Reservado el derecho de admisión

De los dos nombre de Dios expresados por Jesús, ‘Señor’ y ‘Padre’, se desprende que sus designios son como él es. Bondadosos y grandiosos.

07 DE ABRIL DE 2016 · 07:53

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En algunos establecimientos públicos cuelga un cartel en lugar visible que dice: Reservado el derecho de admisión. Quiere decir que el dueño de ese establecimiento decide a quién admite, no estando obligado a dar explicación por el ejercicio de ese derecho. No estoy seguro de que en los tiempos actuales sea fácil mantener ese principio, teniendo en cuenta la preponderancia que ha adquirido la idea de no discriminación, pero en teoría todos estaríamos de acuerdo en que ese derecho es lógico. Por ejemplo, cualquiera tiene esa reserva garantizada en su propia casa, porque de no ser así la vivienda propia pronto se convertiría en ajena.

Creo que la frase es válida para Dios y su reino, teniendo en cuenta que ese reino es su casa o establecimiento y él es el dueño y se reserva el derecho de admitir a quien quiere. Eso es lo que Jesús enseñó al respecto, cuando dijo: ‘Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños.’i

Lo primero que encontramos en esa declaración es la constatación de una realidad grandiosa, que es el designio de Dios referente a la concesión de la luz de la verdad. Esa luz, que imparte el conocimiento que nos capacita para la salvación, depende en su administración del designio del Padre, esto es, de su voluntad, que es su agrado o beneplácito.

Para empezar, aquí se estrellan todas las pretensiones humanas, con sus argumentos basados en los derechos, en los méritos o en cualquier otra razón que dependa de lo que hay en el ser humano. Si hay un atributo que destaca en ese pasaje es el de la soberanía, es decir, el derecho que Dios tiene de disponer de todas las cosas conforme a su voluntad. Una soberanía que es universal, ya que la ejerce no sólo en el cielo, donde todas las criaturas que allí moran le obedecen perfectamente, sino también en la tierra, donde a pesar de la resistencia y hostilidad humana, él saca sus planes adelante por medio de su sabiduría insondable, a pesar de la rebeldía del hombre. Esa soberanía está perfectamente expresada en el nombre Señor, con el que Jesús se dirige a Dios. Señor no es un mero título de cortesía, como ocurre en nuestro lenguaje cotidiano al referirnos al señor Gómez o al señor Jiménez. Señor es el nombre que expresa dominio y supremacía absoluta, sin recortes ni limitaciones.

Pero junto al nombre Señor aparece, en la declaración de Jesús, otro nombre referido a Dios, que es el de Padre. Y aquí hay un precioso equilibrio entre ambos. Si el de Señor habla del aspecto majestuoso y trascendente de Dios, el de Padre habla de su aspecto cercano y bondadoso. Si solo fuera Padre y no Señor, podríamos imaginar que estamos ante alguien ciertamente benevolente, pero sin la grandeza precisa para ser temido y reverenciado. Si solo fuera Señor y no Padre, podríamos pensar que estamos ante alguien tan abrumador que su sola consideración nos dejaría sin aliento. Pero al contemplar los dos nombres a la vez, tenemos una descripción perfecta de Dios, en su faceta íntima y en su faceta eminente.

De esos dos nombres se desprende que sus designios son como él es. Bondadosos y grandiosos. Benevolentes y soberanos.

Jesús afirma que hay un doble designio en Dios. Un designio por el que esconde y un designio por el que revela. A unos les esconde el conocimiento que da vida eterna y a otros se lo otorga. Y en ese doble designio está el derecho que Dios se reserva de admitir en su casa a quienes él quiere. En ese doble designio se puede captar por un lado la justicia de Dios y por otro la gracia de Dios. La justicia, al esconder la salvación a aquellos que son sabios en su propia opinión, que están llenos de sus propios argumentos y piensan de sí mismos que nada necesitan. Se las dan de sabios, aunque en realidad son necios. Es justo que Dios esconda de los sabios en su propia opinión el verdadero conocimiento, que por otra parte ellos mismos no quieren recibir. Lo desechan como algo despreciable, lo rechazan como algo sin valor. Por tanto, el juicio de Dios se manifiesta negándoles que puedan descubrir el verdadero valor de ese conocimiento. Así es abatida la altivez del soberbio.

Sin embargo, Dios se complace en otorgar ese conocimiento a los niños. Los niños aquí son figura de los humildes, de los que reconocen su ignorancia, de los que admiten su necesidad, de los que buscan la luz; de los que han desesperado de sí mismos. A estos, Dios les concede su bendición. Y aquí la gracia brilla en todo su esplendor. Una gracia soberana, que Dios ejerce en su benevolencia.

Estos dos designios, el de la justicia, negando a los altivos el conocimiento salvador, y el de la gracia, concediéndoselo a los humildes, son fruto de la complacencia de Dios en hacer las cosas conforme a su voluntad. Sí, definitivamente Dios se ha reservado el derecho de admisión. La pregunta es en qué grupo estás tú. Si en el de los sabios en su propia opinión o en el de los niños. De eso depende tu futuro, aquí y allá.

i Mateo 11:25

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