El capellán castrense

Sembré la semilla del Evangelio entre la tropa y supieron que en aquella España dominada por el clero católico había disidentes protestantes.

01 DE OCTUBRE DE 2021 · 11:00

Un capellán castrense ante una unidad de soldados. / Lance Cpl. Andrew P. Roufs, Wikimedia Commons,
Un capellán castrense ante una unidad de soldados. / Lance Cpl. Andrew P. Roufs, Wikimedia Commons

El capellán castrense es un sacerdote con graduación militar que ejerce su oficio en el Ejército. En sus respectivos destinos desempeña todos los servicios eclesiásticos necesarios al católico. En materia de confesión tiene amplias facultades para la absolución de pecados. Todos los capellanes dependen del vicario general castrense, que tiene jurisdicción independiente del ordinario.

Como sacerdote, el capellán debe ser respetado. Y como militar, ha de ser obedecido.

En mis quince meses de “mili” tuve pequeñas pendencias con dos de ellos.

Un enfrentamiento tuvo lugar en el comedor del cuartel. El capellán impartía lecciones de doctrina católica una vez a la semana, a las seis de la tarde. Aunque se anunciaba con insistencia el día, la hora y el tema, pocos soldados iban; la asistencia era voluntaria. Como siempre, a las ocho de la noche el corneta tocó aquél día “fagina”. Era la hora de comer. Cuando todos ocupábamos nuestro lugar ante la mesa apareció el capellán. Ordenó que no se distribuyera la cena hasta después de pronunciar la conferencia que llevaba preparada. Explicó que excepcionalmente había adoptado esta medida porque eran pocos los soldados que asistían a sus clases. Allí nos tenía a todos. No había escapatoria posible. La trampa funcionó. Nos obligó a escucharle antes de comer.

Subido a una mesa, el capellán pronunció su charla. Al concluirla hizo la señal de la cruz. Mala o buena estrella la mía, no lo sé. Pero coincidió que yo ocupaba un lugar a pocos metros de donde él estaba. Me veía perfectamente. Yo permanecía con los brazos cruzados. Me ordenó:

– Tú, muchacho, levántate.

Yo sabía que ostentaba el grado de teniente. Saludé:

– A sus órdenes, mi teniente.

– Haz la señal de la cruz- me dijo.

– No señor, no la hago- respondí.

– ¿Es que no sabes cómo se hace?- insistió el capellán.

– Sí, señor –continué– pero ¿para qué quiere usted que la haga?

– Para que nos libre Dios de los malos pensamientos- contestó.

Mi respuesta fue rápida:

– ¿Y me librará Dios de los malos pensamientos que tengo ahora mismo contra usted por obligarme a hacer algo en lo que no creo?

En este momento del diálogo, o lo que fuera, escuché la voz tronadora del capitán de mi compañía. Yo ignoraba que estuviera de servicio aquel día. Avanzaba por el pasillo dirigiéndose al capellán.

– Padre, padre, ese es Monroy. Es protestante.

Al oírlo, el teniente se dirigió a mí con respeto.

– ¿Eres protestante?

– Sí señor. 

– ¿Por qué no me lo has dicho?

– Usted no me lo ha preguntado.

– Está bien, concluyó, mañana a las cinco te espero en mi despacho.

– Te has salvado de una buena- me espetó el capitán, mirándome con deseos de estrangularme.

Mis compañeros me felicitaron por haberme enfrentado al capellán, que llegó inoportunamente para interrumpir la cena. Muchos me dijeron que cuando regresaran a sus hogares se informarían si en su ciudad había iglesia protestante. Ignoro si lo hicieron y si alguno llegó a convertirse a Cristo, pero yo cumplí mi propósito. Sembré la semilla del Evangelio entre la tropa y supieron que en aquella España dominada por el clero católico había disidentes protestantes.

Estuve hablando con el capellán cinco días seguidos. Se portó muy bien conmigo. En ningún momento me coaccionó. Me explicó la doctrina católica y me regaló varios libros, que yo leí. Se puso a mi disposición para cualquier consulta. A pesar de ser cura y militar, conmigo tuvo una delicadeza exquisita. ¿Se interesaría por conocer las doctrinas del cristianismo protestante?

Del segundo encuentro con otro capellán no salí tan bien parado. Una mañana, a la hora del desayuno, vino hasta nosotros el teniente Soler, que aquel día le había tocado servicio. Nos dijo que había llegado al cuartel un hombre nervioso, cuya vivienda estaba cerca. Su mujer necesitaba con urgencia una transfusión sanguínea y había pensado que algún soldado podía darle sangre. El teniente explicó que él no obligaba a nadie, que si había algún voluntario diera unos pasos al frente. Fui el primero en hacerlo. Luego se añadieron otros. Nos llevaron al hospital donde estaba la enferma. Mi tipo sanguíneo coincidía con el suyo. Nunca supe la cantidad de sangre que me sacaron. Fui citado y felicitado en la orden del Día por mi gesto. Se ordenó que durante una semana me dieran rancho doble. ¡Para qué lo quería yo, si de aquel rancho con un plato era más que suficiente para envenenarse! Me debilité. Me llevaron al hospital militar, donde permanecí seis días ingresado. Sobre la mesita junto a la cama puse la Biblia y el himnario que utilizaba para mis devocionales. Una monja se acercó y me preguntó:

– ¿Qué libro es ese?

– La Biblia.

– ¿Buena o mala?

– Es una Biblia protestante, contesté.

Aquella mujer se apartó de mi cama como si hubiera descubierto manchas de lepra en mi cuerpo.

– ¿Tú eres protestante?

– Sí, hermana.

– ¿De dónde eres?

– De Tánger.

– ¿Allí son todos protestantes?

– No. La mayoría de la población es musulmana. Hay también judíos, católicos y algunos protestantes.

No se dio por vencida:

– ¿Y por qué tú eres protestante?

– Porque me convertí en una Iglesia protestante.

Estuvo insistiendo que hablara con el capellán. Finalmente acepté. Una vez en su presencia le hice saber que si discutíamos sobre religión tenía que ser de igual a igual, sin grados por medio. Aceptó. Hablamos durante tres tardes. A pesar de mis nulos conocimientos teológicos y muy poco saber en la Biblia, no logró impactarme ni una sola idea.

El día que abandoné el hospital el capellán estaba en la puerta del edificio departiendo con otros oficiales. Me dijo literalmente:

– Monroy, voy a rezar por ti para que te recuperes totalmente.

Y rezó. Ya lo creo que rezó. Cursó un parte a Capitanía General pidiendo que se me enviara al calabozo por actividades proselitistas.

Dos días después, ya en el cuartel, el sargento de mi compañía me comunicó que el jefe del regimiento quería verme. No temblé, pero imaginé algo malo. Me cuadré ante el coronel Machado, que estaba enterado de mi donación de sangre. Permanecí todo el tiempo de pie.

– ¿Qué ha ocurrido en el hospital, Monroy?

– Nada mi coronel. El capellán pidió que quería hablar conmigo y hablamos.

– Pues ha cursado una orden a Capitanía General pidiendo para ti pena de cárcel por proselitismo.

Le expliqué que sólo había hablado de mi fe con quienes me habían preguntado: las monjas y el capellán. En el parte que recibió el coronel se me condenaba a tres meses de cárcel “por llevar a cabo una labor de proselitismo en el hospital”.

No me encerraron. Me devolvieron otra vez al campamento de Hoya Fría, a picar piedras. Entre los que allí estaban sufriendo castigo se encontraba un soldado de apellido Brito. Era portero de fútbol en un equipo de Las Palmas. Su condena obedecía a que en varias ocasiones había desertado para entrenar. Le hablé de mi fe. Oré con él. Le gustaba. En varias ocasiones me pidió que orásemos juntos. Entregó su vida a Cristo y a su regreso a Las Palmas se integró en una Iglesia evangélica. El capellán del hospital me envió a Hoya Fría porque allí había un alma necesitada de salvación. Al cumplirse un mes de mi arresto fui indultado, supuse que por el coronel, y regresé al cuartel San Carlos, en la capital.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - En la última farra de mi vida - El capellán castrense