¿Hace Dios milagros todavía en el siglo XXI?

Kevin Michael Wickham

13 DE ABRIL DE 2013 · 22:00

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Madrid, sábado, 2 de la madrugada. Voy conduciendo hacia mi casa; mi mente mientras tanto está dando vueltas al día que he pasado: “He pasado un gran momento en el grupo de jóvenes de la iglesia, donde todos hemos compartido algo de la Biblia, hemos orado y ha sido genial; hemos estado cenando juntos. Qué feliz soy, gracias Señor por el día de hoy”. Detengo el coche unas calles antes de llegar a mi casa y espero al color verde del semáforo. Observo una imagen común de hoy en día: jóvenes sin rumbo, risas escandalosas, gritos, música fuerte, borrachos. No me sorprende ver el caos juvenil que hay en la calle; es más, me resulta habitual. Un triste dolor empieza a recorrer mi cuerpo porque me doy cuenta de que hace solo un año yo estaba igual que ellos, absorbido en un caos, sin control, sin un patrón que seguir, viviendo el disfrute momentáneo sin que me importara lo que había a mi alrededor, sin límites, viviendo en una jungla donde sobrevive el más fuerte, pisando al débil para quedar por encima, intentando ser el león de esa jungla. Me acuerdo de momentos tristes donde eres el único dueño de tu vida, dónde sólo importa el pasarlo bien sin importar lo que hay alrededor o si haces daño a alguien. Alcohol, sexo, peleas juveniles, fútbol como mi dios, fiestas… Todo esto fueron elementos de escape a mi gran soledad. Nueve años de mi vida donde busqué la salida a mis problemas en lo que ofrece la sociedad, sin pensar en lo que Dios me decía. Aunque me crié en una familia cristiana, decidí buscar las soluciones en lo llamativo, en lo que apetece, como cuando en el desierto Satanás le ofreció a Jesús todo cuanto una persona “podía desear”. Lamentablemente yo dije SÍ. Cuando llegas a ese extremo te das cuenta de que estás solo, que estás absorbido en un pozo del que no puedes salir, y que has creado unas cadenas de las que es imposible escapar por ti mismo. Puedo asegurar que me sentía como un auténtico leproso del siglo XXI, a quien nadie querría acercarse si me hubiese conocido profundamente. Alguien contestó mi llamada de socorro, alguien a quien no puedo ver, alguien al que rechacé durante nueve años de mi vida, a quien he insultado, al que le he dado la espalda. Me he reído de él y de todos los que le siguen, despreciándole, humillándole. Cuando leo cómo sacrificaron a Jesús, me doy cuenta de que yo era uno más allí; con mis palabras y actos era partícipe, no era muy diferente a ellos. Su amor incondicional pudo quebrantarme, me hizo darme cuenta de que la única salida era él; no podía seguir haciendo lo que yo quería, sin arrepentirme de mis pecados. Sólo quería servirle el resto de mi vida, ser suyo, vivir confiado en sus promesas. Entregué mi vida podrida a él para que la limpiase y la transformase a su imagen. Y así fue: cambió mi vida totalmente. Me hace gracia cuando la gente habla acerca de que no existen milagros en el siglo XXI. Qué lejano y raro es ver la alimentación de los cinco mil o la resurrección de Lázaro. ¡Qué mayor milagro que ver un exdrogadicto enseñando la misericordia de Dios a un drogadicto, enseñando cómo Dios le ha liberado de esa cadena y tiene ahora un patrón que seguir y una esperanza! ¿Acaso eso no es un milagro? ¿Acaso Dios no hizo un milagro con mi vida también? Dios quiere hacer más milagros aún, y quiere hacerlos contigo. Somos esclavos de la sociedad del siglo XXI, pero Jesús vino para quitarnos esa esclavitud con su muerte y su resurrección. Todavía estás a tiempo. Él te está buscando. DIOS ES NUESTRO RESCATADOR.

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