Dos amores

Se conocieron según su condición, destinados a ser reyes y destinados a amarse.

09 DE MAYO DE 2024 · 23:10

Foto: <a target="_blank" href="https://unsplash.com/es/@markusspiske">Markus Spiske</a>, Unsplash, CC0.,
Foto: Markus Spiske, Unsplash, CC0.

Érase una vez una princesa obligada a casarse por intereses del reino paterno con un príncipe de otro reino vecino, como ocurre en muchos cuentos clásicos.

A regañadientes se presentó en la ceremonia de boda sin conocer apenas al consorte.

A la tristeza de aquella unión había de sumar que el mismo día de la boda falleció un amigo muy querido de la princesa.

Hubo de añadir también una celebración de boda accidentada donde asistieron invitados del todo desconocidos para ella.

Más triste fue todavía que el príncipe tampoco deseaba aquella boda, no era su voluntad unirse con una extraña.

Fue una boda muy desgraciada.

Malvivieron sus días matrimoniales apenas sin coincidir en las salas del castillo, él dedicándose a la caza y a asuntos de gobierno y ella a la crianza obligada de hijos que asegurasen la continuidad del reino.

Educó a dos hermosos vástagos varones, apenas sin afectos, con la precariedad de quienes no aman ni son amados.

Pero llegó el día en que murieron los padres y ellos accedieron al trono.

En la ceremonia de coronación ella vistió las mejores galas, estaba realmente hermosa, lucía un manto de encajes y una corona que realzaba su rostro.

Por primera vez el príncipe, ahora rey, quedó prendado de su mujer. Realmente se había casado con una reina digna por sangre real.

Aquel día se enamoró perdidamente de ella tanto, que dicen las malas lenguas él antes no había sabido qué era amar.

La reina continuó su vida sumida en la tristeza y en el rencor contra aquel destino obligado que fue casarse y tener hijos. No fue feliz.

Tampoco los bufones de palacio la hacían reír ni los trovadores ni los juglares la entretenían. Esperaba un amor, un gran amor que la librase de aquel tedio.

Desde el flechazo del rey, éste ya no dejó de cortejarla de mil modos, pero ella no daba signos de vida. La quería como reina, la quería como su esposa para siempre según lo que prometió en aquella boda-farsa.

Así continuó hasta que el capellán del castillo dio a entender a la reina que no había hombre en la tierra que la amase como el rey. Ella no daba crédito a lo que decía, y el religioso le dijo además que reparase en las atenciones que tenía con ella.

Y así fue, ella lo estuvo considerando y lo vio realmente atractivo, amable, deseable, bondadoso. También le alcanzó el flechazo y se enamoró de su marido tanto, que dicen las malas lenguas ella antes no había sabido qué era amar.

Atravesados los dos por cupido, él le ofreció un anillo de diamantes y ella le contestó “¿cuándo nos casamos?”.

Se conocieron según su condición, destinados a ser reyes y destinados a amarse.

Y sí, para sorpresa de todos, repitieron la boda por todo lo alto, pero esta vez solo rodeados de los seres más queridos que les dictase el corazón. Y fueron felices y comieron perdices.

 

 

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