Después de la luz vino el agua
El texto de Génesis pone de manifiesto que Dios intervino directamente al hacer la expansión y separar las aguas en la segunda etapa creadora.
12 DE ENERO DE 2025 · 15:20
Durante la segunda jornada creadora descrita en Génesis, Dios estableció el ciclo del agua en la naturaleza. Dicho ciclo hidrológico es tan fundamental para la vida en la Tierra como la luz lo es para la inmensa mayoría de los seres vivos.
Sin agua, no hay vida. Sin luz, casi tampoco, a excepción de aquellos seres escondidos en los ecosistemas de los abismos oceánicos y que dependen exclusivamente de la energía química para subsistir.
La Biblia contiene las siguientes palabras: “Luego dijo Dios: Haya expansión en medio de las aguas, y separe las aguas de las aguas. E hizo Dios la expansión, y separó las aguas que estaban debajo de la expansión, de las aguas que estaban sobre la expansión. Y fue así. Y llamó Dios a la expansión Cielos. Y fue la tarde y la mañana el día segundo” (Gn 1:6-8).
Los ríos, lagos, mares y océanos eran las aguas que estaban debajo de la expansión o atmósfera y que cubrían la superficie de la Tierra, mientras que aquellas que se hallaban sobre dicha expansión, eran las nubes, más o menos espesas, formadas por la evaporación de las primeras.
El vapor que constituía a estas últimas sería susceptible de ser arrastrado por el viento y, al disminuir su temperatura, podía originar lluvia, granizo o nieve.
Algunos autores creyentes, propusieron a principios de los 60 del pasado siglo XX la hipótesis de que una espesa cubierta de agua rodeaba la Tierra hasta los días de Noé y que dicha capa habría sido precisamente, junto a las fuentes del gran abismo, el origen de las aguas del Diluvio.
Además, tal cubierta (supuestamente, “las aguas que estaban sobre la expansión)” habría protegido a los humanos de las radiaciones cósmicas, alargándoles extraordinariamente la vida y creando un ambiente cálido y tropical por todo el planeta.
En este sentido, los creacionistas estadounidenses de la Tierra joven, John C. Whitcomb y Henry M. Morris escribieron: “Parece haber existido una fuente de agua de origen atmosférico de un tipo y orden de magnitud completamente diferentes a la que existe en la actualidad”.[1]
Asimismo, en otro texto de divulgación para adolescentes y jóvenes, el creacionista de origen indio, David C. C. Watson, teólogo anglicano del Trinity College, dice: “antes del Diluvio había una “capa” de vapor de agua alrededor de todo el globo terrestre, que atrapaba los rayos del sol con más efectividad que lo que lo consigue ahora nuestra atmósfera, y proveyendo un clima semitropical a todas las partes del mundo”.[2]
Dicho texto se acompaña de un esquema que ilustra el océano universal que cubría toda la Tierra, así como las nubes en la expansión y sobre ellas esta supuesta capa invisible de vapor de agua.
No obstante, a pesar del entusiasmo que supuso esta hipótesis en su momento para muchos creyentes, pronto se comprendió que las implicaciones geofísicas que requería superaban con creces lo que el planeta hubiera podido soportar.
Los geólogos se dieron cuenta de que una capa semejante que cubriera toda la Tierra a esa altura se habría disipado en el espacio mucho antes de haber alcanzado ese grosor. Incluso, aunque hubiera existido durante un breve período, habría generado un efecto invernadero con un calentamiento tan elevado de la superficie terrestre que habría provocado la evaporación de toda el agua del planeta.
Por tanto, el Diluvio habría sido imposible e innecesario. Además, una capa así, tan espesa de líquido o de vapor de agua, habría colapsado pronto y caído sobre la corteza antes de formarse debido a la atracción gravitatoria de la propia Tierra.
Se señaló también que dicha hipotética cubierta acuosa, incluso en el caso de que de alguna manera hubiera podido desafiar la ley de la gravedad, al transformarse desde el estado de vapor al de líquido y caer sobre el planeta, lo habría congelado por completo, acabando con casi toda forma de vida en el mismo.
Por último, aunque una capa como ésta podría haber protegido a los seres vivos de las radiaciones ultravioletas, no habría detenido a los rayos cósmicos que son quienes nos envejecen y limitan nuestra existencia. De manera que muchos abandonaron esta idea.
Según los hebraístas, las palabras bíblicas que se tradujeron por “expansión” y “cielos” fueron respectivamente “raqîa” y “samáyim”. Estos dos términos se refieren a lo que nosotros hoy entendemos por la atmósfera o el espacio donde se forman las nubes y por donde vuelan las aves.
Hay que tener en cuenta que en hebreo no existe una palabra específica para hablar del “aire” o de la “atmósfera”.[3] No obstante, samáyim designa el cielo como espacio distinto de la tierra o el mar y suele usarse en el Antiguo Testamento cuando se habla de las aves del cielo. Mientras que raqîa es la palabra que más se le asemeja ya que se refiere al firmamento.
A pesar de esto, algunos críticos de la inspiración bíblica citan a Job 37:18 (“¿Extendiste tú con él los cielos, firmes como un espejo fundido?”) para afirmar que la Biblia contiene mitos y objetar que estos dos términos podrían referirse a una supuesta cúpula de bronce sólido que, según las creencias mitológicas de la antigüedad, cubría la Tierra.
Sin embargo, esto es una mala interpretación del texto bíblico. El joven Eliú le habla a Job acerca de la grandeza de Dios y no le dice que los cielos sean de bronce sólido sino como un espejo (de bronce) fundido.
Está comparando el reflejo deslumbrante del sol con el que se produce también en un espejo, tal como puede apreciarse tres versículos después (“Mas ahora ya no se puede mirar la luz esplendente en los cielos, luego que pasa el viento y los limpia”).
En aquella época los espejos eran de bronce muy pulido y nada reflejaba tan bien la luz como este metal, por ello se usa semejante comparación. Simplemente se está haciendo una analogía entre el brillo solar y los reflejos de un espejo de bronce. Pero tales versículos no indican en absoluto que se aceptara el mito de la supuesta cúpula terrestre de bronce.
El texto de Génesis pone de manifiesto que Dios intervino directamente al hacer la expansión y separar las aguas en la segunda etapa creadora. Esta acción divina directa se pone de manifiesto en la delicada y lenta elaboración de la atmósfera, así como del ciclo del agua en la Tierra.
Hoy sabemos que la atmósfera tiene unos mil kilómetros de grosor y que, en función de su temperatura y altura sobre la superficie terrestre, se divide en cuatro capas: la troposfera, por donde vuelan las aves y los aviones, que contiene las nubes y el 75% de los gases atmosféricos necesario para la vida; la estratosfera, que posee en su parte superior la capa de ozono (O3) capaz de absorber gran parte de las radiaciones ultravioletas; la mesosfera, en la que la temperatura desciende hasta los 85 grados bajo cero y finalmente la ionosfera, donde se disocian las moléculas de nitrógeno y oxígeno, mientras que la temperatura asciende considerablemente.
Los geólogos conocen un mineral llamado zircón (o circón) que ha resultado ser muy importante para determinar la antigüedad del agua líquida sobre la corteza terrestre.
Está constituido por silicato de zirconio, que se forma cuando cristalizan las rocas ígneas ricas en sílice, a partir de magma fundido. Al cristalizar, incorpora un poco de uranio en su estructura molecular, pero es incapaz de adquirir también plomo ya que sus iones son demasiado grandes para poder encajar en los cristales minerales.
Como algunos iones de uranio son radiactivos (el uranio 235 y el uranio 238 se desintegran dando plomo 207 y plomo 206, respectivamente, a una velocidad que se puede medir en el laboratorio), y, como el uranio 238 tiene una semivida de 4 470 millones de años, si se encuentra plomo en estos minerales de zircón, es porque se formó a partir de la desintegración del uranio inicial.
Por lo tanto, resulta posible calcular aproximadamente la antigüedad de dicho mineral. El estudio meticuloso del zircón, así como del oxígeno que contiene, ha permitido determinar que ya había agua líquida en nuestro planeta hace unos 4.380 millones de años.
Lo cual indica que la hidrosfera de la Tierra es casi tan vieja como el propio planeta.[4] Este descubrimiento corrobora lo que afirma la Escritura, acerca de la pronta aparición del agua y de la atmósfera.
¿De dónde vino el agua que cubría el planeta al principio? Los planetólogos creyeron durante mucho tiempo que tanto el agua como el aire de la Tierra habían venido de los numerosos cometas helados que habrían impactado sobre ella cuando aún estaba formándose.
Sin embargo, esta hipótesis fue abandonada al comprobar que los isótopos típicos de los cometas sólo podían explicar el 10% del agua terrestre. ¿De dónde procedía el 90% restante? Actualmente se cree que el resto, así como los gases atmosféricos y el carbono que constituye a los seres vivos, arribaron en algunos meteoritos que chocaron con el planeta en formación.
Estos meteoritos, llamados “condritas carbonáceas” son los más antiguos que se conocen y proceden de otros sistemas solares. Se trata de rocas tan abundantes en la corteza terrestre que incluso pueden comprarse pequeñas muestras por poco dinero en internet.[5]
Parece pues que los meteoritos condríticos, que impactaron durante millones de años contra la joven Tierra, le aportaron rocas, agua, aire y superaron la prueba isotópica del hidrógeno.[6]
Por tanto, como la Tierra primitiva estaba tan caliente, debido en parte al impacto de tanto meteorito, la lava procedente del magma le brotaba por los numerosos cráteres. Este calor expulsaría también el vapor de agua del manto, así como el nitrógeno gaseoso y el dióxido de carbono.[7]
Tales gases formarían una espesa y caliente atmósfera, unas cien veces más densa que la actual, que impediría ver la luz del Sol desde la superficie terrestre. No obstante, a medida que la Tierra se fue enfriando lentamente, buena parte de este vapor de agua se condensaría formando intensas lluvias que darían lugar a los océanos primitivos. O, mejor dicho, al único océano original que llegó a cubrir todo el planeta.
Muy probablemente, todavía no había oxígeno en el aire ya que éste llegaría más tarde, gracias a la acción de los primeros seres vivos creados. Pero esa es otra historia.
Está claro que la Biblia no es un texto científico y que su interés primordial no es transmitir conocimientos materiales en este sentido. Sin embargo, mediante unas breves y magistrales frases, comunica más sabiduría de la que el ser humano haya logrado alcanzar jamás.
[1] Whitcomb, J. C. y Morris, H. M., 1982, El Diluvio del Génesis, Clie, Terrassa, Barcelona, p. 225.
[2] Watson, D. C. C., 1980, Mitos y Milagros, Clie, Terrassa, Barcelona, p. 10.
[3] Jenni, E. y Westermann, C., 1985, Diccionario Teológico Manual del Antiguo Testamento II, Cristiandad, Madrid, p. 1212.
[4] Knoll, A. H., 2021, Breve historia de la Tierra, Pasado & Presente, Barcelona, pp. 34-36.
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