Jonathan Edwards: vida y curiosidades de un teólogo tamaño Everest
Jonathan Edwards (1703-1758) fue un predicador de la época colonial del siglo XVIII, un catalizador de uno de los mayores avivamientos de la historia y el teólogo más brillante de Norteamérica.
15 DE JUNIO DE 2024 · 22:00
Un solo sermón encasilla a este predicador calvinista del siglo XVIII en Norteamérica: Pecadores en manos de un Dios airado.
Un público indiferente escuchaba su lectura en pleno verano, 1741. Pero a medida que avanzaba comedidamente explicando Deuteronomio 32:35, «A su tiempo su pie resbalará», el ambiente empezó a cambiar. Tal fue la conmoción en Enfield, Connecticut, que no dejaron que terminara. Lloraban y se agarraban a las columnas y a los bancos. Gritaban: «¿Qué haré para ser salvo?»
De este sermón tan inquietante, hoy un clásico de literatura norteamericana, el abogado estadounidense Clarence Darrow dijo que solo lo podría haber producido «una mente perturbada o enferma» (Los puritanos, p. 509), y como tal ha quedado Jonathan Edwards en la imaginación de muchos, ignorando que, en palabras del predicador John Piper,
Conocía su cielo incluso mejor que su infierno, y su visión de la gloria era tan atractiva como su visión del juicio era repugnante.
Hoy el mundo académico reconoce en Edwards el teólogo más importante del continente norteamericano y uno de sus pensadores más influyentes.
El pastor protestante Martyn Lloyd-Jones lo asemejaba al Everest entre las grandes figuras protestantes, señalando también su «influencia avasalladora en la propia literatura de los EE. UU.» (p. 508). Entre sus 73 volúmenes, destacan títulos como Una historia de la obra de la redención, Narrativa personal, La naturaleza de la verdadera virtud o Los afectos religiosos, clasificado entre los libros más claves de la historia del cristianismo.
Pero aparte de apreciar la luz del intelecto, Edwards enfatizó el calor del Espíritu Santo y tuvo un papel determinante en el Primer Gran Despertar, un avivamiento protestante que dejaría huella permanente en la fe evangélica. Su legado, además, continuó a través de su numerosa descendencia, influyendo en el sistema educativo de Norteamérica y en movimientos de reforma social.
Juventud: curiosidad intelectual y sensibilidad espiritual
Jonathan Edwards nació en 1703 en la colonia norteamericana de Connecticut sin todas las ventajas de la madre patria, Inglaterra, hijo y nieto de pastores puritanos. Fue el quinto hijo y único varón entre diez hermanas altísimas que estaban formadas académicamente y que, junto con su padre, le prepararon para acceder a la universidad. A los seis años leía latín y a los doce, griego y hebreo.
Ya desde los ocho años mostraba sensibilidad espiritual, reuniéndose a orar con sus amigos en una cabaña secreta en el bosque. Amaba la naturaleza, y con once años escribió su primera disertación sobre la araña voladora, que perfeccionaría y publicaría de adulto. También aludiría al insecto en su sermón más famoso.
Como John Owen, el prometedor Edwards empezó la universidad —en su caso, la de Yale— con apenas trece años. Sus diarios revelan sus intereses: la Biblia; las ciencias naturales a través de científicos como Isaac Newton; y la filosofía, en particular John Locke.
Se licenció en Filosofía y Letras en 1720, el mejor de su promoción, y continuó sus estudios de teología otros dos años en New Haven, sin olvidar su interés por la ciencia. Sin embargo, a diferencia de muchos contemporáneos, su amor por ella no lo llevaría a abrazar el escepticismo o el materialismo, sino a acercarse más a Dios.
La conversión de Jonathan Edwards
Sin embargo, no todo era descubrimiento y deleite. Jonathan Edwards describiría una época de «titánicas luchas internas, terriblemente privadas y subjetivas». No estaba satisfecho con su conversión a Cristo, pero en su último año de universidad, el texto de 1 Timoteo 1:17 marcó un cambio profundo en él:
Por tanto, al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios, sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Desde ese momento empezó «a tener una nueva clase de comprensión e ideas de Cristo, y de la obra de la redención, y de la gloriosa manera de salvación por medio de Él» (J. Moreno Berrocal, Jonathan Edwards, p. 14). Empezó a saborear lo que marcaría su vida: la gloria de Dios.
Consagración, Resoluciones y dulce compañera
Jonathan Edwards sirvió primero de pastor sustituto en Nueva York; después terminó su tesis doctoral sobre la justificación por la fe; y tras otro tiempo breve en otra congregación, trabajó de tutor en la Universidad de Yale, ayudando a liderarla en un momento en el que no contaba con rector. Entre 1722 y 1723, expresó haber llegado a un punto de paz y consagración a Dios y escribió sus setenta Resoluciones: «He estado delante de Dios y me he entregado, todo lo que soy y lo que tengo, en sus manos».
Fue en este tiempo que encontró un alma gemela que comprendería sus luchas y su pasión por Dios: Sarah Pierpont. La felicidad y «unión poco común» de su matrimonio no pasaría desapercibida en los escritos de sus contemporáneos. Tuvieron ocho hijas y tres hijos.
Una congregación apagada en Northampton
Encomendado como pastor en 1727, Edwards se ocuparía de ayudar a su abuelo, el gran Solomon Stoddard, conocido como el «papa de Northampton» y entre los nativos como «el dios del hombre blanco». Aunque su congregación en Massachusetts tenía un historial de avivamientos, a estas alturas estaba espiritualmente apagada, reflejando la decadencia general de Nueva Inglaterra. Stoddard murió dos años después, dejando a Edwards como único pastor.
El madrugador Edwards dedicaba trece horas al día a estudiar. Por las tardes pasaba tiempo en familia, partía leña o montaba a caballo, y para esos momentos lejos del escritorio desarrolló una nemotécnica mediante papelitos que se enganchaba al traje para no olvidar sus pensamientos. A veces volvía con más papel que traje, obligándole a sentarse enseguida a quitar alfileres y anotar su hilo de pensamiento.
Dónde empezó todo: entre los jóvenes
A pesar de su vida mundana, los jóvenes de aquellos días acudían a la iglesia como parte de su vida social. Como predicador, Edwards no daba por sentado su salvación, lo cual condicionaba su mensaje. A finales de 1734, tras predicar sobre la justificación por la fe, Edwards escribió: «El Espíritu de Dios llegó de una manera extraordinaria y comenzó a obrar maravillosamente entre nosotros» (Berrocal, p. 18).
En seis meses, se bautizaron más del veinticinco por ciento de los jóvenes de la región, y en 1735 el avivamiento desbordó el valle, trayendo cambio y transformación —y también críticas. Estas llevaron a Edwards a estudiar minuciosamente las fases de la conversión y a publicar narrativas detallando los acontecimientos.
Al otro lado del Atlántico, el avivamiento también sacudía la sociedad de la mano de predicadores como George Whitefield, admirador y amigo de Edwards. Estando el evangelista británico de gira por las colonias, Edwards organizó que visitara Northampton. Había arrancado el Primer Gran Despertar de 1739-1740.
Polémica a raíz de los avivamientos
Los gritos, convulsiones y desvanecimientos en las reuniones provocaron un debate sobre los efectos físicos como obra del Espíritu Santo. Los radicales pensaban que nada era suficiente, que casi nadie era regenerado, mientras que los racionales argumentaban que ser cristiano era aceptar ideas y cambiar conductas.
Edwards publicó dos obras más, una sobre las señales auténticas de conversión y otra sobre distintos aspectos del avivamiento, ambas una contribución imprescindible a nivel histórico y teológico. Lloyd-Jones señala (p. 503):
Lo más sorprendente de Jonathan Edwards es su equilibrio. Debes conocer la teología, pero tu teología ha de ser una teología ardiente, con solicitud y fuego, pero también con luz. En Edwards encontramos la combinación ideal: las grandes doctrinas encendidas por el fuego del Espíritu.
En 1747 Edwards publicó su célebre libro, Los afectos religiosos. Escribe el profesor y misionero Ernesto Klassen que en sus páginas Edwards, «un genio filosófico de primer orden, altamente cultivado y bien preparado en teología racional y filosofía, redactó una defensa de la religión experimental, con una postura que unificaba la mente y el corazón» (p. 17).
De pastor reconocido a misionero en zonas remotas
La congregación de Edwards no estaba exenta de sus propios debates, en este caso en torno a la Cena del Señor. Aunque a Edwards lo respetaban en las colonias y en sitios tan lejanos como Escocia, dejó de ser popular en su iglesia de la noche a la mañana, y se empezó a restringir su actividad. Esto fue, según Lloyd Jones, «una de las cosas más sorprendentes que hayan ocurrido nunca» (p. 503):
Ahí tenemos a ese genio… poderoso predicador, ese hombre en el centro de un gran avivamiento, al que, sin embargo, su congregación le echa literalmente… ¡No te sorprendas… de lo que pueda ocurrirte en tu iglesia!
En vez de aceptar invitaciones a puestos más prestigiosos, en 1751 tras su despido Edwards se fue a servir en una iglesia en la remota Stockbridge, Massachusetts, entre las tribus de los Mohicanos, los Mohaws y los Hausatonics.
Quizá parezca un giro sorprendente, pero unos años antes Edwards había sido impactado por David Brainerd, misionero a los nativos que vivió unos meses en su casa en Northampton, muriendo allí de tuberculosis a los 29 años. Edwards publicó sus memorias en 1749 en un libro que inspiraría a William Carey, el padre de las misiones modernas, e incontables misioneros.
Durante los siete años en Stockbridge, Edwards también escribió algunas de sus obras más preciadas, como La libertad de la voluntad y La gran doctrina cristiana del pecado original, entre otras.
Muerte y legado de Jonathan Edwards
Cuando falleció su yerno Aaron Burr, progenitor del tercer vicepresidente de EE. UU., invitaron a Edwards a ocupar su puesto presidiendo la Universidad de New Jersey (más adelante, Princeton). Pero Edwards solo duraría unos meses.
Tan interesado en la ciencia como siempre, no dudó en vacunarse de la viruela en fase experimental. Pero su salud no era fuerte; Edwards enfermó y murió poco después en 1758 a los 54 años. Su última carta la dictó a su hija Lucy con un mensaje especial para Sarah, que moriría medio año después de disentería.
La lápida de Jonathan Edwards se encuentra en el cementerio de Princeton. Su influencia perdura, sin embargo, mucho más allá de su epitafio.
Los que aprecian su vida y escritos llegan a la misma conclusión: si nos quedamos con algo de Edwards, que sea con su pasión por la gloria de Dios. Como dice José Moreno Berrocal en su biografía: «Solo podemos entender a Jonathan Edwards si apreciamos que su vida es una vida entregada a comunicar la gloria de Dios» (p. 24).
Nadie lo dijo mejor que el mismo Edwards: «El disfrute de Dios es la única felicidad con la que nuestras almas pueden quedar satisfechas».
Y tú, ¿con qué te quedas de Jonathan Edwards? ¿Has leído alguno de sus escritos?
Te leemos en los comentarios, y desde la Biblioteca de Clásicos Cristianos, te invitamos a conocer el tercer tomo de la colección, que no solo incluye el sermón más famoso de Jonathan Edwards, sino también sus Setenta resoluciones y otras selecciones.
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