¿Se hereda la conducta?

Aquellos que hemos creído en Jesucristo como nuestro salvador personal, estamos llamados a esa clase de madurez espiritual que nos permita tener los sentidos ejercitados para discernir el bien del mal.

05 DE AGOSTO DE 2017 · 21:55

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Durante más de veinte años, estuve trabajando junto a dos profesores amigos que eran hermanos gemelos.

Yo enseñaba biología y ellos, dibujo y tecnología, respectivamente en el mismo instituto. Por supuesto, se parecían mucho entre sí. No sólo físicamente sino también en la manera de expresarse, en ciertos gestos así como también en su sentido del humor y forma de reír.

A nadie se le escapa que los gemelos, sobre todo aquellos que son idénticos (univitelinos), constituyen una buena base para estudiar el papel que puede tener la herencia en la conducta del ser humano.

Son numerosos los estudios que se han venido realizando al respecto. ¿Qué conclusión se puede sacar de ellos? ¿Hay evidencia real de que el comportamiento y ciertas características de la personalidad sean heredables? ¿Es posible evaluar la función de los genes y del ambiente en aspectos humanos tan complejos como por ejemplo la inteligencia, agresividad, preferencia sexual o la propia espiritualidad?

Quienes han tenido la oportunidad de conocer bien a gemelos idénticos saben que, por mucho que se parezcan entre sí, suelen diferir en cuanto a sus personalidades. Cada uno posee su propio carácter.

De ahí que, durante siglos se les haya estudiado intentando medir cosas como la capacidad cognitiva, extroversión, simpatía, laboriosidad, apertura, tendencia al conservadurismo, neurosis o rebeldía.

Hasta el presente, ninguna de estas investigaciones había relacionado tales características con alguna base molecular real, por lo que resultaban poco precisas. Sin embargo hoy, gracias a la creciente comprensión del funcionamiento del genoma humano, se sospecha que la herencia es importante en muchas de estas características de la personalidad.

Ciertos detalles moleculares de los mecanismos hereditarios se están empezando a descubrir y la definición genética de algunas conductas humanas ya se está dando. Quizás debamos empezar a acostumbrarnos y a reflexionar acerca de esta relación entre herencia, medio ambiente, temperamento y conducta.

Los neurotransmisores son sustancias que transmiten los impulsos nerviosos en las sinapsis, o sea entre las neuronas del cerebro y demás órganos del encéfalo.

Pues bien, se sabe, por ejemplo, que determinadas variantes de un receptor del neurotransmisor dopamina están relacionadas con la tendencia a la búsqueda de novedades por parte de las personas.

Otra variante en un transportador para el neurotransmisor serotonina, se asocia con la ansiedad y con el hecho de sufrir depresión después de algún acontecimiento muy estresante. Esto indicaría una clara interacción entre genes y ambiente.

En relación con el debatido asunto sobre la base genética de la homosexualidad, el doctor Francis S. Collins -padre del Proyecto Genoma Humano- manifestó que “la probabilidad de que los gemelos idénticos de un hombre homosexual también sean homosexuales es de cerca del 20 por ciento (comparado con el 2 a 4 por ciento de los hombres en la población en general), lo que indica que la orientación sexual se ve genéticamente influenciada, pero no que esté integrada en el ADN, y que los genes que estén involucrados representan predisposición, no predeterminación”.1

Es decir, que no existe el famoso gen gay o de la homosexualidad que determinaría inexorablemente a quienes lo tuvieran para manifestar dicha tendencia. Lo que probablemente hay es una conjunción entre algunos factores genéticos y ciertas situaciones ambientales negativas en el momento de la gestación, que pudieran acabar provocando tales tendencias sexuales en algunos embriones. Ni siquiera en todos.

No se trata, pues, de un determinismo genético como pretenden algunos. Dicha predisposición génica puede manifestarse o no, siempre en función de la epigenética. Es decir, en la forma en que los genes pueden ser activados o desactivados por factores ambientales externos.

De manera que dos hermanos, con la misma predisposición genética, uno podría llegar a desarrollar tendencias homosexuales mientras que el otro no, según las particulares influencias del ambiente que hubiera experimentado cada uno.

En cuanto a la inteligencia puede decirse lo mismo. Los numerosos estudios y exámenes realizados para medir el Coeficiente de Inteligencia (CI) de las personas ponen de manifiesto que realmente existe un fuerte componente hereditario.

Lo cual tampoco contradice al sentido común ya que de padres inteligentes es lógico que nazcan hijos que también lo sean. Aunque, por supuesto, como todo el mundo sabe, puede haber excepciones en ambas direcciones.

En el año 2004, unos investigadores de la Universidad de Barcelona demostraron que, en general, los niños catalanes eran un 15% más inteligentes que los niños de hace treinta años.

El principal motivo de dicho incremento era la mejora nutricional y, en segundo lugar, los estímulos educativos. ¿Cómo puede la alimentación y la educación mejorar la inteligencia que, además, viene influenciada por los genes que cada cual recibe al nacer?

La inteligencia depende del cerebro, que es un órgano formado entre otras cosas por múltiples neuronas interconectadas, que funcionan gracias a ciertos programas genéticos.

Cada persona puede tener más o menos neuronas, poco o muy conectadas entre sí, y que funcionen a una mayor o menor velocidad. Además, en todo esto influye la alimentación y la educación recibida (conocimientos, afecto, estímulos culturales, creencias, etc.).

Entonces, si buena parte de nuestra inteligencia depende de la herencia, alimentación y educación que hemos recibido, ¿hasta qué punto somos responsables de nuestros éxitos o fracasos en la vida? Esta cuestión recuerda el juego del póquer. Uno no es responsable de las cartas que recibe, o que le tocan, pero sí de cómo las juega.

Hubo una época en la que se habló mucho del gen de la criminalidad y se corroboró que, en efecto, nacían más hijos que delinquían de padres criminales que de quienes no lo eran, así como también de la influencia que el ambiente social tenía en todo esto.

Se sabe desde hace muchos años que los hombres son más violentos que las mujeres. Ciertos genes presentes en el cromosoma sexual Y son los responsables de que seamos un 16% más agresivos que ellas.

A pesar de todo, ningún juez suele tener esto en cuenta a la hora de juzgar los casos de violencia de género, ni es algo que, a pesar de su incuestionable gravedad, vaya a acabar con la sociedad humana.

Un estudio realizado en un clan familiar de los Países Bajos reveló que ciertas conductas antisociales y criminales de varios varones pertenecientes a dicha familia podían estar relacionadas con una mutación producida en el gen MAO-A del cromosoma X.

Aunque hubo muchas excepciones, no todos los hombres portadores de dicha mutación delinquían, solamente lo hacían aquellos que de niños habían sido maltratados o abusados. Es decir, otro posible ejemplo de interacción entre los genes y el ambiente.

Por último está el asunto de la espiritualidad humana. ¿Hay algún gen que la determine? En su libro El gen de Dios,2 Dean Hamer, proponía la existencia de cierto gen que codificaba un transportador de monoamina, una proteína que controla la cantidad de sustancias químicas que emiten señales en el cerebro, como el responsable principal de la espiritualidad.

Sin embargo, en una crítica irónica posterior a este trabajo, aparecida en la revista Scientific American, se decía que Hamer había sido demasiado optimista y que un título más apropiado para su libro, podría haber sido el siguiente: “Gen responsable de menos del 1% de la variación encontrada en puntuaciones de un cuestionario psicológico diseñado para medir el factor llamado autotrascendencia, que puede significar cualquier cosa, desde pertenecer a un partido ecologista hasta creer en el poder extrasensorial, conforme a un estudio no publicado y no reproducible”.3

Un título bastante largo pero que reflejaba bien lo que se argumentaba en el libro. En mi opinión, no hay ningún gen de Dios que determine a nadie a creer o a ser agnóstico.

En resumen, ¿somos o no responsables de nuestro comportamiento? Es evidente que hay componentes hereditarios en la conducta humana. Seguramente poco a poco se irán descubriendo más genes implicados en ella, así como en la personalidad de cada cual.

Pero estos componentes del ADN nunca serán predictivos ni determinantes. Es el medio ambiente, en el que se gesta y crece la persona, así como las elecciones libres que realiza cada uno a lo largo de su vida, quienes ejercen un profundo efecto sobre cada criatura humana.

Es verdad que nacemos con unos determinados cromosomas repletos de instrucciones, pero la forma en que se manifiesten depende de nosotros y de nuestras particulares circunstancias. Por lo tanto, el ser humano es responsable de su conducta y no puede excusarse apelando a ningún determinismo de los genes.

Tal como escribió el apóstol Pablo, la conciencia humana acusa o defiende el comportamiento de cada persona (Rom. 2: 14-15).

Hay algo en nuestro interior que nos dice si aquello que estamos haciendo es bueno o malo y, por tanto, somos responsables delante de Dios y de las leyes humanas. No obstante, también el mismo Pablo entendía que algunos hombres podían tener cauterizada la conciencia y no reconocer sus malas acciones (1 Tim. 4: 2).

Al tener entenebrecido el conocimiento, se les endurecía el corazón, perdían la sensibilidad y vivían vidas de desenfreno e inmoralidad (Ef. 4: 18-19).

Por el contrario, aquellos que hemos creído en Jesucristo como nuestro salvador personal, estamos llamados a esa clase de madurez espiritual que nos permita tener los sentidos ejercitados para discernir el bien del mal (Heb. 5: 12-14).

No debemos conformarnos a las costumbres pecaminosas de la sociedad sino que tenemos que transformar nuestro entendimiento continuamente, buscando siempre la voluntad de Dios en nuestra vida.

1 Collins, F. S., 2007, ¿Cómo habla Dios?, Planeta, Madrid, p. 278.

2 Hamer, D., 2006, El gen de Dios, La Esfera de los Libros, Madrid, p. 27.

3 Collins, F. S., op. cit,. p. 281.

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