Hugo Éric Flores habla de Dios en la Cámara de los diputados

Utilizar los gobiernos en sus diferentes niveles para imponer agendas de talante religioso, es lo peor que le puede pasar a un país con una democracia vacilante.

03 DE SEPTIEMBRE DE 2015 · 21:20

Hugo Éric Flores,
Hugo Éric Flores

Varios periódicos mexicanos consignaron el 2 de septiembre la primera irrupción en la tribuna de la Cámara de Diputados del líder de Encuentro Social (PES, http://encuentro.social/), partido político de inspiración evangélica que debuta en estos días en la arena política nacional con una bancada de ocho integrantes.

Peor no podía haber sucedido: en El Universal, Carina García tituló su nota. “Sin Dios en la política somos insensibles”, frase tomada del discurso que presentó al fijar la postura del PES ante la entrega del tercer informe de gobierno del Presidente de la República.[1]

Y afirmamos eso porque, a contracorriente de la ya prolongada presencia de los protestantismos en la vida del país, Flores se ha presentado con una abierta provocación al carácter laico del Estado, afirmado explícitamente en el artículo 40 constitucional mediante un cambio reciente.

En su discurso (www.diputados.gob.mx/version_estenografica.htm), Flores llamó al pleno del Congreso mexicano “a vencer el ‘malentendido laicismo de nuestra cultura política’ y consideró ‘absurdas’ las leyes que hacen que algunas instituciones religiosas participen clandestinamente en la vida social del país”, presentándose a sí mismo como modelo. Y agregó:

Algunos como yo creemos que ha sido un error histórico de nuestros líderes sacar a Dios de la vida pública de México. No estoy hablando de ninguna religión, ni de ninguna institución religiosa, pero en México no podemos mencionar el nombre de Dios, aunque nuestro glorioso Himno Nacional si lo hace, pues corremos el riesgo de parecer apátridas ir en contra de la cultura política establecida o a que se nos acuse de violar el Estado laico.[2]

Otras de sus palabras, que recuerdan las del ex embajador Girolamo Prigione cuando afirmó que, a partir del restablecimiento de relaciones diplomáticas con el Vaticano, “Dios había vuelto a México”, fueron, en un auténtico mea culpa no pedido: “…no nos dimos cuenta [de] que sacando a Dios de la vida política de nuestro país nos hacíamos una sociedad con gobernantes insensibles, ambiciosos, y por qué no decirlo, algunos de ellos sin escrúpulos por su falta de valores y de conciencia humana”.

Semejante atribución de la corrupción a la ausencia del “elemento sobrenatural” en la política, más que a una cuestión ética, deja muy mal parada la visión de un líder que, en su propaganda electrónica ha dicho que el partido que preside no está integrado por políticos profesionales debido a su indiscutible descrédito.

Al aplicarse a sí mismo las opiniones expuestas, Flores señaló: “Otro México es posible si todos los mexicanos con credo religioso o sin él, sin excluirnos los unos a los otros, colaboramos desde nuestra trinchera en la construcción de una sociedad más humana, más solidaria. Queremos acabar con los tabúes de una cultura política añeja que no corresponde a nuestra realidad. ¿Importa si yo como servidor público declaro o no tener alguna fe religiosa? Es mi derecho hacerlo o no, en una sociedad en libertad deberíamos aceptar esto como una realidad absoluta”.

Ante estas afirmaciones, uno se pregunta si, como lo destaca la prensa, será esa la tónica del primer partido evangélico mexicano en llegar al Congreso, pues también su invitación a la participación no dejó de lado el acento religioso tan fuera de lugar en la ocasión: “No invitamos a la participación política, sino a una participación social para todos los mexicanos, incluidos los que hemos decidido por derecho propio honrar el nombre de Dios en público”.

Doble la dificultad, primero, al confundir la participación social con la política, como si la primera no implicara la segunda, y además, al ponerse como ejemplo de alguien que toma en cuenta a Dios en su vida personal, transferida ahora al plano público, algo que debería quedar fuera de todo interés al momento de puntualizar sus posiciones ideológicas.

Cuánta falta le hace a Flores, antes de confundir la tribuna con el púlpito, revisar las páginas del volumen de Manuel Canto Chac y Raquel Pastor Escobar, ¿Ha vuelto Dios a México? La transformación de las relaciones Iglesia-Estado. (México, Universidad Autónoma Metropolitana-Centro de Estudios Sociales y Culturales Antonio de Montesinos, 1997), para darse cuenta de lo impropio que resulta su lenguaje al pontificar sobre qué actitudes religiosas deberían asumir sus compañeros/as legisladores.

Allí se encontraría con un sólido panorama histórico, doctrinal y teológico que clarificaría sus desplantes públicos. Una buena dosis de “teología política” o “teología pública” le haría mucho bien para comprender mejor el lugar donde se encuentra y no engañar al electorado (y especialmente al proveniente de las comunidades evangélicas, que ve como su “clientela particular”). La cita de estos autores es obligada:

…con la historización del discurso religioso la práctica social y política de los cristianos, así como la consecuente concepción de las relaciones entre Iglesia y Estado, experimentan una modificación sustancial, ya no se trata de derivarlas de principios eternos, de verdades universales, sino de situaciones histórico-concretas. La Iglesia ya no podría reclamar como parte de su vocación evangelizadora lo público, entendido como el campo de las instituciones, sino que la pretensión de universalidad de su discurso —y de ahí su aspiración a ser público y no reducido al ámbito privado— tendría que tener como referente de lo público el interés colectivo, las formas histórico-concretas de manifestación de ese interés.[3]

Otra lectura obligada para este político evangélico de nueva generación bien podría ser el cuaderno de Roberto Blancarte, Laicidad en México. (México, UNAM-Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2013.), además de una larga lista de abordajes teológicos e históricos de autores como José Míguez Bonino y Jean-Pierre Bastian.

Al perder la noción de las proporciones y mostrar su enorme desconocimiento de la dinámica de la laicidad del país, Flores se extralimitó en las propuestas que hizo tan a la ligera, pues si bien su señalamiento sobre la necesidad de normar las adopciones de niños suena aceptable, los mecanismos para llevarlas a cabo rebasan los límites marcados expresamente por la Constitución: “¿Qué pasaría si instituciones religiosas intervinieran en temas sociales, asistenciales y humanitarios con el apoyo de los poderes del Estado mexicano? ¿Violaríamos el Estado laico?

La respuesta es: de ninguna manera […]”. Y añadió: “En mi caso y en el caso de muchos miembros de Encuentro Social, afirmar públicamente nuestra fe nos compromete de manera personal y familiar. Creemos que las instituciones religiosas no deben de [sic] participar en política pero sí en la vida social del país, y de hecho lo hacen, algunos incluso en la clandestinidad obligados por leyes vigentes absurdas”.

De acuerdo: Flores se presenta como un político cristiano. Pero una cosa es la manera en que él mismo se presenta, y otras muy distintas considerar que sus correligionarios lo apoyarán en todas sus afirmaciones desde la tribuna del Congreso, y que su voz recoge enfática y unitariamente una representación eclesial que nadie le ha otorgado.

En ese sentido no debería olvidar el papel específico que ha comenzado a desempeñar: el de un líder político con recursos públicos a su alcance que no debe invertir en la promoción de posturas religiosas que no representan a la mayoría de la población y ni siquiera a quienes votaron por él para alcanzar (vía el sistema pluri-nominal: voto “en paquete”) la diputación.

Utilizar los gobiernos en sus diferentes niveles para imponer agendas de talante religioso es lo peor que le puede pasar a un país con una democracia vacilante y, por momentos, hasta caótica y regresiva.

Ciertamente, ya no llama tanto la atención el hecho de que políticos con convicciones cristianas no católicas ocupen escaños legislativos, como ha sucedido en otros países latinoamericanos, lo que sorprende más bien es que alguien con la formación de Flores (doctor en Ciencias Jurídicas por la Universidad de Harvard) incurra en una grosera manifestación pro-religiosa desde la tribuna más alta del país.

Lejos están los años en que protestantismo y liberalismo fueron casi sinónimos y caminaron juntos en la formación de las estructuras sociales de diversos países, aunque con resultados desiguales, pero de lo que ahora somos testigos es de la imposición de posturas irresponsables revestidas de una religiosidad que no ha mostrado su capacidad para aportar efectivamente a la consolidación de la democracia en nuestros países.

La experiencia de Guatemala, Brasil, y más recientemente Costa Rica, está ahí, esperando a que se extraigan las conclusiones pertinentes.

 

[1] C. García, “Sin Dios en la política somos insensibles”, en El Universal, 2 de septiembre de 2015, www.eluniversal.com.mx/articulo/nacion/politica/2015/09/2/sin-dios-en-la-politica-somos-insensibles.

[2] Idem.

[3] M. Canto Chac y R. Pastor, op. cit., p. 28. Énfasis agregado.

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