Dios o la Ciencia: un falso dilema

Ambas proposiciones sobre la realidad, tanto la del naturalismo como la del teísmo, requieren necesariamente de la fe y no pueden ser verificadas mediante la evidencia.

24 DE JULIO DE 2016 · 07:20

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Era una mañana soleada como casi todas las demás de aquel mes de abril de 1967. Los jóvenes estudiantes de bachillerato acabábamos de tomar asiento en nuestros correspondientes pupitres, después del habitual barullo que se formaba entre clase y clase.

El profesor de literatura de aquel desaparecido instituto Arrahona -situado entre las ciudades de Terrassa y Sabadell- caminaba pausadamente por el pasillo, en dirección al aula en la que le esperábamos una treintena de alumnos adolescentes. Con la misma parsimonia de cada día, se sentó en el sillón negro que había sobre la tarima de madera.

Dejó sus libros en la mesa y nos miró a todos fijamente hasta que el silencio se apoderó de la estancia. Un suave olor a retama se colaba por las ventanas abiertas de par en par inundándonos los pulmones. Abrió la boca para anunciarnos el tema que explicaría. Según el programa previsto, aquel día tocaba estudiar una obra singular de la literatura universal. Ni más ni menos que la Biblia.

Al oír el título, me dio un vuelco el corazón. A mis quince años, ya estaba bastante familiarizado con dicho libro. Había escudriñado y comentado muchos de sus pasajes en numerosas ocasiones a los jóvenes de la iglesia evangélica Bethel de Terrassa y también en las reuniones de oración. De manera que mis oídos escuchaban, quizás con más atención que nunca, las palabras pronunciadas por el profesor. Todo iba bien hasta que el docente nos dio su opinión personal. Dijo que él pensaba que se trataba de una gran obra de la literatura religiosa antigua pero que no había que entenderla necesariamente como inspirada por Dios ya que contenía numerosos errores. Al escuchar esta frase, noté como si se me encogiera el estómago y aumentara la presión sanguínea. Sensación que fue creciendo a medida que evolucionaba su discurso.

Por fin llegó ese tiempo en el que se nos permitía a los alumnos formular cuestiones. Levanté rápidamente la mano derecha, a la vez que notaba con intensidad los fuertes latidos de mi corazón. Y, después de tragar saliva, sólo le hice una breve pregunta: “Profesor, ¿ha leído usted la Biblia?…” No recuerdo que el silencio y la expectación en aquella clase hubieran sido antes tan profundos como durante los breves segundos que siguieron a mi pregunta. Sentía todos los ojos de mis compañeros clavados en mí. Pero pronto empezaron a dirigirse también hacia el profesor, quien comenzó a enrojecer poco a poco ante aquella inesperada y comprometida situación.

Después de una expectante pausa, seguida por una leve tos nerviosa, dio una respuesta que estoy seguro que nadie se esperaba. “Yo no he leído la Biblia -dijo- pero he leído otros libros que hablan de ella y también tengo amigos que sí la han leído y me la han comentado”. Aquellas palabras sembraron un cierto aire de decepción en el ambiente estudiantil.

Era la confesión pública de que nuestro profesor de literatura no conocía de primera mano el texto bíblico sino sólo a través de la opinión de otros. Por tanto, su concepción de la misma no era personal. Por desgracia, años después he podido comprobar que aquella misma actitud se repite con frecuencia en muchas otras personas. La Biblia ha sido objeto de numerosos prejuicios, críticas y tópicos por parte de quienes, en demasiadas ocasiones, ni siquiera la leyeron.

Han transcurrido casi cincuenta años desde aquella época, marcada en España por la imposición del nacional-catolicismo, pero el ambiente en las aulas de bachillerato y en las universitarias, en relación a la fe cristiana, no ha mejorado ni mucho menos con la democracia, más bien ha empeorado significativamente.

Hoy son legión los profesores ateos o agnósticos que aprovechan la preeminencia que les otorga su situación académica para burlarse del teísmo o ridiculizar, siempre que tienen oportunidad, a aquellos alumnos que se manifiestan creyentes y aceptan la Escritura como palabra de Dios.

De ahí que la defensa del cristianismo en el ámbito del pensamiento, la ciencia y la cultura siga siendo en la actualidad una de las prioridades fundamentales para las iglesias. Hoy, quizás más que en otras épocas, los cristianos debemos prepararnos para presentar defensa razonada de nuestra fe. La apologética es una materia necesaria que evoluciona con los tiempos y exige de nosotros un estudio permanente.

En este sentido, una objeción común que suele darse en nuestros días -no sólo en ambientes docentes, aunque sobre todo en ellos- es aquella que afirma que como la ciencia es la única fuente de conocimiento verdadero y Dios no puede ser detectado por la misma, por lo tanto, Él no existe. Si además esto lo dice con aparente seguridad un profesor de biología, matemáticas o química, muchos estudiantes suponen que la autoridad que evalúa sus exámenes y les instruye en ciencias debe estar en lo cierto también cuando pontifica acerca de la existencia de Dios.

La situación es como la de aquel joven e inexperto David, con su titubeante fe, que se enfrenta al poderoso Goliat, cuya mente está repleta de un montón de filosofías ateas bien estudiadas. Ante semejante realidad, el temor a quedarse sin argumentos puede apoderarse del muchacho cristiano. Sin embargo, no hay que olvidar el desenlace de aquella historia del Antiguo Testamento. Lo cierto es que no se requiere ninguna licenciatura o doctorado en ciencias para responder adecuadamente a quienes presentan supuestas objeciones a la fe cristiana desde la ciencia. En ocasiones, basta con un simple argumento lanzado con precisión.

La primera frase de esta objeción: “la ciencia es la única fuente de conocimiento verdadero” es sencillamente una premisa filosófica naturalista que sólo puede aceptarse por fe y no es de ninguna manera una conclusión científica verificable. La ciencia no puede comprobar si ella es o no la única fuente del conocimiento verdadero.

Para poder demostrarlo sería necesario conocer exhaustivamente toda la realidad, y después ver si el método científico es capaz de explicar completamente dicha realidad. El problema es que semejante proeza intelectual resulta imposible en la práctica para el ser humano, por la sencilla razón de que es muchísimo más lo que desconocemos que aquello que sabemos.

El naturalismo considera que toda la realidad se puede reducir, en última instancia, a principios científicos. El universo y sus fenómenos naturales así como las emociones humanas e incluso las experiencias espirituales, todo, absolutamente todo, sería reducible a procesos exclusivamente materiales o naturales y, por tanto, verificables por la metodología de la ciencia humana.

Pero semejante consideración, insistimos, debe ser aceptada por fe y no por demostración alguna. La otra posibilidad, aquella que asume -desde luego también por fe- que no todo lo existente puede ser explicado por la ciencia, es la que defiende el teísmo y, en general, casi todas las religiones. De manera que ambas proposiciones sobre la realidad, tanto la del naturalismo como la del teísmo, requieren necesariamente de la fe y no pueden ser verificadas mediante la evidencia. Por tanto, el supuesto dilema de Dios o la ciencia se desvanece por completo.

No obstante, la cosmovisión naturalista que estudia el mundo suponiendo que Dios no existe se enfrenta a una seria dificultad. Se queda sin justificación racional para la tarea científica. En efecto, si la única inteligencia del universo fuera la humana, originada al azar mediante la evolución biológica tal como supone el materialismo, ¿qué motivación tendríamos para hacer ciencia o buscar la verdad?

Se podría decir que el conocimiento es más valioso que la ignorancia porque facilita la supervivencia. Conocer bien el medio ambiente supone incrementar las posibilidades de subsistencia. Ahora bien, esta respuesta sólo explicaría una pequeña parte del conocimiento humano, pero ¿qué valor puede tener para la supervivencia de la especie conocer los detalles abstractos de la teoría física del espacio-tiempo, la naturaleza de la materia oscura del universo, la sistemática de determinados géneros de insectos o la distancia que hay entre Saturno y Neptuno? Estos datos pueden ser muy valiosos para los científicos pero, desde luego, aportan poca información para garantizar nuestra supervivencia desde el punto de vista evolutivo.

Sin embargo, desde la perspectiva del teísmo, que asume la existencia del un ser sobrenatural, sí existe una justificación racional para la ciencia. La verdad se convierte entonces en un valor intrínseco que hay que descubrir, con independencia de la utilidad que pueda tener para nosotros. Creemos que el conocimiento es mucho mejor que la ignorancia porque la verdad es superior a la mentira, de la misma manera que la luz es mejor que la oscuridad.

Y esta convicción innata en el ser humano, no se desprende de ningún principio científico sino de esa tendencia espiritual hacia la verdad que posee el alma humana. La ciencia por sí misma es incapaz de ofrecer una justificación de por qué debe ser realizada. Es más bien la valoración previa de la verdad y el conocimiento lo que motiva la tarea científica. De manera que es la convicción de la existencia de Dios la que ofrece una explicación satisfactoria acerca de por qué es relevante conocer la verdad.

Si sólo somos el producto de fuerzas ciegas que nos han hecho evolucionar a partir de organismos más simples, entonces nuestras capacidades cognitivas, nuestra mente y racionalidad, habrían evolucionado también desde facultades cognitivas inferiores. Si Dios no existe y, por tanto, no ha intervenido en nuestro origen, resulta que los únicos factores a tener en cuenta serían la casualidad y el tiempo.

¿Por qué deberíamos creer entonces que nuestras mentes son racionales? ¿Qué base tenemos para aceptar como válidas nuestras conclusiones científicas? ¿Cómo podemos estar seguros de conocer la verdad mejor de lo que la conoce un gorila? Es más, si nuestro conocimiento sólo se diferencia del de los primates por el tiempo y el azar de las mutaciones, ¿cómo podemos saber que realmente hemos evolucionado?

Todo esto nos lleva a la conclusión de que nuestra comprensión del cosmos no puede explicarse en términos evolucionistas ateos. Si el origen de la conciencia humana estuviera exclusivamente en el mundo material, sería imposible entender dicho mundo. El materialismo naturalista es incapaz de explicar la singularidad racional del ser humano.

La ciencia y el pensamiento son posibles precisamente porque aquellas cosas que no puede ser probadas por la propia ciencia existen realmente. Sólo si las personas somos el producto de una mente inteligente y omnipotente, como la del Dios de la Biblia, estamos cualificadas para distinguir lo verdadero de lo falso y, por tanto, para hacer ciencia. Podemos decir que Dios no ha sido sustituido por la ciencia moderna, y que nunca lo será, porque Él es precisamente quien la hace posible.

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