¿Es Dios una hipótesis?
Entender a Dios como una simple causa finita y considerarlo como cualquier otra hipótesis es reducir equivocadamente su infinito misterio.
08 DE NOVIEMBRE DE 2014 · 22:30
Nos hemos referido en alguna otra ocasión al frecuente error que comenten los proponentes del Nuevo ateísmo en sus escritos, considerando que la existencia de Dios es equiparable a una hipótesis científica y que, por tanto, como cualquier otro planteamiento susceptible de ponerse a prueba, sería posible demostrar su falsedad o veracidad. De esta manera, llegan fácilmente a la equivocada conclusión de que, si no es posible establecer ninguna comprobación científica que confirme la realidad de Dios es porque éste no existe y el ateísmo es cierto. En este sentido, Richard Dawkins escribe: “Si se acepta el argumento de este capítulo, la premisa factual de la religión -la Hipótesis de Dios- es insostenible. Es casi seguro que Dios no existe. Con mucho, esta es la conclusión principal del libro.”1 Al hacer tales razonamientos, parece ignorar por completo aquella antigua máxima que reza así: “la ausencia de pruebas de la existencia de Dios no es prueba de que no exista.” Pero, en fin, volvamos a la pregunta fundamental: ¿es Dios una hipótesis comprobable desde la ciencia humana?
Como todo el mundo sabe, la ciencia trabaja con aquello que es tangible, material y se puede percibir de manera precisa. Sin embargo, la realidad de la existencia de Dios no puede ser detectada por el método científico habitual porque trasciende dicha materialidad. De ahí que las investigaciones de los hombres y mujeres de ciencia sean incapaces de demostrar o negar a Dios. Éstos estudian lo que es físico y natural pero la divinidad, por definición, pertenece a otro ámbito completamente distinto. Se trata de lo metafísico, es decir, de aquello que está por encima de la física; o lo sobrenatural, más allá de la naturaleza material del universo. Negar estas otras realidades, como hacen los proponentes del Nuevo ateísmo, es caer en el trasnochado positivismo radical que rechazaba a priori cualquier realidad espiritual o trascendente, precisamente porque éstas no pueden ser detectadas por la ciencia de los hombres. Asimismo es incurrir en el cientificismo que considera que los únicos conocimientos válidos serían aquellos que se adquieren mediante las ciencias positivas y que, por lo tanto, éstos se deberían aplicar a todos los dominios de la vida intelectual y moral sin excepción.
No obstante, entender a Dios como una simple causa finita y considerarlo como cualquier otra hipótesis es reducir equivocadamente su infinito misterio y caer en una curiosa forma de idolatría. Si Dios es sólo una hipótesis de trabajo, entonces se le está considerando como realidad finita y resulta que venerar cualquier objeto finito es fetichismo o idolatría. Este es el error que cometieron en la Edad Media algunos pensadores creyentes, al entender a Dios sólo como la causa primera del sistema físico del mundo. Aunque, por supuesto, él sea el creador del Universo y la vida, Dios es mucho más que una primera causa eficiente. Si solamente fuera eso, no merecería adoración por parte de nadie. Pero, por fortuna, la teología bíblica no comparte esta raquítica idea de la divinidad sino que muestra un Dios personal de infinita belleza e ilimitado amor que conoce perfectamente a sus criaturas.
Aparte de lo que descubre cada día la ciencia y del conocimiento que aporta a la humanidad, hay también otras fuentes que permiten descubrir la verdad y conocer el mundo que nos rodea. Las propias relaciones humanas muestran, por ejemplo, que aunque resulte difícil medir con precisión el amor que un esposo o esposa siente hacia su cónyuge, éste puede ser algo muy real. La ciencia sirve de bien poco cuando se pretende conocer los sentimientos más íntimos de una persona. Considerar la subjetividad de un ser humano como si sólo fuera un objeto de estudio más de la naturaleza sería un grave error, tanto desde el punto de vista moral como del propio conocimiento. El método científico no resulta del todo eficaz para medir los sentimientos que reflejan, pongamos por caso, el brillo de los ojos de una persona enamorada. Para entender dicha verdad es menester abandonar la razón y dejarse llevar por esa otra realidad del sentimiento amoroso. Hay espacios de la existencia en los que el método controlador de las ciencias naturales no puede entrar. Lo mismo ocurre cuando nos admiramos ante una obra de arte o frente a la belleza de la naturaleza. El análisis objetivo es incapaz de explicar el valor estético o las emociones que se producen en el alma humana al contemplar la hermosura o la bondad.
Pues bien, algo parecido ocurre con el misterio de Dios. Lo esencial para llegar a descubrirlo no son las pruebas impersonales a favor de la “hipótesis científica” de su posible existencia, sino la experiencia íntima y personal. De la misma manera en que somos incapaces de reunir suficientes pruebas del amor de nuestros seres más queridos, aunque ellos nos importen mucho más que cualquier otra cosa en el mundo, y debamos abandonarnos siempre a la confianza sin intentar demostrar intelectualmente dicha relación, también en el encuentro de la criatura humana con el amor infinito de Dios ocurre lo mismo. Para conocerle es menester arriesgarse a experimentar un profundo cambio de vida porque sin semejante transformación personal no es posible descubrir a Dios. Si el universo existe y adquiere su sentido en este inmenso y sublime amor de Dios que lo empapa todo, ¿cómo se puede pretender descubrir la divinidad sin pasar por tal experiencia personal de amor? No existen atajos al margen de la fe para alcanzar al Ser Supremo. Quien no se haya enamorado previamente de él, está incapacitado para conocerle. Es lógico, pues, que los nuevos ateos crean que Dios no existe ya que no han encontrado “pruebas” materiales de su existencia y tampoco están dispuestos a dejarse interpelar por su infinito amor.
Desde luego, según se ha indicado, la ciencia no puede demostrar a Dios porque éste no entra en su reducido terreno de estudio. Sin embargo, ¿acaso el cosmos no ofrece indicios de sabiduría susceptibles de ser explicados mejor en el marco de un agente creador inteligente, que mediante el darwinismo ateo y materialista? ¿Estaba errado el salmista al afirmar que los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos? ¿No debemos considerar inspiradas las palabras del apóstol Pablo cuando dice que las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas? Algunos teólogos evolucionistas consideran que pensar así es una “deshonestidad teológica” porque no se debería recurrir a Dios para explicar la complejidad cósmica o biológica. Desde tal perspectiva, se acusa tanto a los nuevos ateos, por suponer que la divinidad es una hipótesis contrastable, como a los creacionistas y a los partidarios del Diseño inteligente, por creer que los datos científicos confirman la realidad de un agente sobrenatural.
En este sentido, el teólogo católico evolucionista, John F. Haught, escribe: “Los valedores del diseño inteligente, todos los cuales son teístas, consideran que el diseño inteligente funciona como una hipótesis científica -o más precisamente, una teoría científica- contrapuesta a la teoría de la evolución. Aunque no todos los defensores del diseño inteligente identifican de forma explícita al diseñador inteligente con Dios, es manifiesto que recurren sin falta a un agente sobrenatural como si ello fuera una explicación científica. De forma en absoluto sorprendente, Dawkins aprovecha esta deshonestidad teológica como aval de su propio supuesto de que la idea de Dios funciona -o debería funcionar- para todos los teístas como una hipótesis científica que rivaliza con la biología evolutiva.”2 Creo que Haught está en un error.
Los proponentes del Diseño inteligente saben muy bien que Dios no se puede reducir a una simple explicación científica. Lo único que ellos afirman es que el estudio metódico de la naturaleza revela complejidad, información e inteligencia en las entrañas de la materia y la vida. Tal constatación es perfectamente científica y no pretende salirse del ámbito de la ciencia. Otra cosa distinta sería reflexionar acerca del origen o la identidad de tal inteligencia. Sin embargo, es evidente que semejante ejercicio no es científico sino filosófico o teológico. Aunque en ocasiones esta diferenciación no se tenga suficientemente en cuenta, sobre todo por parte de algunos divulgadores, lo cierto es que los valedores del Diseño inteligente lo saben bien y así suelen reconocerlo. Por ejemplo, Michael J. Behe -con quien tuve el privilegio de dialogar recientemente- responde así a esta cuestión: “¿Cómo tratará la ciencia ‘oficialmente’, pues, la cuestión de la identidad del diseñador? ¿Los textos de bioquímica se deberán escribir con declaraciones explícitas de que ‘Dios lo hizo’? No. La cuestión de la identidad del diseñador simplemente será ignorada por la ciencia.”3 Behe es perfectamente consciente de que la ciencia no debe incurrir en el campo de la filosofía o la metafísica pues, si así lo hiciera, quedaría inmediatamente descalificada.
Ahora bien, cuando las diversas ciencias experimentales llegan al límite de sus posibilidades, ¿acaso debe detenerse el razonamiento humano? En el momento en que todas las explicaciones ordinarias, proporcionadas por el método científico, resultan insuficientes para dar cuenta de la realidad, ¿no deben buscarse otras posibles explicaciones extraordinarias? Este es precisamente el ámbito del razonamiento filosófico. El evolucionismo, tanto ateísta como teísta, o el Diseño inteligente están imposibilitados por su propio método para hablar de Dios. Sin embargo, la filosofía puede proporcionar múltiples argumentos racionales a favor, o en contra, de la existencia de un ser sobrenatural. Esta disciplina es capaz de ofrecer explicaciones extraordinarias allí donde las ordinarias se agotan.
El argumento de Behe acerca de la complejidad irreductible que muestran los seres vivos es un razonamiento estrictamente científico, basado en la estructura de órganos y sistemas biológicos que pueden ser estudiados en la naturaleza. Tal consideración pone de manifiesto que la teoría darwinista hasta ahora aceptada, presenta serios problemas para seguir explicando la realidad. Apelar a la acumulación de pequeñas mutaciones casi imperceptibles ocurridas y seleccionadas al azar, a lo largo de millones de años, para dar cuenta de los sofisticados sistemas biológicos que encontramos hasta en las células más simples, resulta ya insuficiente. No es que al descartar el darwinismo materialista deba imponerse inmediatamente la alternativa del diseño como una conclusión obligada. El hecho de que el gradualismo de Darwin sea incapaz de explicar la realidad, hoy por hoy, no implica necesariamente que no pueda encontrarse otro mecanismo natural capaz de hacerlo. Sin embargo, lo que pone de manifiesto la hipótesis científica del diseño inteligente es una grave anomalía del paradigma darwinista que parece insuperable frente a los conocimientos actuales.
La conclusión que propone el diseño, acerca de que el cosmos y la vida parecen haber sido diseñados inteligentemente, es una conclusión lógica hecha en base a datos científicos. Y aunque no sea una deducción concluyente para todo el mundo, sí que es racionalmente legítima. Pero el territorio científico del diseño se interrumpe precisamente aquí, en la frontera que delimita la cuestión acerca de la identidad de semejante inteligencia previa. La ciencia no dispone de visado para traspasar esta frontera. Las implicaciones del diseño pertenecen a otro país, al de las conclusiones de naturaleza filosófica que no se preocupan por cómo son las cosas, sino por cuál es su razón de ser. La sofisticada nanotecnología de las células puede hablarnos de un principio causal metafísico que está más allá de la ciencia humana. Y aunque esto no se pueda poner a prueba en ningún laboratorio del mundo, no por ello resulta menos probable. Tal inferencia es legítima e incluso imprescindible en el conocimiento de la realidad. Dios no es una hipótesis de la ciencia pero sí una consecuencia lógica y argumentable desde la razón humana.
1 Dawkins, R., 2011, El espejismo de Dios, ePUB, p. 144.
2 Haught, J. F., 2012, Dios y el Nuevo ateísmo, Sal Terrae, Santander, p. 76.
3 Behe, M. J., 1999, La caja negra de Darwin, Andrés Bello, Barcelona, p. 309.
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