Juicio sobre la carta y conversión del P. Aguas

En 1871, tras tres años estudiando la Biblia y libros de autores protestantes, el sacerdote Manuel Aguas decide escribir una carta al superior de su orden de los dominicos. Expone su abandono del romanismo para ir como pastor a una congregación evangélica de México

20 DE MAYO DE 2017 · 16:00

,Manuel Aguas

La investigación histórica acerca del protestantismo mexicano del siglo XIX puede hacerse desde distintos ángulos. Uno es partiendo de quienes se convirtieron a la fe evangélica y la exposición de motivos que legaron en forma escrita. Otro ángulo es el de quienes consideraban un despropósito dejar el catolicismo romano y en su lugar adoptar una creencia exótica y peligrosa para la identidad nacional. Otra mirada es la de observadores externos que toman partido por los conversos o a favor de la confesión religiosa tradicional.

Tras un proceso de tres años en el que lee a profundidad la Biblia, a la vez que folletería y libros de autores protestantes, el sacerdote Manuel Aguas decide escribir en abril de 1871 una carta al superior de la orden a la que pertenecía, la de los dominicos. La misiva en la cual expone a Nicolás Arias su abandono de lo que llama el romanismo para comenzar ministerio pastoral en la Iglesia de Jesús, congregación evangélica en la ciudad de México, alcanzó notoriedad porque Aguas la entregó también al diario El Monitor Republicano, que la incluyó en la edición del 26 de abril de 1871, pp. 2-3. De esta publicación la retomaron otros diarios y la reprodujeron en distintas partes del país. Su difusión creció porque también se imprimió como tratado.

La carta del ex sacerdote católico romano levantó polémicas en la prensa de la época. Una de las voces más críticas fue la de Juan Nepomuceno Enríquez Orestes, quien diez años antes de la misiva de Aguas fue señalado por el principal teólogo católico mexicano (Javier Aguilar de Bustamante) de promover el protestantismo en la nación mexicana. Enríquez Orestes formó parte de los Padres Constitucionalistas, clérigos que estuvieron de acuerdo y promovieron la Constitución liberal de 1857. Los mencionados sacerdotes conformaron un movimiento para crear la Iglesia Católica Apostólica Mexicana, posteriormente establecieron contactos con la Iglesia Episcopal de Estados Unidos, a la que solicitaron apoyo para su movimiento.

Enríquez Orestes salió de México a principios de 1865 y tuvo estrecho contacto con los episcopales. Regresó a finales de 1867 a México y junto con otros Padres Constitucionalistas permaneció en silencio, sin ejercer su ministerio sacerdotal romano. Decidió hacer acto de presencia pública cuando conoció la carta de conversión de Manuel Aguas. Lo hizo tanto, así lo dice, por motivos de conciencia como para deslindarse de ser, o haber sido, protestante: “No debía yo ser el primero en refutar sus extravíos [los de Aguas], ni tengo empeño en hacerlo mas que por un deber de conciencia que me impele a emitir mi humilde opinión acerca de esto; así por el conocimiento y contacto que he tenido con las personas y cosas que en ello se versan, como por destruir el error que vulgarmente se ha tenido de que yo haya pertenecido a alguna de las sectas de Lutero”.

A continuación reproduzco Juicio sobre la carta y conversión del P. Aguas, Imprenta de F. Díaz de León y Santiago White, México, 1871.

 

ARTÍCULO I

Todas las cosas tienen su tiempo: hay tiempo de callar, y tiempo de hablar (Eclesiastés 3:1 y 7.)

 

Juicio sobre la carta y conversión del P. Aguas

Once años ha que en esta capital, en unión de otros clérigos liberales, proclamé con todo mi afecto, con regocijo y satisfacción de mi alma, la Constitución de 1857 y las leyes de Reforma; lo que hice, así porque soy liberal por convicción, como porque veía consignadas en ellas la expresa voluntad de los pueblos y las más amplias garantías para todos los ciudadanos.

En el púlpito y en la tribuna, en los cuarteles y en los campamentos, en la prensa de esta ciudad y en la de Puebla, prediqué con entusiasmo a las masas del pueblo, el amor a la patria, el amor a la libertad, la obediencia a la ley; que la observancia de esas grandes virtudes del hombre civilizado no se oponían en manera alguna a las virtudes cristianas, al espíritu conciliador, ni a las prácticas religiosas del verdadero catolicismo; y que por esto, todos, sin excepción, debíamos defender la independencia de nuestro suelo con la vida, con los intereses, con la inteligencia.

En aquella época aparecí como un sistemático furibundo en las cuestiones político-religiosas: combatí y fui combatido fuertemente, fui insultado y amenazado muchas veces por el vulgo, fui el escándalo del clero y de todas las gentes preocupadas que me veían con horrible admiración; pero mi conciencia tranquila por el cumplimiento de un deber sagrado, no se alarmaba por esos alborotos, ni por ellos, como sacerdote, dejó de ejercer el ministerio católico con la devoción y acatamiento debidos, siempre que lo creí conveniente en mis peligrosas expediciones.

El respeto a la ley, la lealtad a la patria, engendraron en mi corazón no sólo un amor ardiente, sino una pasión llevada hasta el fanatismo, pero una pasión que, si no es digna de elogio, es al menos disculpable por la nobleza de sus causas.

Hoy ha quedado perfectamente demostrado que ni el partido republicano ni los eclesiásticos constitucionales nos equivocamos en nuestros proyectos, ni vimos burlados nuestros afanes y propósitos. El gobierno transitorio del infortunado archiduque Maximiliano de Austria, sancionó e hizo ejecutar con celo esas mismas leyes republicanas tan reprobadas antes por los amigos del Imperio. Sin que por esto se llegase a dudar de las creencias ortodoxas del príncipe.

Desde entonces fue acogido por toda la Nación el Código que hoy nos rige; las garantías de que gozan los ministros de la Iglesia Católica, y los de cualquiera otra que se establezca en el país, provienen del espíritu de la sabia Constitución de 1857; la vuelta del señor Arzobispo metropolitano y del Sr. Obispo Ormachea, concedida por el C. Presidente de la República está fundada en los principios constitucionales.

¿Quién podría por esto, censurar la conducta generosa del Sr. Juárez? ¿Quién se atreverá a calificar tal medida de arbitraria y opuesta al orden público? Nadie por cierto. Los clérigos liberales, amantes de la tolerancia, deseosos de la paz y de la unión de los mexicanos, somos los primeros en aplaudir ese acto de laudable clemencia.

Vuelto a mi país a fines de [18]67, después de mi emigración al extranjero, de común acuerdo todos los eclesiásticos reformistas, entramos en un profundo silencio y retraimiento, siguiendo la política conciliadora del gobierno, procurando así coadyuvar al restablecimiento de la paz; tempus tacendi: era tiempo de callar, y callamos; pero ahogando en el fondo de nuestros corazones mil quejas sobrellevando resignados una situación harto difícil y plagada de privaciones para permanecer dignos; por nuestra parte no se conservó la menor chispa de discordia civil ni religiosa.

Por los esfuerzos poderos de toda la Nación, ha sido reconquistada nuestra independencia y libertad; esto ha dejado tranquila la conciencia de los pueblos y satisfechos sus deseos; nuestros adversarios han quedado vencidos, agobiados por el infortunio. Pero nosotros los liberales, que predicamos los principios de fraternidad y tolerancia, debemos ver en nuestros contrarios unos mexicanos que son nuestros hermanos, y ya que con ellos no podemos llorar sus faltas y errores, debemos, sí, compadecer sus desgracias.

Esta conducta generosa y magnánima ha desempeñado la representación nacional con su ley de amnistía, por la que todos los mexicanos han vuelto al goce de sus derechos constitucionales: con esa indulgencia han terminado los odios y dicterios, prometiendo una época de paz y de ventura.

Hoy, que algunos clérigos mexicanos, sin el conocimiento de lo que es el patriotismo, incautamente subordinados a unos extranjeros, tratan d extraviar las creencias de los católicos ignorantes o inadvertidos, poniendo en juego fábulas y ficciones sin ingenio, ha vuelto para mí el tiempo de hablar: tempus loquendi.

La carta impremeditada del padre dominico Manuel Aguas, me hace romper el silencio a que me había sometido. No debía yo ser el primero en refutar sus extravíos, ni tengo empeño en hacerlo mas que por un deber de conciencia que me impele a emitir mi humilde opinión acerca de esto; así por el conocimiento y contacto que he tenido con las personas y cosas que en ello se versan, como por destruir el error que vulgarmente se ha tenido de que yo haya pertenecido a alguna de las sectas de Lutero.

No sirvo a los católicos ni a los protestantes; no conservo ningunas relaciones con los primeros, y sí con los segundos, entre quienes tengo amigos a quienes profeso estimación y cariño. Pero ni el influjo de esas afectuosas amistades, ni el reconocimiento a las consideraciones y servicios prodigados por ellas, ni el leal aprecio con que, como tolerante, he sabido corresponderlas, me han inclinado jamás a abrazar alguno de los diversos símbolos del protestantismo: porque no he tenido para ello convicción ni conciencia; porque la conciencia no se puede vender ni traicionar por ningún interés, por ninguna pasión; porque no quise explotar a esos amigos que tanto me estimaron.

Con tales antecedentes, las personas sensatas o imparciales verán que obro con fundamento y sanas intenciones al manifestar la verdad de las cosas, sin que por esto pretenda contener los avances del protestantismo ni de cualquier otra religión; porque respeto las creencias de todos los hombres, sino evitar el engaño de los ignorantes.

En esta primera parte me ocuparé de la carta del Sr. Aguas, y de probar que en su tránsito a ese protestantismo informe, confuso y desconocido por él, no es ni pude ser de buena fe. En las otras recopilaré los episodios de mi vida en la contienda político-religiosa del pasado, que son más análogos al objeto, desde el año 1861 hasta el presente, así en mi país como en el extranjero; para que en vista de todos esos datos, de todos esos hechos públicos, comparados con los del pasado y presente del R. P. Aguas, juzgue la Nación quién de los dos se ha portado con rectitud y justificación, y quién, por lo mismo, con conocimiento de causa, podrá decir la verdad en la cuestión presente.

Cualquiera que haya leído la citada carta, habrá notado una marcada incoherencia de ideas en que abunda toda ella: se advierte luego la incertidumbre, la inquietud, la vacilación del hombre desorientado que con paso trémulo camina por una senda desconocida y peligrosa; conceptos vagos, razones débiles e inoportunas, vulgares inexactitudes, forman la tela de ese tenebroso documento. Si se interesara ver al autor por el prisma de su carta, sería preciso negarle un mediano talento o instrucción, buena fe, y aun sentido común; pero no, ese desorden y confusión de ideas son efecto de su extravío.

La sustancia de esa carta se concreta a estos puntos: primero, la causa de su conversión; segundo, su conversión le trajo la idea de salvarse; tercero, para salvarse abraza la religión de la Biblia; cuarto, la invención calumniosa e infamante del diálogo entre el confesor y el penitente.

 

PUNTO I

LA CAUSA DE SU CONVERSIÓN

Contestando a su prelado el Sr. Arias, dice, con ligereza, que es protestante, aunque esto lo repugne su conciencia, sin que, antes ni ahora haya sabido lo que es el protestantismo bajo alguna de sus formas. Asegura que toda su vida había profesado la religión de Roma, porque había creído que era la verdadera; pero que a la lectura de unos cuadernitos, debe, a su pesar, haber conocido que “sin embargo de sus profundos estudios en filosofía y teología, y de haber enseñado esas facultades”, nada sabía acerca de la religión verdadera. ¡Confesión vergonzosa, ficción mezquina, capaz de hacer ruborizar a un estudiante bisoño, a un lógico de sabatina!

Si en efecto el Sr. Aguas hizo tales estudios, si ellos le dejaron los vastos conocimientos que comunican, más le hubiera convenido omitir su deferencia; porque así su apostasía sería algo disculpable, menos ignominiosa, más creíble. Es sumamente lamentable que sus tareas literarias hayan sido tan estériles, que le han dejado inerme, indefenso para resistir a las triviales paradojas de la propaganda bíblica.

¿Podrá suponerse que su cerebro haya sido tan refractario al fuego de las ciencias, que no le hayan quedado vestigios de su curso? ¿Cómo, con el tesoro de tales luces, con la fuerza de la argumentación, con el auxilio de tantos elementos, como un soldado se ha rendido sin combatir al primer ataque del enemigo?

 El filósofo ingenioso, el teólogo perspicaz, el sacerdote concienzudo, el fraile contemplativo, aparece repentinamente embaucado como un aldeano candoroso, como un niño inexperto, irreflexivo, con las vulgares paparruchas del protestantismo.

Si el P. Aguas fundara su extravío en la lectura irreflexiva de la historia de los Papas o de la Inquisición, escrita por adversarios del catolicismo; en la lectura de las obras de Voltaire o de Rousseau, de Lutero o de Calvino, de los grandes filósofos o materialistas que abundan en argumentación, en astucia, en elocuencia y en sofismas que deslumbran, sería digno de compasión y de disculpa; pero atribuir ese triunfo a una pamplina de folleto, es más que inexacto, ridículo y servil.

Por dignidad, por decoro, el Sr. Aguas debía desmentir el pretexto de su conversión, y exponer con franqueza la verdadera causa que ya todos conocen.

¿Sabéis lo que son esos folletitos? Consejas muy vulgares, leyendas sin lógica ni sentido que no instruyen al ignorante, ni previenen al hombre honrado que ama sus creencias. Leedlos uno a uno si queréis, para que os forméis idea de lo que es el protestantismo: no, no temáis la persuasiva de esos escritores con quienes se ha identificado el P. Aguas; leed también la Biblia sin notas o con ellas, y os aseguro que permaneceréis tan católicos como antes.

Millones de Biblias y folletos se han repartido en toda la República, de diez años acá, pero sin éxito; porque entre la gente sensata no han conquistado ni el uno al millar, y entre los incautos ni el uno por ciento. Es verdad que algunos católicos débiles o dudosos se han aliado a la llamada Iglesia Evangélica, pero es sin conocimiento de causa, que lo conozcan, y veremos si perseveran: asistid al salón de Letrán y a San José de Gracia, y os iréis convenciendo de lo que os digo; pero asistid con el respeto y el acatamiento que se debe al lugar donde se hace oración a Dios, aunque sea con error, a esto nos obliga la ley y el Evangelio.

 

PUNTO II

SU CONVERSIÓN LE TRAJO LA IDEA DE SALVARSE

En el estudio de las bases del protestantismo, dice el padre Aguas que ha invocado al Espíritu Santo por medio de la oración, puesto que se trataba del gran negocio de su salvación.

Esto mismo decía Lutero, víctima de sus desenfrenadas pasiones, para fascinar a sus adeptos; esto mismo dice el que trata de engañarse y de engañar a los demás trastornando su conciencia. Pero reflexionemos un poco, investiguemos.

¿En qué se había ocupado el austero cenobita allá en el retiro silencioso del claustro, donde sistemáticamente se hacía oración, se invocaba al Espíritu Santo y se meditaba en las grandes postrimerías del hombre? ¿Será, pues, creíble, que ni en el tiempo precioso del noviciado, ni en sus largos años de ascetismo, entre una muchedumbre de religiosos desengañados del mundo, contritos y llorosos, consagrados al negocio de su salvación y la de los fieles, sólo al infortunado Aguas jamás le hubiese ocurrido fijarse en ese gran negocio, único, principalísimo del monje?

¿Pues qué, esa vida de satisfactoria expiación, de votos y austeridades, de privaciones y penitencias, de oraciones fervientes y profundas contemplaciones en la pasión de Jesucristo, y en la eternidad, sólo para él, como un ente exótico en la religión, sería una frecuente orgía, donde se deslizaban sus días en la disipación bajo la atmósfera crapulosa que no le permitía ocuparse del gran negocio de su salvación? Y, si en todo ese tiempo, a la vista de tantos ejemplos, con el recurso de tantos elementos, no imploró ni obtuvo la gracia del Espíritu Santo para encargarse de su salvación, ¿cómo puede creerse que en esa nueva religión confusa, indeterminada y desconocida para él, pueda ocuparse sinceramente, con alguna esperanza, de un negocio que ha tenido tan olvidado?

De manera que el desgraciado cenobita, en el seno de la Iglesia católica, había estado como el profeta Jonás en el fondo del navío a la hora de la tempestad, aletargado en el pesado sueño de la ignorancia y olvido de su único fin; hasta que un libelillo evangélico, como la voz del piloto, le vino a sacar del marasmo: Quid iu sopore de primeris? 

Pero recuerde el Sr. Aguas que este sueño ha sido el sueño más grato de toda su vida; nacido desde la tierna infancia, alimentado por la fe con el entusiasmo de la juventud, acariciado por el amor al sacerdocio con fruiciones celestiales, confirmado con regocijo por los votos y la clausura.

 

Tengo la intención de continuar la semana próxima con la segunda parte de lo escrito por Enríquez Orestes, a la vez que proporcionar más datos acerca del personaje.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Kairós y Cronos - Juicio sobre la carta y conversión del P. Aguas