Marx, el simplismo de la religión como opio del pueblo

Creía Marx que la religión moriría por sí sola sin combatirla violentamente. La introducción del nuevo orden comunista haría desaparecer la conciencia religiosa porque ya no habría más necesidad de ella

15 DE JUNIO DE 2013 · 22:00

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La famosa frase que afirma que “la religión es el opio del pueblo” está tomada en realidad, como tantas otras, de Bruno Bauer (1809-1882), amigo personal de Marx y miembro de la izquierda hegeliana. El sentido de la misma es manifestar que las religiones eran como sedantes o narcóticos que creaban una felicidad ilusoria en la sociedad; drogas que contribuían a evadir al hombre de su realidad cotidiana; prejuicios burgueses detrás de los que se ocultaban los verdaderos intereses del capitalismo. Marx combatió la religión degradada de su tiempo porque creía que alienaba al ser humano y no satisfacía sus verdaderas necesidades; pensaba que tal religión sólo servía para persuadir a los individuos de que el orden actual de la sociedad era aceptable e irremediable y, por tanto, desviaba sus deseos de justicia y felicidad del mundo humano al mundo divino. En este sentido, la religión era la medida de la miseria terrena del hombre; la conciencia invertida del mundo porque lo concebía al revés, injusto e inhumano; algo que legitimaba las injusticias sociales del presente creando a la vez una esperanza ilusoria de justicia definitiva en el más allá. Por tanto, lo que había que hacer para superar tal alienación religiosa era cambiar las condiciones económicas y sociales por medio de la revolución y crear un paraíso en la tierra que hiciera innecesario el anhelo religioso. Pasar de la crítica de la religión a la crítica de la política. “También Marx se tiene por un segundo Lutero, pero que ya no entabla combate con los curas de fuera de él, sino con su propio cura interior, con su naturaleza clerical” (Küng, 1980: 323). Como simpatizante de las ideas de Hegel, Marx llegó a conocer bien la obra de Friedrich Daumer (1800-1875), otro de los jóvenes hegelianos de izquierda que había publicado un libro titulado, Secretos de la antigüedad cristiana (1847). Con este trabajo absurdo y simplista se pretendía desacreditar a los cristianos primitivos afirmando que Jesús, bajo el pretexto de reformar el judaísmo, lo que hizo fue volver a las prácticas de los sacrificios humanos y al canibalismo. Daumer decía cosas como que el Maestro atraía hacia sí a los niños con el fin de sacrificarlos o que la última cena fue en realidad una comida de caníbales en la que Judas se habría negado a participar. Lo que resulta increíble es que tales ideas fueran tomadas en serio por personas cultas como eran los filósofos ateos hegelianos. El teólogo católico Henri de Lubac comenta: “El mismo año de la aparición de los Secretos, Karl Marx, [...] presenta públicamente a los ingleses la “sustancia” del pensamiento de Daumer, feliz por haberdescubierto allí “el último golpe dado al cristianismo”: “Daumer demuestra que loscristianos, efectivamente, han degollado a los hombres, han comido carne humana y bebido sangre humana. [...] El edificio de la mentira y del prejuicio se hunde” (de Lubac, H., 1989, La posteridad espiritual de Joaquín de Fiore, 2: p. 329). Si realmente Marx estuvo dispuesto a aceptar tales afirmaciones, esto demostraría por su parte muy poco conocimiento de los principios del cristianismo y de la historia de la Iglesia primitiva. De hecho, lo que resulta evidente a través de sus escritos, es que nunca se enfrentó seriamente con la concepción bíblica de Dios, de Jesucristo y del propio ser humano. Marx pensaba que los burócratas y la psicología burocrática eran al Estado laico del capitalismo lo que los jesuitas y la psicología jesuítica fueron en su día respecto de la monarquía absoluta cristiana y la sociedad señorial moderna. Los jesuitas pretendían hablar en nombre de Dios y de los intereses espirituales de la Iglesia, así como los burócratas lo hacían en nombre del Estado y de los intereses de los ciudadanos. Sin embargo, tanto unos como otros sólo velaban por sus propios intereses. Bajo la apariencia de altruismo y solidaridad hacia el resto de la sociedad únicamente defendían su provecho corporativista y particular (Jerez, 1994: 48). En cuanto al protestantismo, Marx llamó también la atención, mucho tiempo antes que Max Weber, acerca de la relación que existe entre éste y el capitalismo. En su opinión, el individualismo espiritual tan característico de los seguidores de la Reforma había pasado, de forma evidente, al modo de producción capitalista propio de la sociedad burguesa. No obstante, la creencia de Marx era que la religión moriría por sí sola sin necesidad de que se la combatiera violentamente. Mediante la introducción del nuevo orden comunista, la conciencia religiosa desaparecería sencillamente porque ya no habría más necesidad de ella, pues el ser humano se realizaría a sí mismo en el reino de la libertad y la justicia. Pero si Marx pensaba que la religión se volvería superflua e iría desapareciendo poco a poco a medida que se instaurase el comunismo, alguno de sus discípulos más fervientes no estuvieron tan convencidos de ello y emplearon todos los medios a su alcance para combatirla. Lenin, por ejemplo, odiaba todo lo que tuviera que ver con el fenómeno religioso y consideraba el ateísmo como una exigencia necesaria del partido comunista. En su opinión, para ser marxista había que ser también ateo. Hans Küng se refiere a él con estas palabras: “Ahora la religión ya no es, como para Marx, el “opio del pueblo”, al que el mismo pueblo se entrega para alivio de su miseria. Es más bien [...] “opio (conscientemente suministrado por los dominadores) para el pueblo”: “La religión es opio para el pueblo. La religión es una especie de aguardiente espiritual, en el que los esclavos del capital ahogan su rostro humano y sus aspiraciones a un vida medio digna del hombre. Pero el esclavo que ha tomado conciencia de su esclavitud y se ha puesto en pie para luchar por su liberación, cesa ya a medias de ser esclavo. Educado por la fábrica de la gran industria e ilustrado por la vida urbana, el obrero moderno, consciente de su clase, arroja de sí con desprecio los prejuicios religiosos, deja el cielo a los curas y a los beatos burgueses y consigue con su lucha una vida mejor aquí en la tierra” (Küng, 1980: 335). No obstante, ni el ateísmo beligerante que profesaba Lenin, ni el más moderado de Marx o el de Feuerbach, se apoyan sobre un fundamento suficientemente convincente. Es indudable que existe una influencia de lo psicológico, de lo social e incluso de lo económico sobre la religión y la idea de Dios, pero tal influencia no dice nada en absoluto acerca de la existencia o no existencia de Dios. Es verdad que el hombre puede hacer la religión pero esto no significa que también sea capaz de hacer a Dios. La elaboración de doctrinas, dogmas, rituales, himnos, oraciones y liturgias puede ser obra de los seres humanos, más o menos influidos por lo trascendente, sin embargo la divinidad misma en cuanto tal no puede ser creada por ningún humano. Si la filosofía rechaza el argumento ontológico que niega que de la idea de Dios pueda concluirse su existencia, ¿no debería negar también, por la mismo razón, que de esa misma idea pueda determinarse su no existencia? Los pensamientos que el hombre se forma acerca de Dios, las representaciones humanas de la divinidad, no demuestran que Dios sea sólo el producto del pensamiento o de la imaginación humana. El hombre es obra de Dios pero Dios no es obra del hombre. “Aun cuando se pueda demostrar [...] que la imagen de Dios de una sociedad helenista, feudal o burguesa tiene una esencial determinación, un tinte, un cuño helenista, feudal o burgués, de ahí no se sigue en absoluto que esa imagen de Dios sea simple ilusión, que ese concepto de Dios sea pura proyección, que ese Dios sea una nada” (Küng, 1980: 342). Por tanto, el ateísmo marxista es una pura hipótesis sin pruebas, dogmática e incapaz de superar la fe en Dios.

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