Manuel Azaña: el problema religioso en España (I)

Cuando Azaña emprendió la reforma de todas las estructuras estatales, abordando como cuestión capital la separación total de la Iglesia y el Estado, estaba firmando su sentencia de muerte política. 

14 DE DICIEMBRE DE 2018 · 08:10

Manuel Azaña, a la derecha, junto al otro presidente de la República entre 1931 y 1936, Niceto Alcalá Zamora. / Wikimedia Commons,
Manuel Azaña, a la derecha, junto al otro presidente de la República entre 1931 y 1936, Niceto Alcalá Zamora. / Wikimedia Commons

A Manuel Azaña lo he admirado siempre como escritor, como humanista y como político. Hombre de compleja personalidad, estoy de acuerdo con Manuel Aragón en que tenía un fondo de soledad, orgullo, melancolía y probablemente atormentado. 

En 1980 se celebraron en España algunos actos en su honor con motivo de cumplirse el primer centenario de su nacimiento y el cuarenta aniversario de su muerte. Azaña nació en Alcalá de Henares, a las puertas de Madrid, el 10 de enero de 1880, y murió en Montauban, Francia, el 4 de noviembre de 1940. 

Azaña fue un intelectual completo, de una gran cultura, con ideas originales. Si como político incurrió en errores, que lo juzgue la Historia. La Historia, no sus adversarios políticos, naturalmente parciales y condicionados. 

Como escritor puede ser perfectamente equiparado con los grandes pensadores españoles de su tiempo: Ortega, Unamuno, Azorín, etc. «Poseía –dice Aragón– un riguroso espíritu crítico, un fino criterio estético y un amplio bagaje cultural». 

En su aceptable producción literaria destacan los ensayos sobre el Idearium de Ganivet: Vida de don Juan Valera (Premio Nacional de Literatura 1926); Cervantes y la invención del «Quijote»; la novela Pepita Jiménez; varios tomos de conferencias y discursos políticos; sus narraciones autobiográficas, entre ellas las sutiles páginas de El jardín de los frailes y alguna obra de teatro, como La Corona, estrenada en Madrid en 1932, y La velada en Benicarló, escrita en 1937, en plena guerra civil y estrenada en Francia en 1940. Sus Memorias, recogidas en cuatro tomos por la editorial Afrodisio Aguado, son de amena lectura y claves para conocer ese período turbulento e históricamente desenfocado por escritores comprometidos, que vivió España entre 1931 y 1939

De sus cualidades como traductor son notables sus excelentes traducciones de La Biblia en España y Los gitanos en España, ambos del escritor protestante inglés Jorge Borrow, con cuyo trabajo estuvo identificado Azaña. 

Como parte de los actos dedicados a conmemorar el primer centenario de su nacimiento y el cuarenta aniversario de su muerte, el Centro Dramático Nacional, con apoyo del Ministerio de Cultura, montó en Madrid la obra La velada en Benicarló, que nunca se había representado en España. José Antonio Gabriel y Galán hizo los arreglos para la escena y José Luis Gómez dirigió la obra, que contó en sus principales papeles con José Bódalo, Agustín González, Fernando Delgado y Juan José Otegui. 

Dice Gabriel y Galán que La velada en Benicarló supone una de «las meditaciones intelectuales más lúcidas, honestas y rigurosas que se hayan escrito jamás, no sólo del tema de la guerra civil, sino, sobre todo, del llamado problema de España. Es un libro mitad literario, mitad ensayístico, de género peculiar, original, inclasificable». El público, que llenaba a diario la sala del madrileño Teatro Bellas Artes, corroboró con sus aplausos este juicio de Gabriel y Galán. 

La carrera política de Azaña se inició en 1912 con su afiliación al Partido Reformista de Melquiades Álvarez. En 1924 abandonó el Partido Reformista e ingresó en las filas del republicanismo, fundando al año siguiente el partido Acción Republicana. Al proclamarse la República el 14 de abril de 1931 Azaña fue nombrado ministro de la guerra. En diciembre de ese mismo año pasó a ser jefe del Gobierno, cargo que ostentó hasta noviembre de 1933. En 1936 volvió a ser nombrado jefe del Gobierno tras el triunfo del Frente Popular. Desde 1936 a 1938 fue presidente de la República. Cuatro meses antes de acabar la guerra civil, el 4 de enero de 1939, Manuel Azaña se exilió en Francia y el 27 de febrero envió su dimisión al presidente de las Cortes, Martínez Barrio. Poco después, el 3 de noviembre de 1940, murió en el país vecino. La muerte para él fue una liberación del dolor sincero que le invadía por no haber podido contener la inmensa sangría que produjo la guerra civil española. 

Azaña fue uno de los pocos políticos intelectuales que ha tenido España. Su famosa frase: «El Museo del Prado vale más que la República y la Monarquía juntas», es un retrato de su honda vocación artística y literaria y de su delicada sensibilidad estética. Aquella España, que pretendía tímida y débilmente salir del oscurantismo espiritual de siglos, no llegó a comprender al hombre que concebía la política como un oficio rigurosamente intelectual. 

 

LA REPÚBLICA Y EL PROBLEMA RELIGIOSO

Con frecuencia se culpa a Azaña de haber creado problemas innecesarios con la Iglesia católica, que impidieron la consolidación del régimen republicano. Ésta no es la verdad. La Iglesia católica ha sido siempre un enemigo político difícil, duro de lidiar. Como en el Tartufo de Moliére-Marsillach, en la España política la Iglesia ha tenido en todas las épocas «la sartén por el mango, y el mango también». 

Manuel Tuñón de Lara, historiador reciente de la España del siglo XX, dice que «las relaciones sumamente estrechas que durante siglos mantuvieron la Iglesia y el Estado habían creado una situación erizada de problemas». La República no creó estos problemas. Los heredó. «La Iglesia –sigue Tuñón de Lara– había obtenido una serie de privilegios y una pujanza material, cuya merma se iba a confundir fácilmente con un ataque a los sentimientos religiosos». 

Esta situación fue aprovechada por la derecha católica para ganar votos y presionar en el Congreso. «La derecha –continúa Tuñón de Lara– aprovechó la coyuntura para tomar la religión como bandera de combate, por conocer que era una plataforma susceptible de prender en grandes masas del país». 

La Iglesia católica no concedió a la República ni un momento de respiro. Unos 18 días después de su proclamación, el 1 de mayo de 1931, el cardenal Segura publicó en el Boletín Eclesiástico del Arzobispado de Toledo una violentísima pastoral en la que entre otras cosas denunciaba «la gravedad del momento», para concluir que los católicos no debían permanecer «quietos y ociosos». 

«Aquello parecía una declaración de guerra y como tal la consideró el ministro de Justicia, en unas declaraciones hechas el día 9», dice Manuel Tuñón de Lara. 

Con unas fuerzas tan poderosas frente a ella, la República no podía afianzarse. Cuando Azaña, una vez en el poder, emprendió la reforma de todas las estructuras estatales, abordando como cuestión capital la separación total de la Iglesia y el Estado, estaba firmando su sentencia de muerte política. 

Los primeros meses fueron de euforia triunfalista. El 17 de julio de 1931, Azaña declaró en el Congreso: 

«El problema religioso es un problema íntimo de la conciencia; pero no un problema político, y nosotros hablamos aquí como políticos y legisladores, pero no como creyentes… El que suele llamarse problema religioso se reduce a un problema de Gobierno… Y nosotros, a mi entender, eso lo tenemos resuelto. Lo tenemos dicho cincuenta veces. No hay más que una manera de resolverlo… Se trata de aplicar aquellos principios de civilidad, de laicismo y de independencia del poder público, que son los postulados de toda nación bien gobernada». 

Fiel a esta visión que Azaña lleva consigo cuando va al poder, emprende la laicización del Estado por vía constitucional. El 9 de diciembre de 1931 quedó aprobada la nueva Constitución, después de acalorados debates motivados por los artículos que afectaban a la Iglesia católica. 

No hay que ser especialista en temas constitucionales para advertir que la reforma emprendida por la República suponía una ruptura con los regímenes anteriores y de manera especial con los vínculos que durante siglos habían unido a la Iglesia con el Estado. He aquí cómo abordó la Constitución el hecho religioso: 

Artículo 3º. «El Estado español no tiene religión oficial». Artículo 26º. «Todas las confesiones religiosas serán consideradas como asociaciones sometidas a una ley especial». 

Este artículo fue el más polémico. Incluía la disolución de las órdenes religiosas, su incapacidad de adquirir y conservar bienes, prohibición de ejercer la enseñanza, sumisión total a las leyes tributarias y la obligación de rendir cuentas anualmente al Estado de todas sus inversiones. 

Artículo 27º. «La libertad de conciencia y el derecho a practicar y profesar libremente cualquier religión quedan garantizados en el territorio español, salvo el respeto debido a las exigencias de la moral pública». 

A continuación se dictan principios sobre cementerios civiles, inviolabilidad de la conciencia, etc. 

Artículo 48º. «El servicio de la cultura es atribución esencial del Estado, y lo prestará mediante instituciones educativas enlazadas por el sistema de la escuela unificada». 

Este artículo reconoce a la Iglesia católica el derecho a enseñar «sus respectivas doctrinas en sus propios establecimientos», pero deja establecido que «la enseñanza será laica». 

Las fuerzas católicas, que se opusieron a la República desde el momento mismo de su institución, multiplicaron los ataques tras la promulgación de la Constitución. 

Pedro R. Santidrián, analizando el problema a la luz de hoy, dice que «la República quiso romper con una situación de privilegio que por razones históricas y amparándose en una legalidad que le daban las diversas constituciones y, sobre todo, el Concordato de 1851, la Iglesia había gozado siempre».

Lamentablemente, ni supo ni quiso la Iglesia católica aceptar la nueva situación planteada por el Gobierno legal de la República. Ramón Tamames dice que «la Iglesia podría haber adoptado una postura de concordia con el nuevo régimen, pero no lo hizo… La concordia no se produjo. Fundamentalmente, porque las fuerzas rectoras eclesiásticas no estaban convencidas de la posibilidad de consolidación de la República, y se negaban a perder sus privilegios y posiciones de poder… Aparte de la actitud hostil del cardenal Segura... no hubo ni un solo momento de aceptación por la Iglesia de una Constitución que era resultado del voto popular, en fin de cuentas, del consenso de la mayoría de la Nación».

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