Darwin no mató a Dios
Entre los pensadores agnósticos hay quienes afirman que, si la selección natural de Darwin mató a Dios, los descubrimientos de la ciencia actual parecen resucitarlo.
24 DE ABRIL DE 2025 · 20:10

La editorial Vida, con sede en Miami (Florida), me publicó el libro “Darwin no mató a Dios” en el año 2004. Un año después, dicha obra ganó el premio Gold Medallion Book Award al mejor texto evangélico en español del 2005.
Se trata de un libro que me ha aportado varias experiencias personales. Ahora recuerdo el testimonio de un muchacho colombiano, hijo de un pastor evangélico, quien me contó que de joven abandonó la iglesia y se volvió escéptico.
Su preocupado padre, aprovechando la ocasión de un aniversario, le regaló mi libro. Después de leerlo, el joven volvió a congregarse con sus hermanos, a leer la Biblia y, gracias al Señor, abandonó su escepticismo.
Desde que se publicó, El origen de las especies, a mediados del siglo XIX, las ideas de Darwin han matado a Dios en la conciencia de muchas personas. Este acontecimiento suele ocurrir generalmente durante los primeros años de la formación escolar.
Cuando se enfrenta al adolescente, aunque éste haya sido educado en un ambiente cristiano, con la afirmación contundente del profesor de biología, de que la evolución es un hecho científico comprobado, el ser humano un descendiente del primate y éste, uno de los últimos eslabones de la larga cadena que empezó en el mar a partir de sustancias químicas y sin necesidad de un Creador sobrenatural, no es difícil que el alumno empiece a cuestionarse muchas cosas e incluso llegue a perder la fe que una vez le inculcaron sus mayores.
Doy gracias a Dios porque en mi caso no fue así, aunque tuve mis propias batallas dialécticas. Recuerdo con nostalgia aquellos debates de juventud sobre la creación y la evolución mantenidos con mis sufridos pastores, Sixto Paredes y Samuel Vila, quienes descansan en el Señor desde hace años.
Ellos me conducían con paciencia por los versículos del Génesis, mientras yo les espetaba la selección natural del señor Darwin, recién aprendida en las aulas de naturales.
No obstante, aquellas conversaciones apasionadas, lejos de apartarme de la fe, despertaron en mí una sed por conocer mejor los mecanismos de las propuestas evolucionistas para contrastarlas con las verdades reveladas en la Escritura. Debo confesar que ahí empezó la afición que siempre he tenido por el tema de los orígenes.
Sin embargo, otros muchos perdieron la fe. Este fue el caso, por ejemplo, del abogado norteamericano, Lee Strobel, quien, en su libro, El caso de la fe, escribe: “[...] creo que se puede decir que perdí los últimos restos de mi fe en Dios durante la clase de biología en la escuela secundaria. [...] cuando por primera vez me enseñaron que la evolución explicaba el origen y el desarrollo de la vida. Las implicaciones fueron claras: la teoría de Charles Darwin eliminó la necesidad de un Creador sobrenatural” (Strobel, 2001: 101)
Afortunadamente, muchos años después conoció a Cristo y hoy es pastor de una iglesia en California. En esta misma obra menciona experiencias similares ocurridas a otras personas.
El ateísmo que profesan en la actualidad tantas criaturas, sobre todo en mi país natal, España, se debe en buena medida a la formación secular que han recibido, íntimamente ligada a la teoría de la evolución y a una pretendida neutralidad religiosa.
Esta situación se refleja bien en escritos como los del biólogo español, Javier Sampedro, quien se confiesa “ateo impenitente” y en su reciente libro, Deconstruyendo a Darwin, dice entre otras muchas cosas que el padre de la evolución acabó: “con una superstición tan antigua como la propia humanidad: la de creer que Dios existe. [...] Si quieren loar a la persona que mató a Dios no busquen en el entorno de Nietzsche. Pidan la lista de los pasajeros del H.M.S. Beagle (el barco de Darwin)” (Sampedro, 2002: 23).
¿Cómo es posible que hoy, en pleno siglo XXI y ante los nuevos descubrimientos científicos, se continúen manteniendo ideas tan alejadas de la evidencia?
Es cierto, como enseña la Biblia, que el corazón se entenebrece cuando se deja guiar por razonamientos inútiles e insensatos. Si en los días de Darwin muchos creyeron que su teoría hacía innecesario a Dios, hoy ya no es posible seguir manteniendo esta postura.
En la actualidad se sabe, como veremos más adelante, que la selección natural es incapaz de explicar el origen de la vida y la sofisticada complejidad de los organismos.
No obstante, hay personas que no desean creer en la realidad de un Creador y siguen aferrándose a la idea de que debe existir alguna explicación lógica, todavía por descubrir, que elimine la necesidad de Dios.
Desde luego, quienes así piensan son libres de hacerlo, pero que no recurran a la ciencia para apoyar su increencia. Las últimas revelaciones científicas confirman más bien todo lo contrario. Este mundo evidencia por todas partes una inteligencia creadora que lo proyectó con esmero y sabiduría. El diseño natural insinúa a Dios.
Entre los pensadores agnósticos hay quienes afirman que, si la selección natural de Darwin mató a Dios, los descubrimientos de la ciencia actual parecen resucitarlo.
Aunque para los creyentes tales afirmaciones resulten absurdas e incluso blasfemas, (¡cómo puede el ser humano matar a Dios!) lo cierto es que la segunda parte de esta idea da de lleno en el blanco.
El orden natural del universo, así como las capacidades intelectuales del ser humano, que hacen posible la ciencia o la solución de los misterios que ésta revela poco a poco, apuntan hacia la existencia de un Creador capaz de diseñar el mundo con esmero y de esconder su enigmático plan en las entrañas de la materia y la vida.
Pero, si se acepta tal evidencia, surgen inmediatamente cuestiones de carácter metafísico. ¿Por qué crear? ¿Qué necesidad tenía Dios de su creación? ¿Cuál es el sentido último de la misma? ¿Sería lógico esperar que el Creador intentara comunicarse con el ser consciente por excelencia de su obra para manifestarle su voluntad? A estas preguntas sólo es posible responder de manera adecuada desde la reflexión teológica. No obstante, el sentido común puede también resultar muy útil.
Por ejemplo, si se compara la tarea creadora original con aquello que realizan los artistas humanos en la Tierra, es posible plantearse: ¿por qué crean los pintores? ¿Cuál es la motivación que llevó, por ejemplo, al florentino Leonardo da Vinci a plasmar en un lienzo su magnífica Gioconda? ¿O a Rafael, a pintar el famoso fresco de La escuela de Atenas, mediante el que intentaba hermanar el saber antiguo con la revelación cristiana?
Todo artista ofrece parte de sí mismo en su obra. De alguna manera, se da al espectador. Su pintura, si es buena, constituye un auténtico regalo para la humanidad. Lo mismo ocurre con la escultura, arquitectura, poesía, literatura, música y todas aquellas artes producidas por la inspiración y el espíritu del ser humano. La historia del arte es como un maravilloso mosaico de tales donaciones personales.
Pues bien, la creación del universo puede entenderse también de la misma manera como un inmenso regalo del Creador. Pero un regalo infinitamente superior a cualquier posible ejemplo, ya que el artista supremo elaboró la obra más compleja e importante que se pueda imaginar, no sólo el universo sino sobre todo la criatura humana.
La creación del cosmos es pues el recurso por medio del cual Dios se dio a sí mismo en una especial auto-revelación. El Creador creó creadores inteligentes para que continuaran con su labor.
Si Dios hubiera diseñado un plan determinista y perfectamente fijado, como se creía en el Renacimiento, el hombre no podría ser libre ni el cosmos funcionaría como lo hace.
Sin embargo, proyectó un mundo complejo, repleto de información, con la capacidad de cambiar dentro de ciertos márgenes, de adaptarse a las circunstancias adversas y, a la vez, orientado por una finalidad que él conoce bien. Porque Dios es libre, creó por amor un universo también libre y al ser humano con capacidad para amar y disfrutar del libre albedrío.
Cuando se observan las obras de Gauguin, Velázquez, El Greco, Van Gogh, Picasso o Miró es fácil determinar quién fue el autor de tal o cual cuadro, pues cada uno de estos artistas tenía su propio estilo pictórico singular y perfectamente distinguible de los demás.
Por poco que se sepa de arte, no es posible confundir un Picasso con un Van Gogh. De la misma manera, el acto creador de los orígenes lleva la firma inconfundible de su autor divino.
Al investigar el mundo creado por Dios, los científicos están desvelando el pensamiento racional de la divinidad. Aunque no todos sean conscientes de ello, lo cierto es que el descubrimiento del plan cósmico, así como de la tremenda diversidad natural que impide, por ejemplo, la existencia de dos caras humanas idénticas o de dos árboles absolutamente iguales, son evidencias que reflejan el carácter especial del Creador, las huellas de una mente sabia, que gusta de la variedad.
Dios es la causa primera increada que actúa en el universo mediante el concurso de las causas segundas o creadas por él. El acto creador dotó a cada criatura con propiedades naturales para sobrevivir y adecuarse al ambiente del planeta.
La evidencia del diseño inteligente conduce a creer que el mundo no se sostiene por sí mismo, como afirma el deísmo, sino que requiere continuamente del Creador para sustentarlo y conservarlo. Dios opera a través de sus constantes y, a la vez, otorga libertad a sus criaturas para variar y adaptarse a un cosmos cambiante.
Pero esto no significa que él no pueda actuar en su universo cuando lo desee, alterando si es necesario las leyes naturales para cumplir sus propósitos, ya que la acción de Dios se encuentra en un nivel superior y diferente al de las causas segundas.
Si el Creador no pudiera modificar su creación no sería Dios. Sin embargo, lo que ocurre habitualmente es que respeta y estimula las causas naturales que han sido creadas por él mismo.
De manera que todas las transformaciones que se aprecian en el universo material, el dinamismo de la naturaleza, los ritmos y cambios cósmicos, son procesos naturales, pero también consecuencias de la acción de Dios ya que él continúa actuando en el mundo.
En resumen, al crear, Dios se dio a sí mismo en un acto universal de amor. Por tanto, no es el Creador quien necesita de su creación, como pregonaban las antiguas religiones paganas, sino ésta quien requiere de él.
Es aquello mismo que escribe el apóstol Juan: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Jn. 4:19). Y si el proyecto de crear y amar fue suyo, ¿se podría imaginar que tal iniciativa divina careciera de propósito? ¿Sería lógico pensar que Dios creó el cosmos para después abandonarlo a su suerte o desentenderse alegremente de él? ¡Por supuesto que no!
El mensaje de la Biblia responde claramente a tales cuestiones. El Creador es el Dios de amor que se preocupa de sus criaturas hasta el extremo paradójico de colgar desangrado en una cruz romana.
La creación del mundo y la redención de la humanidad llevada a cabo en la persona de Jesucristo, constituyen los dos pilares en que se apoya el mensaje de Dios al ser humano.
La revelación general se hace evidente en la creación, cuyo rastro nos muestra el gran Libro de la Naturaleza, mientras que la revelación especial nos llega con la redención relatada en el Libro de la Escritura. Estas son las dos claves que abrigan nuestra esperanza y nos permiten entender los planes del Creador.
En este trabajo se estudia el darwinismo y, en general, la teoría de la evolución frente a los nuevos descubrimientos de la ciencia. La conclusión a la que se llega es la de reconocer que los últimos hallazgos desmienten las afirmaciones fundamentales del transformismo y lo colocan en una situación de descrédito.
La tremenda complejidad del átomo, unida a la del mensaje contenido en el ADN y el código genético que posee cada célula viva, permiten afirmar que Darwin no mató a Dios -como algunos piensan- sino que, muy al contrario, Él fue quien planificó el mundo y lo sigue sustentando con su infinita sabiduría.
Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Zoé - Darwin no mató a Dios