El primer guión de García Márquez

El tema religioso está abundantemente representado en Cien años de soledad mediante hechos, ideas y símbolos.

24 DE ABRIL DE 2020 · 09:00

Gabriel García Márquez. / Wolf Gang, Flickr CC,
Gabriel García Márquez. / Wolf Gang, Flickr CC

Gabriel García Márquez, autor colombiano, Premio Nobel de literatura en 1982, llegó por primera vez a México el año 1961. Dos años después entra a trabajar como guionista adaptador de un texto de Juan Rulfo, cuya obra más conocida, Pedro Páramo, comenté recientemente aquí, en Protestante Digital. El guión, extraviado todo este tiempo, ha sido encontrado entre los archivos familiares de Roberto Gavaldón, quien dirigió la película, estrenada en 1964. Según los expertos, se trata del primer guión escrito para el cine por el autor de El amor en tiempos del cólera. Consta de 68 páginas mecanografiadas, encuadernado en tapas verdes. Como autores aparecen los nombres de Gabriel García Márquez y Juan Rulfo. Douglas J. Weatherford, profesor de la Brígham Young University de Utah, experto en las relaciones entre el cine y Juan Rulfo, declaró al periodista de El País, David Marcial, que “el hecho de que aparezca primero su nombre nos sugiere que la autoría principal es de García Márquez”.

“San Miguel del Milagro es un pueblo de construcción colonial: portales con arcadas, casas de muros lisos, calles anchas y empedradas. Al amanecer, el clima es fresco y húmedo, y las piedras de las calles brillan con el rocío”.

Así comienza el primer guión que escribió García Márquez en 1963. Cuatro años después, en 1967, se publicó en Argentina su novela más famosa, Cien años de soledad, en la que llevaba trabajando antes de su viaje a México. De hecho, tal como confesó a Mario Vargas Llosa, en Cien años de soledad, pensaba y tomaba notas cuando sólo tenía 16 años. El tema religioso está abundantemente representado en la novela mediante hechos, ideas y símbolos. Escritores españoles han señalado la decisiva influencia de la Biblia en Cien años de soledad. Ricardo Gullón, el excelente crítico literario ya fallecido, señala cinco grandes etapas bíblicas en la novela: La creación, el éxodo, las plagas, el diluvio y el apocalipsis final.

En Cien años de soledad uno de sus principales protagonistas, José Arcadio Buendía, se propone fotografiar a Dios. García Márquez lo cuenta así:

“Mediante un complicado proceso de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la casa estaba seguro de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si existía, o poner término de una vez por todas a la suposición de su existencia” (página 54).

Arcadio Buendía pasa del cientifismo al populismo. Lo que él pretende es lo que pide a diario el hombre de la calle:

«Sólo creo lo que veo».

«Nadie ha visto a Dios».

«Ningún muerto ha regresado del más allá».

¿Cómo puede fotografiarse al Invisible?

La Biblia es contundente ante esta prueba: “A Dios nadie lo vio jamás” (Juan 1:18).

El Antiguo Testamento menciona a personajes muy destacados de quienes se dice que vieron a Dios: Moisés (Números 12:8); Jacob (Génesis 32:30); Isaías (Isaías 6:1); Ezequiel (Ezequiel 1:1); Daniel (Daniel 7:9).

Pero el lenguaje utilizado por los autores bíblicos no quiere decir que éstos hombres vieran a Dios facialmente, como se ven dos personas cara a cara.

La naturaleza divina es inaccesible al ojo humano. Estas comunicaciones fueron lo que en griego se conoce como teofanías, es decir, manifestaciones sensibles de la divinidad.

En conversación con los fariseos, Cristo les dice: “También el Padre que me envió ha dado testimonio de mí. Nunca habéis oído su voz, ni habéis visto su aspecto” (Juan 5:37).

José Arcadio Buendía comprendió bien pronto la inutilidad de sus esfuerzos. Mientras Úrsula se ocupaba de la ampliación de la casa él siguió “tratando de sorprender a la Divina Providencia en medio del cataclismo” (página 56). Finalmente “renunció a la persecución de la imagen de Dios, convencido de su inexistencia, y destripó la pianola para descifrar su magia secreta” (página 62).

La decisión de Buendía sugiere dos principales consideraciones:

¿Es de justicia y de lógica abandonar tan pronto la búsqueda de Dios? El encuentro con Dios puede ser fortuito, cuestión de minutos, o puede ser el resultado de una persecución religiosa e inteligente de años. El profeta Isaías dice: “Los que os acordáis de Dios no reposéis, ni le deis tregua” (62:6-7).

No es lícito el encogimiento de hombros ni el abandono en la búsqueda de Dios. Hay que acometer el problema y resolverlo.

Por otro lado, la imposibilidad de fotografiar el rostro de Dios, el no poder verlo como vemos al ser de carne y hueso que tenemos junto a nosotros, no son razones para deducir su inexistencia.

Es verdad que a Dios nadie le vio jamás. Pero San Pablo dice que sus atributos invisibles se hacen visibles en el conjunto de la creación: “Porque lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó. Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Romanos 1:19-20)

Además, si al Dios Padre nadie le puede hacer un daguerrotipo, porque nadie le ha visto, el Hijo encarnado le dio a conocer. Es la conclusión a la que llega San Juan: “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18).

Tan convencido estaba Cristo de ser quien era, la revelación del Padre, Dios hecho carne, que cuando uno de sus apóstoles, Felipe, le pide que le muestre al Padre, Jesús le responde: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre?” (Juan 14:9).

El texto más demostrativo de la existencia de Dios en Cien años de soledad se encuentra en la página 49 de la novela. Coincidiendo con la misteriosa llegada de Rebeca los habitantes de Macondo son afectados por una extraña enfermedad que les impide dormir y les ocasiona la pérdida de memoria. A fin de recordar los nombres de las cosas, deciden escribirlos. La idea fue de José Arcadio Buendía. En la entrada del camino al pueblo colgaron un letrero que decía: “Macondo”. Y en la calle central otro más grande con la inscripción: “Dios existe”. Sin más. Sin necesidad de daguerrotipos ni de pruebas «científicas». Dios existe como existe la vida, como existe el ser, como existe la muerte, como existe la misma existencia. Y aunque el mundo humano perdiera la memoria y una amnesia total paralizara los cerebros, en los rincones más ocultos del ser permanecería colgado ese letrero imborrable: “Dios existe”.

Conocí a García Márquez en Managua, Nicaragua, en enero de 1985. Ambos formábamos parte de las 350 personas llegadas de todo el mundo para asistir a la toma de posesión del presidente Daniel Ortega. García Márquez estaba allí como amigo personal del presidente. Yo fui invitado en mi condición de periodista por el entonces ministro de Asuntos Exteriores, Miguel D' Escoto. En el curso de una recepción celebrada el miércoles 9, un día antes de la toma de posesión, pude hablar con García Márquez. Naturalmente, toqué el tema de Cien años de soledad. Le pregunté qué significaba ese “Macondo, Dios existe” en el tercer capítulo de la novela y me contestó literalmente:

–Puede que ahí esté la clave de mi libro.

¿Lo dijo sabedor de mi preocupación por el tema de Dios?

¿Lo dijo para dar una respuesta que cerrara la conversación?

¿Lo dijo porque lo creía, porque efectivamente es así? Macondo es una metáfora de Colombia, de América Latina, del mundo. El simbolismo no puede ser más aleccionador. Dios existe. La imagen de Dios está impresa en la naturaleza, en el devenir de la Historia, en la conciencia del hombre.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El punto en la palabra - El primer guión de García Márquez