un par de ejemplos de cómo ese principio era llevado a la práctica:
  • En el primer capítulo de Hechos (24-26) encontramos la elección del sucesor de Judas, y se nos indica que para ello ´señalaron a dos y oraron: Tú Señor, que conoces los corazones, muestra cuál de estos has escogido. Y les echaron suertes´
  • En el envío -históricamente trascendental- de Pablo y Bernabé al ministerio misionero (Hch 13), vemos claramente el proceso: ´ministrando y ayunando, les habló el Espíritu Santo´
Sin duda que tan “raro” modelo necesita descansar en el mutuo reconocimiento y sometimiento espirituales, así como en la confianza de que Dios marcará sus tiempos en nuestras decisiones. Por supuesto que la falta de fe o visión espiritual podrá retrasar cualquier decisión. Incluso hemos de reconocer que una actitud de carnalidad en cualquiera de los intervinientes, podría condicionar tal decisión. Pero si tales situaciones se dan, tendremos entonces que hacer lo
 
que los ancianos de Israel no hicieron con Joel y Abías: señalarlo y corregirlo,
aunque eso también implique un desgaste anímico (por otra parte inevitable, si queremos comprometernos con nuestro Señor y Su Iglesia). ¿Dónde estamos dejando esa búsqueda de la unanimidad espiritual como iglesias del Señor en nuestra España hoy? Quizá seducidos por ´las demás naciones´, hemos apartado tan “raro”, lento y desgastador método bíblico, para abrazar los principios de la representación democrática en todo tipo de organismos y ministerios. Comenzamos por el escueto modelo de “una iglesia un voto”, y vamos avanzando al más sofisticado del voto proporcionado con el número de miembros, lo que por cierto está rebelándose como un milagroso acordeón: Las membresías crecen siempre que se trata de asignar votos, y disminuyen a la hora de asumir cuotas económicas. No hemos pedido rey, pero tenemos votos. Y seguimos el mismo camino en su día recorrido por Israel, pues del mismo modo que ellos, estamos despreciando el modelo dado por Dios. Preguntemos a quienes nos representan eclesial, denominacional o regionalmente: ¿en cuántas ocasiones se detiene una discusión para entregarse a la oración?; ¿cuántos asuntos son aplazados, anhelando la percepción unánime de todos?; ¿cuánto tiempo se dedica a la consideración de los criterios espirituales que sustentan una u otra postura frente a determinado asunto?; ¿se percibe realmente un espíritu de sometimiento mutuo, dispuesto a oír al Espíritu Santo a través de criterios a veces dispares?; ¿qué lugar ocupa en las deliberaciones el estudio de La Palabra, para buscar en ella principios de guía?... En la mayoría de las ocasiones, toda reflexión se ha sustituido por la ejecutiva resolución de las votaciones. Las deliberaciones –cuando hay lugar para ellas- pasan a ser meros ejercicios retóricos, pues lo único importante al final son los votos, que generalmente ya están previamente decididos, sin oportunidad real para prestar atención a otras voces o percepciones espirituales. ¿Queremos ser como todas las naciones, o escucharemos y seguiremos el modelo de Dios para su Iglesia?

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