El Dios encarnado de José Maria Romaña

Este filósofo, teólogo, periodista y escritor, llevó una vida discreta en medio del mundo de los medios de comunicación escritos.

27 DE JULIO DE 2012 · 22:00

,
UN DESCONOCIDO POETA PERUANO La obra de José María de Romaña (Arequipa, 1924 – Lima, 2009) bien merece incluirse en lugar destacado dentro de la poesía cristiana en lengua española. Tras casi veinte años como sacerdote jesuita, abandonó la dicha orden y se casó con la sueca Ulla-Lena Benson, con quien tuvo seis hijos. Cuando alguien le preguntó si no había tardado mucho en colgar los hábitos, Romaña dijo: “Lo grave es que uno puede servir para algún trabajo y no tener vocación; eso es lo que me pasaba a mí. Me decía, esto debe ser como estar casado con una mujer maravillosa y no quererla, pero sabes que te enamorarás de ella. Y no te enamoras nunca. Y todo es tan apasionante, las casas de estudios y las bibliotecas de los jesuitas son espectaculares pero algo me faltaba, no me sentía realizado”. Cualquier peruano diría que Romaña se fue como un patriota, pues falleció un 28 de julio, Día de la Independencia. Lo cierto es que este filósofo, teólogo, periodista y escritor, llevó una vida discreta en medio del mundo de los medios de comunicación escritos: fue director de dos importantes periódicos (La Prensa y Correo), además de jefe de editorial del diario El Sol y colaborador del prestigioso semanario Caretas. Publicó un poemario titulado “En la orilla del tiempo” y dejó dos libros inéditos. Mostremos, sin mayores preámbulos, dos excelentes poemas de Romaña. Él nunca apagó su fe por el Dios que se hizo carne, por el Cristo que le sigue acompañando por los reinos esenciales. Anotemos su nombre, pues estos dos poemas presentados bien merecen estar en cualquier antología de poesía dedicada a lo Sagrado. ENCARNACIÓN Así, mejor así, de carne y hueso. Limitado, abarcable. Materia, llanto y risa, tiempo y número. Así, mejor así. Te adoro, Dios de los espacios blancos, eterno, eterno, eterno. Así te quiero, así tienes que ser. Ultima playa sola y absoluta al fin de mis naufragios y mis noches. Pero ¿sabes, mi Dios?, soy muy pequeño. Al levantar mi frente sólo veo un infinito cero. En esa curva azul mi alma adivina tu abrazo en que me estrechas con tus mundos. Pero es tan grande y tan distante... Dios, no te enojes conmigo. Tenía que decirte lo que siento, y aunque no lo dijera, Tú lo sabes. Escúchame, eres Dios y yo soy polvo. Tú me hiciste y conoces cómo soy. Sabes que sólo puedo amar con toda el alma lo que entiendo. Y a Ti, mi Dios, no sé... Tú me comprendes... Me da vértigo y ardo en tu presencia. Sólo soy una brizna pensante, amante, frágil y sufriente entre la polvareda silenciosa de estrellas, que levantas con tu paso. Para amarte, así, mejor así, perdido entre mis manos como yo entre las tuyas infinitas. Así, de carne y hueso. Materia, llanto y risa, tiempo, número, entre crujir de pajas, dócil vaho caliente y dos manos fragantes de mujer. Y poderte besar, y poderte dormir, ¡y poderte matar. Oh Dios de carne! Y poderte decir -noche de maravilla y de locura-: “No llores, Dios pequeño, que aquí viene mamá... No llores, hay juguetes: oro de rey, una estrellita blanca y el corazón de todos estos hombres”. Así, mejor así, de carne y hueso. ¡Oh, por algo será si Tú lo has hecho! SEÑOR, YA LA TARDE SE APAGA Señor, ya la tarde se apaga y las calles del cielo y la tierra se encienden y tiemblan. Hasta mañana, Señor, hasta mi insomnio primero, o, quien sabe, hasta la puerta de tu casa. Aquí tienes, Señor, mi poquito de ceniza diaria. Soy brasa de tu incensario. Hay algo que ha muerto hoy en mí. Te lo ofrezco, Señor. La sangre que ha quemado en mí tu servicio. Las limaduras arrancadas de mis irreducibles ilusiones humanas, erizadas en frente de las tuyas. La espuma cansada que baña el freno de mi rebelde corcel quemado en los caminos de tu ley. Señor, tu lámpara roja tiene menos fulgor. En mi lámpara también falta ahora su poco de aceite gastado en la lucha. Al arrodillarme con la frente en las manos pesadas y tibias, siento un gozo infinito, el gozo tranquilo de un lento morirse que en sí lleva gérmenes de resurrección, el gozo de irme gastando desangrándome a gotas por Ti. En cada jornada que dejo queda ondeando como una bandera de amor un jirón de mi vida. Que María los vaya cosiendo jirón a jirón para que te abrigue con ellos en la noche fría de aquel veinticinco. Y cuando yo muera, Señor, ponlos como una gran vela en mi pobre navío de muerte y que todo navío y velamen, inefablemente se vayan hundiendo en el mar abierto de tu corazón. Así sea, Señor.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - POR EL ÚLTIMO ADÁN - El Dios encarnado de José Maria Romaña