La historicidad de Moisés

Las principales pruebas de la existencia real de Moisés y de las grandes empresas que marcaron su vida se hallan en la propia Biblia.

11 DE JULIO DE 2024 · 17:14

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Imagen de Fr. Barry Braum, Unsplash.link], Unsplash.

Ningún documento antiguo que se conozca hoy, aparte de la Biblia, menciona el nombre de Moisés. A lo largo de la historia, esta ausencia de confirmación arqueológica ha venido siendo para muchos una dificultad a la hora de establecer su historicidad. Algunos autores críticos o escépticos, partidarios de la hipótesis documental de Wellhausen, han rechazado su existencia real. Por ejemplo, el teólogo alemán Gerhard von Rad se refería, en la década de los 60 del pasado siglo XX, a la imagen de Moisés con estas palabras: “esta imagen fue en buena parte el producto de un proceso literario y es por lo tanto bastante tardía, si la comparamos con la antigüedad de muchas tradiciones. (…) Ya no es posible escribir una historia de la tradición sobre Moisés y sus diversas situaciones vitales. Una de las dificultades mayores es que, con toda probabilidad, la figura de Moisés fue incorporada solo posteriormente en muchas tradiciones.”[1] Esto refleja lo que muchos expertos creían en su tiempo y lo que otros continúan creyendo todavía hoy, con relación a que el Pentateuco no habría sido escrito por Moisés, sino por muchos hombres, en muchas épocas y en base a numerosas tradiciones diferentes.[2]

No obstante, actualmente, sobre todo después de lo que se ha descubierto acerca de la historia y cultura egipcias, son numerosos los investigadores -como Kitchen, North y Albright, entre otros- que, al menos, aceptan un trasfondo histórico para Moisés. En efecto, muchos creen que su propio nombre sería de origen egipcio.[3] Es verdad que en la Biblia se dice que Moisés significa “porque de las aguas lo saqué” (Ex. 2:10), pero esto es sólo porque en hebreo “Moisés” suena como el verbo que significa “sacar”. En realidad, sería un nombre egipcio teóforo (es decir, relacionado con alguna divinidad), como Ah-mosis, Tut-mosis, Ptah-mosis, Ra-msés, etc. Tales nombres solían ponerse en Egipto a los niños nacidos el día del aniversario de ese dios, más o menos como el día del santo para los católicos. 

Esto es significativo porque plantea la siguiente cuestión. Si los israelitas se hubieran inventado la figura de Moisés como su héroe nacional -tal como creen algunos- ¿acaso le habrían puesto un nombre egipcio que reflejaba la idolatría del pueblo enemigo que los tenía esclavizados? ¿No le habrían dado un nombre típicamente judío? Esto es ya una evidencia en favor de la realidad histórica de Moisés. De la misma manera, si se tratara de una ficción elaborada mucho tiempo después por los hebreos ¿por qué presentarlo como un asesino tartamudo y cobarde que huye para no ser juzgado por haber matado a un compatriota? ¿Acaso no es ésta la imagen de un antihéroe? Si tal historia fuera inventada, ¿a qué imaginar una leyenda tan negativa para el sentimiento nacional como la vergonzosa esclavitud de todo el pueblo hebreo? Ninguna otra cultura de Oriente cayó tan bajo al crearse su propio relato de los orígenes. Todo esto sugiere que, aunque no exista suficiente corroboración arqueológica, detrás de la narración de la Biblia sobre Moisés, la esclavitud en Egipto y el éxodo por el desierto, hay una memoria histórica real y verdadera.

También se ha señalado que el relato del abandono del bebé Moisés en una arquilla de juncos, sobre las aguas del río Nilo, así como de su posterior salvación, parece copiado de la leyenda mesopotámica del rey Sargón de Acad,[4] que dice así:

Yo soy Sargón, el rey poderoso, el rey de Akkad…

Mi madre me concibió y me engendró en secreto;

Me puso en una cesta de juncos y con pez selló la tapa;

Me echó al río, que no me sumergió.

El río me sostuvo y me llevó a Akki, el aguador;

éste me sacó cuando metió su cubo,

me crio como a su hijo, 

me hizo su jardinero.

Siendo yo jardinero, la diosa Ishtar se enamoró de mí.[5]

Sin embargo, esta leyenda de Sargón que narra su nacimiento fantástico y su ascensión al trono del imperio mesopotámico fue creada por el rey Sargón II (que no hay que confundir con Sargón I). Sargón II vivió entre los años 721 y 705 a. C. Es decir, mucho tiempo después de que se escribiera la narración bíblica de los primeros años de la vida de Moisés.[6] Por lo tanto, el relato del libro de Éxodo es anterior unos ocho siglos aproximadamente a la leyenda de Sargón. ¿Quién copió de quién?

Actualmente, quienes confían en la historicidad de Moisés que se desprende del relato bíblico, apuntan también a la evidencia extrabíblica procedente de Egipto. Se ha podido comprobar que durante las Dinastías XVIII y XIX se produjeron numerosos movimientos de grupos semíticos hacia y desde Egipto. Existe también el testimonio del fresco de la “tumba de Rekhmire”, quien fue primer ministro del faraón Tutmosis III (1479-1425 a. C.) en Tebas occidental. En dicho fresco se representan grupos de extranjeros fabricando adobes y en el texto jeroglífico que lo acompaña se especifica que se trata de trabajadores tomados como prisioneros de guerra. Los dibujos muestran con claridad semitas asiáticos occidentales, nubios africanos y capataces egipcios.[7] Este tipo de costumbres egipcias encaja bien con el relato bíblico. Asimismo, la adopción de Moisés y su educación para convertirse en escriba egipcio está también de acuerdo con las prácticas egipcias vigentes de la época. Era costumbre contratar expertos de origen asiático a quienes que se les mandaba instruir a los faraones y se les confiaban cargos administrativos importantes.

De esta misma opinión era también el arqueólogo y lingüista italiano de la universidad de Roma, Sabatino Moscati, quien escribió: “También la estancia en Egipto tiene un fundamento histórico digno de atención. Se puede discutir en qué proporción Israel sería el protagonista y por cuanto tiempo duraría; pero la presencia de gentes palestinenses en Egipto y su sumisión a tributo por parte de los faraones es un fenómeno tan frecuente en la antigüedad que no hay motivo para negar la tradición bíblica a este respecto.”[8] Bien, pero si esto fue así, si el pueblo hebreo estuvo tantos años en Egipto, si durante su éxodo por el desierto deambuló errante hasta su llegada a la tierra prometida, tal como afirma la Biblia, ¿por qué no hay constancia arqueológica más evidente de todo ello? ¿Cómo es que no quedaron papiros escritos? ¿A qué se debe que se mencione incluso el nombre propio de las parteras (Ex. 1:15) y ni siquiera se mencione el del faraón del éxodo? 

Hay que tener en cuenta las particulares condiciones ambientales de Egipto, que imposibilitan la preservación de los papiros escritos. Este era un importante inconveniente para los escribas egipcios, a quienes se les suele representar casi siempre con jarras de cerámica, bolsas de cuero y cofres de madera para proteger sus documentos ya que la elevada humedad, la acción de los insectos y el paso del tiempo solían destruirlos pronto. Sin embargo, la elevada durabilidad de las tablillas de arcilla, propias de Mesopotamia, ha permitido a los arqueólogos modernos descubrir archivos y bibliotecas muy completas. Por desgracia no ha sido así con los papiros, que no han podido resistir el paso del tiempo y sólo se ha conservado por casualidad una mínima parte de la ingente cantidad que los escribas egipcios escribieron.

Además, ¿por qué tendrían los egipcios que escribir nada sobre los pobres esclavos hebreos? Los escribas redactaban los informes que les exigían sus líderes y éstos sólo se interesaban por las cuestiones de las élites dirigentes. Es decir, por todo lo que tenía que ver con el faraón y con sus gloriosas victorias militares. Los papiros y los bajorrelieves en piedra se llenaban de grandezas no de miserias. ¿Qué faraón construiría un monumento, o haría un grabado en la pared de su tumba para publicar con orgullo que su principal mano de obra, los hebreos esclavizados, le abandonaron y huyeron? Frente a esta costumbre egipcia de exaltar exageradamente las gestas faraónicas, resulta curioso cómo trata el texto bíblico la figura del faraón. Ni siquiera menciona el nombre propio de ninguno. La Biblia nunca especifica el nombre oficial de ningún faraón y esto teniendo en cuenta que aparecen varios de diferentes épocas en el Antiguo Testamento. ¿Se trata de una pincelada teológica que evidenciaría quien es relevante para Dios y quién no?

Muchos estudiosos modernos se decantan por Ramsés II (1279-1213 a. C.) como el faraón del éxodo judío, fijándose sobre todo en la referencia a la construcción de la ciudad de Ramesés (Ex. 1:11); otros creen que se trata de Tutmosis III (1479-1425 a. C.), basándose en los datos que aporta el versículo de 1 Reyes 6:1, en el que se dice que 480 años después de que los israelitas salieran de Egipto se empezó a construir el templo, en el cuarto año del inicio del reinado de Salomón; para algunos sería Amenofis III (1390-1353 a. C.) ya que durante su reinado ocurrieron fenómenos que podrían relacionarse con las plagas; mientras que otros apuestan por Ahmosis I (1550-1525 a. C.) pues en su época se habla de un dios desconocido causante de plagas y además su hijo primogénito murió muy joven.[9] En fin, no existe unanimidad entre los expertos. Cada egiptólogo argumenta convincentemente su postura, pero lo cierto es que ninguna de las cuales goza de aceptación general.

Las principales pruebas de la existencia real de Moisés y de las grandes empresas que marcaron su vida se hallan en la propia Biblia. Muchos pasajes de ella testifican en ese sentido. Existen evidencias elocuentes de que los relatos de Génesis reflejan el escenario cultural y político del segundo milenio antes de Cristo. Las costumbres sociales y las prácticas religiosas de los patriarcas anteriores son más afines con el segundo milenio a. C. que con el primero. Por ejemplo, el tipo de unión matrimonial entre Abrahán y su hermanastra Sara fue más tarde expresamente prohibido por la ley mosaica (Lv. 18:9). Esto no habría pasado desapercibido a los judíos del período del exilio, que supuestamente habrían inventado las historias de los patriarcas -según dicen algunos-, porque se trataba de una práctica absolutamente contraria a la ley. Si se conservó tal relato, es porque se trataba de una tradición antigua cierta y bien consolidada.

Del éxodo bíblico tampoco existen testimonios arqueológicos. De ahí que algunos autores, como el arqueólogo israelí Israel Finkelstein, no creen que éste se produjera. Sin embargo, conviene tener en cuenta que la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia. No constituye una prueba definitiva. ¡Cuántas veces los arqueólogos han negado el testimonio bíblico hasta que las mismas piedras les han hablado y han tenido que cambiar de opinión! La lista de ejemplos en este sentido es larguísima. Además, la ausencia de pruebas materiales de una estancia en el desierto tampoco prueba nada. Un grupo semítico que huye de Egipto no habría dejado pruebas directas porque no habría construido ciudades ni monumentos ni hecho nada más que dejar huellas en la arena del desierto. Huellas frágiles que pronto sería borradas por los fuertes vientos de la península del Sinaí, una de las provincias más frías de Egipto, debido a su peculiar orografía. Sin embargo, hay algo que ningún viento puede borrar. Se trata del amor y el respeto por la Palabra de Dios que anida en el corazón del creyente. En definitiva, todo depende de la actitud con que el ser humano se acerca a la Escritura. 

 

Notas

[1] von Rad, G. 1982, Teología del Antiguo Testamento, Sígueme, Salamanca, pp. 363-364.

[2] von Rad, G. 1982, Estudios sobre el Antiguo Testamento, Sígueme, Salamanca, p. 80.

[3] Cabello Morales, P. 2019, Arqueología bíblica, Almuzara, Córdoba, p. 241.

[4] Ver aquí.

[5] Moscati, S. 1960, Las antiguas civilizaciones semíticas, Garriga, Barcelona, p. 33.

[6] Biblia de Estudio NVI Arqueológica, 2009, Zondervan, Grand Rapids, Michigan, p. 91.

[7] Cabello Morales, P. 2019, Arqueología bíblica, Almuzara, Córdoba, p. 244.

[8] Moscati, S. 1960, Las antiguas civilizaciones semíticas, Garriga, Barcelona, p. 149.

[9] Cabello Morales, P. 2019, Arqueología bíblica, Almuzara, Córdoba, p. 252.

 

 

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