Juan el Bautista: un hijo del desierto

Aquella voz que gritaba en el desierto de Judea logró escucharse también en los desiertos interiores de muchas criaturas.

24 DE JUNIO DE 2023 · 18:00

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El desierto se menciona en la Biblia en trescientas cuarenta ocasiones porque constituía una buena parte de la geografía de Tierra Santa y, por tanto, estaba muy ligado a la vida de las personas. Las gentes que viven en él suelen desarrollar un carácter especial. Parece que la desolación, el silencio, la escasez de nutrientes y de agua, la soledad, etc., son enemigos de los espíritus débiles y sólo pueden ser soportados por quienes se esfuerzan constantemente en sobrevivir. De ahí que se forjen personas fuertes y maduras, reflexivas y acostumbradas a sufrir todo tipo de inclemencias. Quiero imaginarme así a Juan el Bautista: solitario, silencioso, meditativo y resistente pero con una paz interior que no era propia de este mundo. Una paz que le venía de lo alto y que, al abrir su boca, le permitía emitir frases pensadas, solemnes y trascendentes, capaces de quebrantar los corazones de los oyentes.

El evangelio de Mateo describe a Juan brevemente como el precursor de Jesús. Se nos dice que predicaba en el desierto de Judea, vestía pelo de camello y comía langostas junto con miel silvestre. Semejante dieta no era exclusiva del Bautista sino bastante común entre las gentes del desierto. Al no decir gran cosa más sobre su persona, da la impresión de que los primeros lectores del evangelista sabían perfectamente quien era aquel hijo del desierto. No se requerían más definiciones puesto que la mayoría de los hebreos habían oído hablar de él.

Sin embargo, el evangelista Lucas proporciona más detalles acerca de su nacimiento milagroso ya que sus padres, Elisabeth y el sacerdote Zacarías, eran de avanzada edad (Lc. 1:5-7). Un ángel les anunció que a pesar de su madurez tendrían un hijo y deberían ponerle el nombre de Juan, que significa “Jehová dio de gracia”. Su ministerio sería muy importante, tendría que abstenerse de cualquier bebida alcohólica o intoxicante, tal como exigía el voto nazareo, y además el poder del Espíritu Santo estaría siempre sobre él, puesto que sería el precursor del Mesías. Su principal misión fue preparar espiritualmente al pueblo judío para la venida de Jesucristo. Si se tiene en cuenta que hacía unos cuatrocientos años -desde los días de Malaquías- que los judíos no escuchaban a un profeta, se comprende mejor la relevancia y expectación generada por la predicación del Bautista.

Se ha especulado acerca de si Juan estuvo en contacto con los esenios de su época y recibiera parte de su formación religiosa de ellos. Como es sabido, este grupo de judíos religiosos también se retiraron a vivir en comunidad en el desierto, con la intención principal de preparar el camino del Señor. Los manuscritos de Qumrán han puesto de manifiesto que existen numerosos puntos de contacto entre lo que creía esta comunidad y lo que predica el cristianismo. De manera que es posible que durante su juventud el Bautista hubiera pertenecido a este grupo religioso. De hecho tanto la austeridad de su vestimenta como el núcleo de su mensaje resultan bastante parecidos.

Probablemente Juan predicaba en la zona desértica de Judea que se extiende a lo largo del río Jordán, desde el Mar Muerto hacia el norte. Su mensaje hacía énfasis en el arrepentimiento, que implicaba confesión de pecados y bautismo, así como en los frutos del mismo para comprobar que realmente había sido sincero. Se trataba de un cambio radical de estilo de vida y manera de pensar, no sólo de hacer penitencia. Era una predicación atractiva para los hebreos porque estaba empapada de la autoridad divina. La limpieza externa que suponía el bautismo representaba la limpieza interna de los pecados.

Sin embargo, Juan admitía -contra posibles malinterpretaciones- que él no era el Señor y que ni siquiera era digno de desatar encorvado la correa de su calzado, tal como hacían los esclavos con sus amos (Mc. 1:7). Él solo era una voz que gritaba en el desierto. Su bautismo por inmersión en el agua del Jordán no era igual que el bautismo de Jesús en Espíritu Santo y fuego. El bautismo cristiano simbolizará después la regeneración de todo el ser a una nueva vida. Es decir, la muerte, sepultura y resurrección que, por supuesto, también requerirá la inmersión en agua. El apóstol Pablo escribirá que si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él (Ro. 6:4-8).

Aquella voz que gritaba en el desierto de Judea logró escucharse también en los desiertos interiores de muchas criaturas. Paisajes desolados, yermos, vacíos de esperanza y llenos de tristeza, frustración, amargura y muerte, fueron transformados en lugares de delicados pastos, junto a aguas de reposo. Tal es el cambio radical que trajo Jesucristo. El paso de la muerte a la vida definitiva. Al principio, Juan se negó a bautizar al Maestro porque le reconoció como Mesías. Sin embargo, finalmente le obedeció, bautizándolo por inmersión en el río Jordán. En ese preciso instante, dice Mateo que se oyó otra voz. Una que esta vez no procedía del desierto sino de la misma gloria de Dios que reafirmó a Jesús de Nazaret como el Hijo amado del Altísimo.

Hoy seguimos necesitando también esas voces sinceras que sigan clamando e interpelando a tantos desiertos personales como abundan por doquier. Se requieren bautistas como Juan, comprometidos con el Evangelio de Jesucristo, que clamen en medio de la corrupción, la avaricia, el egoísmo, la mentira, la insolidaridad y la increencia de esta sociedad desolada y vacía. Sólo en esos gritos anunciadores de la Buena Nueva del Maestro está la verdadera solución que le urge al ser humano.

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