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La nueva Genética contradice a Darwin

Después de leer el último artículo de Pablo de Felipe (1) en Temas de debate de este Magacín, resulta evidente que estamos en las antípodas en cuanto a la concepción de los mecanismos que han podido originar la vida y su increíble diversidad en este planeta.

14 DE MAYO DE 2011 · 22:00

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En dicho trabajo se critican los aspectos formales secundarios de mi artículo anterior, El truco de los genes saltarines, pero, en realidad, no se responde a los argumentos presentados allí. Es decir, a las cuestiones fundamentales que plantean las citas bibliográficas aportadas. Simplemente, se adopta una postura de autoridad. Por mi parte, sigo pensando que la interpretación darwinista de los genes saltarines no es la única posible y que, desde luego, no es determinante para demostrar la evolución humana a partir de los simios. Como suele ser habitual en el discurso darwinista, se asume que los organismos que presentan similitudes morfológicas, genéticas o moleculares deben proceder de antecesores comunes. Pero dicha presunción se origina en un prejuicio naturalista y evolucionista. Desde luego, si se acepta a priori que todos los seres vivos de la biosfera tienen un origen común, entonces resulta lógico pensar que las similitudes entre los organismos deben permitirnos inferir su parentesco próximo. No obstante, cuando todo esto se interpreta en términos de conocimiento racional estricto, al margen de cualquier prejuicio previo, la mera existencia de elementos biológicos comunes entre diferentes seres vivos únicamente puede conducir a la conclusión de que los organismos estamos construidos, cualquiera que sea nuestro origen, mediante materiales similares. En el presente trabajo –dejando aparte las polémicas estériles- deseo centrarme en cómo los últimos descubrimientos de la ciencia de la herencia, incluidos los de los genes saltarines, vienen a contradecir de forma rotunda precisamente la antigua concepción darwinista de una evolución lenta, gradual y al azar. En primer lugar, hay que reconocer que en la época de Darwin no existía la ciencia de la genética.Nada se sabía del gen, ni cuál era la sustancia capaz de transmitir la herencia de padres a hijos. Tales conocimientos se adquirieron mucho después de los trabajos de Mendel, el famoso monje agustino que usando determinadas variedades de guisantes dedujo en 1865 sus tres populares leyes de la herencia. El nombre de “genética” le fue otorgado a esta disciplina en el año 1906 por el biólogo inglés, William Bateson, mientras que tres años después el danés, Wilhelm Johannsen, propuso el término “gen” para referirse a los antiguos factores hereditarios de Mendel (2). Pero, en realidad, el reconocimiento íntimo definitivo de la molécula que constituye la esencia material de los genes, el ADN, no se logró hasta entrado el año 1953. Fecha en la que Francis H. C. Crick y James D. Watson obtuvieron el premio Nobel de medicina por intuir con acierto el modelo helicoidal del ácido desoxirribonucleico que recordaba una empinada escalera de caracol. Será a mediados del pasado siglo, casi ochenta años después de la publicación de El origen de las especies, cuando el darwinismo conseguirá verdaderamente carta de ciudadanía en el seno de la comunidad científica y la genética se tornará darwinista gracias a la teoría sintética de la evolución. Ésta combinará las mutaciones genéticas aleatorias con los modelos matemáticos de la genética de poblaciones para ofrecer un marco de consistencia científica, precisamente allí donde faltaban las pruebas concluyentes. El paradigma gradualista del darwinismo (consistente en la acumulación progresiva de pequeñas modificaciones genéticas en las poblaciones que, filtradas por la selección natural, a la larga originarían especies nuevas y toda la diversidad biológica existente) quedaba así constituido y empezaba a difundirse con gran éxito, transformándose en el modelo obligatorio de todos los programas educativos del mundo. De ahí que, a partir de tales fechas, la inmensa mayoría de las generaciones de estudiantes del mundo haya sido formada en la convicción de que el hecho evolutivo es una realidad científica incuestionable. Sin embargo, las numerosas contradicciones de este modelo neodarwinista se han venido acumulando desde entonces y han suscitado muchas críticas procedentes del propio estamento científico. La creciente idea de que las hipótesis darwinistas carecen de suficiente base científica, a la luz de los últimos hallazgos de la genética y la biología molecular, ha generado una opinión ampliamente extendida por todo el mundo. Hoy es posible encontrar en Internet muchas páginas web que recogen este rechazo del darwinismo como, por ejemplo, la relación de científicos que manifiestan públicamente su discrepancia en www.dissentfromdarwin.com. En dicha página se afirma lo siguiente: “Somos escépticos en cuanto a las pretensiones de que las mutaciones por azar y la selección natural pueden explicar la complejidad de la vida. Debe promoverse una cuidadosa revisión de la evidencia a favor de la teoría darwinista”. Por otra parte, la doctora Lynn Margulis, bióloga evolucionista famosa por su conocida teoría de la endosimbiosis, se muestra también muy contraria al neodarwinismo imperante en el estamento científico.En su trabajo: El malestar zoológico desde una perspectiva microbiana (3), escribe lo siguiente: “El lenguaje neodarwiniano y su propia estructura conceptual aseguran el fracaso científico: los principales interrogantes que plantean los zoólogos no pueden responderse desde el interior de la camisa de fuerza que representa el neodarwinismo. Entre dichos interrogantes hay preguntas del tipo: «¿cómo surgen las estructuras nuevas en la evolución?», «¿por qué, si se producen tantos cambios ambientales, la resistencia al cambio es tan dominante en la evolución, como nos indica el registro fósil?» o «¿cómo se originó un grupo de organismos o un conjunto de macromoléculas a partir de otros?». La importancia de estas preguntas no se cuestiona; lo que ocurre es que los neodarwinistas, tan restringidos por sus suposiciones previas, no pueden contestarlas.” En una reciente entrevista publicada por la revista Discover, Margulis ha manifestado una vez más que la selección natural es un proceso que carece por completo de capacidad creativa. Ha dicho también que no existe continuidad en el registro fósil y que la hipótesis del equilibrio puntuado no es otra cosa que una hipótesis ad hoc “inventada para describir la discontinuidad”. Además ha indicado que “los críticos, incluso los críticos creacionistas, tienen razón en sus críticas”. El doctor Máximo Sandín, que ha sido durante muchos años profesor de Bioantropología en la Universidad Autónoma de Madrid, es otro crítico que asume el cambio biológico pero no el darwinismo. En su libro, Pensando la evolución, pensando la vida, escribe lo siguiente: “A la luz de toda esta nueva información, no es necesaria una argumentación muy elaborada para llegar a la conclusión de que los conceptos, los términos y las hipótesis teóricas de la Genética de poblaciones pueden ser descartados como método de estudio de la evolución. No estamos hablando de un problema menor, porque se trata de la única base empírica existente de la teoría evolutiva admitida actualmente por la inmensa mayoría de la comunidad científica. (…) La consecuencia inevitable es que nos encontramos con que (salvo que el “experimento” de la falena del abedul se considere un ejemplo de evolución), la única supuesta demostración empírica de que disponemos sobre la actuación de la selección natural como agente de cambio evolutivo (…) se sustenta sobre unas bases biológicas inexistentes. Sorprendentemente, este hecho que constituye una obviedad, no parece ser tenido en consideración por una gran parte de los científicos…” (4). Por otro lado, Michael J. Behe, uno de los principales proponentes del Diseño inteligente, que no tiene inconveniente en aceptar el evolucionismo, afirma sin embargo que: “La impotencia de la teoría darwiniana para explicar la base molecular de la vida es evidente no sólo en los análisis de este libro (La caja negra de Darwin), sino en la completa ausencia, en la bibliografía científica profesional, de modelos detallados por los cuales se pudieron producir sistemas bioquímicos complejos (…) De cara a la enorme complejidad que la bioquímica moderna ha descubierto en la célula, la comunidad científica está paralizada. Ningún catedrático de Harvard, ningún integrante de los Institutos Nacionales de Salud, ningún miembro de la Academia Nacional de Ciencias, ningún ganador del premio Nobel, nadie puede dar una explicación detallada de cómo el cilio, la visión, la coagulación o cualquier proceso bioquímico complejo se pudo haber desarrollado de manera darwinista.” (5). El fundamento de todas estas críticas relevantes, y muchas otras que se podrían añadir, contra el neodarwinismo hasta ahora imperante, reside entre otras cosas en los últimos descubrimientos genéticos, que han puesto de manifiesto que el ADN de los seres vivos no parece haberse originado de manera gradual, como propone el darwinismo, sino mediantes grandes discontinuidades y cambios a gran escala. En efecto, al analizar los distintos genomas animales y vegetales (es decir, el conjunto de genes que codifican proteínas) se ha podido comprobar que éste no parece corresponder ni mucho menos con la complejidad que evidencian los organismos. No existe proporcionalidad alguna entre los 19.000 genes del pequeño gusano nematodo Caenorhabditis elegans, que sólo mide un milímetro de longitud, y los 25.000 o poco más del ser humano. Y algo parecido ocurre cuando nos comparamos con el cerdo o la planta del melón. Además el 99% de nuestros genes los compartimos también con los ratones. Incluso se han descubierto “elementos genéticos ultraconservados” constituidos por numerosas regiones del ADN que se han mantenido sin cambios en genomas tan alejados como el humano, el del perro y el del pollo. ¿Qué significa todo esto? La conclusión más lógica es pensar que el origen de las diferencias en complejidad de los distintos seres vivos no puede residir en ese relativamente pequeño puñado de genes, sino en lo que hasta ahora se llamaba el “ADN basura”. ¿Y por qué se le denominó así de forma tan peyorativa? Pues, una vez más, por el prejuicio darwinista. Se creía que sólo una pequeña parte del genoma, el 2% formado por las secuencias de genes codificadores de proteínas, jugaba un papel importante en el desarrollo de los seres vivos. El resto (ni más ni menos que el 98%) era considerado como genoma antiguo que había quedado en desuso procedente de organismos que supuestamente habían sido nuestros antecesores.Como puede apreciarse, se trataba de una interpretación que casaba muy bien con las especulaciones del darwinismo. Según éstas, cuando un órgano o carácter deja de ser útil es eliminado por la selección natural, pero los genes que lo provocaban no desaparecen sino que se acumulan en el baúl de los recuerdos del genoma basura. No obstante, ¿qué ha sucedido al destapar dicho baúl del genoma humano y de otras especies? Estamos asistiendo a la constatación de que el darwinismo se sustenta sobre falsos supuestos. No hay basura en las entrañas de las células sino todo lo contrario: complejidad e información sofisticada. La antigua genética en la que se apoyaba la teoría sintética de la evolución ha empezado a sufrir una dramática descalificación y esto probablemente parece el inicio de un fenómeno más amplio y de mayor calado. El doctor Sandín lo expresa así: “Frente a la vieja concepción de los genes como “unidades de información genética” rígidamente determinadas en el ADN, cambiantes “al azar” y aisladas del ambiente, la información genética ha resultado ser el producto de complejas redes de procesamiento y comunicación, con unos patrones básicos extremadamente conservados en los que están relacionados multitud de componentes y cuyo resultado final está condicionado por el estado del ambiente celular y es dependiente, por tanto, del ambiente externo” (6). Si las mutaciones graduales al azar del darwinismo no constituyen el motor del cambio que experimentarían las especies, ¿qué otra cosa podría provocarlo?¿Cómo explicar la explosión biológica del Cámbrico? ¿Cómo es posible que al desaparecer en el pasado vastos ecosistemas repletos vida, frente al impacto de determinadas catástrofes naturales, aparecieran súbitamente otras especies distintas y prosperaran en ambientes diferentes? La paleontología parece indicar que tales extinciones masivas ocurrieron por lo menos en cinco ocasiones distintas: entre el período Ordovícico y el Silúrico, en el Devónico, entre el Pérmico y Triásico, entre el Triásico y Jurásico y entre el Cretácico y el Terciario. Pues bien, aquí es donde podrían jugar un papel determinante los genomas de bacterias y virus. Cada día se poseen más evidencias de que tanto unas como otros están implicados en procesos de transferencia horizontal de secuencias génicas con significado biológico. Quizás ésta sería la principal misión de tales seres: pasar información a las especies en peligro de extinción para que pudieran superar con éxito los dramáticos retos medioambientales a que se verían expuestas. Si esto hubiera sido así, la historia darwinista que se nos ha venido enseñando hasta el presente carecería por completo de valor para justificar la historia de la vida en la Tierra. Si el genoma de los seres vivos tiene capacidad para reaccionar ante las presiones ambientales externas, gracias a la capacidad “infectiva” de bacterias y virus que actuarían como reservas de información genética capaz de justificar remodelaciones en los genomas de otras especies más complejas, entonces el neodarwinismo se derrumba por completo. El mecanismo de transformación ya no sería la mutación al azar sino el resultado de remodelaciones de carácter saltacional y no gradual provocadas por el ambiente exterior. ¿Lamarkismo en lugar de darwinismo? ¿Previsión y colaboración en vez de egoísmo génico y lucha por la supervivencia? El profesor Sandín lo expresa así: “la Selección Natural (…) quedaría relegada a un papel no sólo secundario en el proceso evolutivo, sino ocasional y vacío de contenido como mecanismo de evolución. La competencia no sería la fuerza impulsora de la evolución, ya que las nuevas especies surgirían y madurarían en conjunto. Y el azar, ya sea biológico o estadístico, quedaría aún más en entredicho por el determinismo, el contenido teleológico que implica la existencia de unos “componentes de la vida”, cualquiera que sea su origen” (7). Si Sandín, Margulis, Behe, Goodwin y otros muchos científicos están en lo cierto en sus hipótesis, se debería pensar que determinados microorganismos y virus habrían permanecido inertes durante millones de años, esperando que en un determinado instante de la historia de la vida en la biosfera su información genética fuera necesaria para modificar radicalmente el genoma de ciertas especies en peligro de extinción, que aparecerían millones de años después, y rescatarlas así de la desaparición inminente. Los virus habrían estado esperando durante mucho tiempo la aparición de las diversas adversidades ambientales capaces de poner en peligro la subsistencia de las especies para pasarles la información necesaria que las haría salir airosas de los problemas. ¿Cabe imaginar un proceso mayor de diseño y previsión? ¿Cómo aducir que no existe inteligencia detrás de semejante mecanismo biológico? Se trata de una variabilidad de las especies predeterminada y que no puede desligarse de las sospechas de designio y finalidad. La nueva genética encaja mejor con los planteamientos de un diseño inteligente que con los del azar neodarwinista. _________________________________ (1) P. de Felipe (2011), No hay truco en los genes saltarines, Protestante digital (7 de mayo de 2011). (2) A. Cruz (1999), Bioética cristiana, CLIE, pp. 241. (3) L Margulis (2003), Una revolución en la evolución, Col·lecció Honoris Causa, Universitat de València, pp. 127. (4) M. Sandín (2006), Pensando la evolución, pensando la vida, Crimentales, Murcia, pp. 342. (5) M. J. Behe (1999), La caja negra de Darwin, Andres Bello, Barcelona, pp. 233. (6) M. Sandín (2006), op. cit., pp. 341. (7) M. Sandín (2006), op. cit., pp. 129.

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