El encantamiento de los evangélicos con Donald Trump (II)

Desentrañar las razones del apoyo de los evangélicos blancos a Trump en las elecciones presidenciales de 2016, es el objetivo del nuevo libro del escriitor John Fea.

09 DE FEBRERO DE 2020 · 17:05

Donals Trump en una rueda de prensa en laCasa Blanca. <a target="_blank" href="https://www.flickr.com/photos/whitehouse/">Flickr Casa Blanca</a>,
Donals Trump en una rueda de prensa en laCasa Blanca. Flickr Casa Blanca

De los evangélicos blancos que votaron en las elecciones presidenciales de 2016, 81 por ciento lo hizo a favor de Donald Trump. Desentrañar las razones de tan masivo apoyo es el objetivo de John Fea en su libro Believe me. The Evangelical Road to Donald Trump (Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 2018).

El autor localiza tres motivaciones para la inclinación evangélica blanca hacia Trump: 1) la política del miedo; 2) la convicción que alcanzando posiciones de poder político se pueden revertir las batallas culturales, y su consecuente entramado jurídico, que han disminuido la influencia evangélica en la vida pública y 3) la nostalgia por una pretendida Edad de Oro que debe ser recobrada pararegresarle a Estados Unidos su grandeza como “nación cristiana”.

John Fea hace distintas referencias históricas para mostrar que, desde los peregrinos europeos que inicialmente conformaron lo que vendría a ser los Estados Unidos de América, existió miedo a las amenazas percibidas como intentonas de quitarles la libertad y forma de vida que consideraban basadas en su entendimiento de la Biblia.

Los colonizadores llegados de Inglaterra lo hicieron porque buscaban libertad de creencias, la que consideraban les era negada en la isla mediante la existencia de una confesión oficial, la Iglesia anglicana.

Los no conformistas ingleses, llamados así por no conformarse (amoldarse) a la religión oficial y el sistema monárquico, dieron muy significativa lid en favor de la libertad de conciencia y la separación Estado/Iglesia.

Cuando emigraron al Nuevo Mundo tuvieron la oportunidad de poner en práctica sus convicciones, lo que hicieron en variadas formas. Su actuación no fue monolítica frente a los habitantes naturales del territorio a colonizar.

La corriente que interactuó de forma respetuosa y pacífica con los indígenas norteamericano fue minoritaria, por ejemplo los cuáqueros. La mayor parte de los colonos protestantes vio con temor a los pobladores originarios, obstáculos que debían ser eliminados para poder hacer efectiva la edificación de asentamientos cristianos.

Fea sostiene que “los evangélicos se han preocupado de la declinación de la civilización cristiana desde el momento en que arribaron a las costas americanas en el siglo XVII. Han celebrado los valores americanos, como libertad, mientras simultáneamente construyeron comunidades exclusivas que no toleraban el disenso” (p. 75).

Agrega que han exhibido su temor por las formas de responder a los grupos de personas que no comparten su color de piel. Las respuestas motivadas por el miedo a los diferentes han resultado en algunos de los momentos más tenebrosos de la historia norteamericana.

Los historiadores que han romantizado a la Bahía de Massachusetts como el espacio en el que se plantaron las semillas de la nación cristiana, apunta Fea, evaden evidencias que apuntan hacia que “la historia de lo acontecido es la de un grupo de puritanos devotos desesperados” por preservar la civilización cristiana y que nunca alcanzaron la medida que le exigían a otros sino que sostuvieron una definición estrecha de lo que significaba ser cristiano.

Para quienes pudiesen criticar el posicionamiento de Fea de anacrónico sobre cómo fue que los diferentes padecieron la estigmatización, y consecuente segregación o penas drásticas (incluso la de muerte), él trae a la memoria que en la misma época existieron voces que se levantaron para denunciar los excesos cometidos en nombre de preservar la pureza cristiana.

En 1695 Thomas Maule, integrante de los cuáqueros en Salem, escribió un opúsculo denunciando a los puritanos por su conducta anti cristiana en el caso de las llamadas brujas condenadas a muerte. Maule debió pagar su osadía con doce meses encarcelado.

En los años anteriores a la Guerra Civil (1861-1865) el protestantismo evangélico belicista, ya fuese de corte simbólico o real, construyó imágenes del “enemigo infiel” que acechaba para destruir los logros de los fundadores y así torcer el destino señalado por Dios para la nación norteamericana.

El enemigo infiel bien podían ser los católicos, no creyentes, deístas, escépticos, libre pensadores, ateos, universalistas y otra “variedad de herejes en busca de un lugar en el rostro religioso de la nación” (p. 92).

Dado que Fea traza los orígenes históricos del evangelicalismo exclusivista, cuya manifestación reciente es el electorado blanco que sufragó a favor de Trump, es oportuno enfatizar que la suya no es una absolutización ya que matiza la existencia de otros posicionamientos.

Sin embargo su investigación está enfocada a dilucidar la tendencia dominante en el movimiento. El autor mismo se reconoce como evangélico y a lo largo del libro cita personajes y grupos de la misma fe que no compartieron ni los temores ni las acciones en defensa de la pretendida nación cristiana que creían proteger los partidarios del atrincheramiento cognoscitivo.

Éste consiste en el hábito mental, y sus secuelas prácticas, que sólo mira en el(la) otro(a) un(a) enemigo(a) a combatir ferozmente o convertir de sus errores y malignidades, incluso por la fuerza. Peter Berger analiza bien el hábito señalado en Una gloria lejana, la busca de la fe en una época de credulidad (Editorial Herder, Barcelona, 1994)

Al desatarse la Guerra Civil entre 70 y 80 por ciento de la población del Sur era evangélica. El núcleo de su creencias estaba conformado por la experiencia del nuevo nacimiento (conversión), que la Biblia era la palabra revelada de Dios y autoridad en asuntos de fe y conducta, que Dios requería de los cristianos compartir las buenas nuevas de Jesucristo (significado de su muerte y resurrección) con los no creyentes.

Dichas creencias no las consideraron los sureños incompatibles con el régimen de esclavitud que hicieron sufrir a los africanos y sus descendientes en Norteamérica.

Aunque devotos de la lectura bíblica, subraya John Fea, los esclavistas evangélicos blancos leyeron las Escrituras desde una óptica racista, justificando así la inmisericorde explotación de la llamada gente de color.

Cita el caso de Robert L. Dabney, clérigo presbiteriano de Virginia, uno de los más férreos defensores de la esclavitud y supremacía blanca, quien sostenía que reconocer derechos a los esclavos y en consecuencia liberarlos “era una idea moderna introducida en el siglo XVIII por pensadores progresistas de la Ilustración, pero no sostenida por los expositores de las Escrituras inspiradas por Dios” (pp. 101-102).

James Henley Thornwell, otro teólogo convencido del esclavismo, consideró que el enfrentamiento contra los abolicionistas implicaba combatir a socialistas, ateístas, comunistas, republicanos rojos y jacobinos.

En la perspectiva de los esclavistas sureños era imprescindible preservar el régimen, ya que de otra manera se desatarían catástrofes dada la inclinación natural de los negros a “robar, mentir y violar”.

Con agudeza Fea hace notar que el acendrado miedo de los evangélicos blancos a la mezcla racial fue quebrantado por ellos mismos mediante la “extensa historia de violaciones cometidas por los amos en contra de sus esclavas”. (p. 103).

Hago una acotación que considero necesaria. Así como la lectura de la Biblia realizada por los esclavistas les llevó a justificar el estatus y beneficiarse de él, otros protestantes/evangélicos blancos encontraron en la Palabra argumentos para denunciar los horrores de la esclavitud y se opusieron a la barbarie.

Por otra parte, al interior de la población esclavizada la Biblia fue leída en clave liberadora y como fuente de resistencia ante la injusticia. Antes que la teología latinoamericana de la liberación pusiera énfasis en el Éxodo como paradigma, los esclavos afroamericanos descubrieron y cantaron con esperanza el porvenir de su libertad, basados precisamente en la narración bíblica de la salida de Egipto.

Al respecto es aleccionador el libro de Allen Dwigth Callahan, The Talking Book: African Americans and the Bible (Yale University Press, 2008).

La demonización de los otros en distintos momentos de la historia norteamericana ha sido provocada por el miedo de los evangélicos blancos a perder los privilegios de la “civilización cristiana”, entendida ésta tal y como ellos la definen.

El miedo a los nuevos demonios llegados del sur de la frontera estadounidense fue, sin duda, una de las motivaciones para que el 81 por ciento de los evangélicos blancos que votaron en 2016 lo hiciera favoreciendo a uno que reconocieron como suyo, el presbiteriano Donald Trump.

El triunfador en las elecciones de hace cuatro años no inventó el miedo evangélico a los extraños, solamente removió un terreno previamente abonado por prejuicios y sueños de recobrar la grandeza erosionada, dicen, por la diversificación social y cultural.

Sobre la demonización de la brown people me ocuparé en la próxima entrega.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Kairós y Cronos - El encantamiento de los evangélicos con Donald Trump (II)