¡Oh triste Navidad!

Es de noche aún. Las tiendas están cerradas. Hace frío y llueve. Unos pocos transeúntes caminan abrigados por la acera, con la cabeza gacha, porque esta repentina lluvia les ha cogido desprevenidos. La cafetería de la esquina está abierta. El semáforo se ha puesto en rojo y permite observar a los camareros del primer turno bajando las sillas que la noche anterior dejaron sobre las mesas para limpiar el suelo.

A través de los cristales puede verse el parpadeo de las luces de colores que adornan el árbol de Navidad colocado al fondo del local, en una esquina. Es lo único que, en su aislamiento, alumbra con fuerza. Nadie le presta atención y no es debido a la hora temprana, sino más bien a la costumbre de que ese árbol esté ahí, siempre en el mismo sitio cada vez que llega diciembre, con los mismos adornos, iluminado con las mismas luces artificiales que le colocan año tras año. Su figura pasa tan desapercibida como el verdadero sentido de la Navidad, pues hace mucho que quieren darle otro significado en el que no tiene cabida la llegada de Jesús al mundo. 

Esta incongruencia me lleva a pensar, por ejemplo, qué sería de la celebración del día del libro sin que los libros tuviesen cabida; qué sería del día internacional de la mujer si las mujeres no tuviesen el protagonismo; del día de los derechos de los niños, sin niños; o del día de los enamorados sin parejas; o del día de las madres sin hijos. 

Conozco esta cafetería y sé que cuando por las tardes los padres llevan a sus niños a merendar, ni si quiera lo miran. Más bien buscan regalos a sus pies, cajitas envueltas en papeles de brillantes colores esperando ser abiertos.

Árbol de Navidad, verde, casi siempre de un verde artificial. Tan artificial y tan burdo como el festejo en el que se ha convertido el nacimiento del Niño Dios, sin almas humanas que lo celebren, pues no creen, ni quieren creer, ni respetan al que cree. 

Necesitamos un cambio. Necesitamos ordenar conceptos. Necesitamos pasar del sentido absurdo que le damos a estas fechas al verdadero. Necesitamos que nos asista la razón y la fe para conocer el motivo de nuestra real existencia. Necesitamos tener la cabeza y los pies en su sitio.

En un corto periodo de tiempo nuestras vidas se han llenado de un sin fin de motivos insustanciales que colman nuestro día a día. Y lo peor es que sin ellos no seríamos capaces de avanzar. Estamos repletos de seudotesoros altamente tóxicos. 

Nos importamos a nosotros mismos sin importarnos el prójimo en absoluto. Nos tenemos en tan alta estima que nos creemos los reyes del universo. Somos tan egoístas que queremos ser perdonados sin perdonar a los demás.

¡Cuán equivocados estamos respecto al sentido de la vida que nos trae Jesús! ¡Esperamos tantas cosas sin esperarlo a él! Sin embargo:

*Si nuestra más grande necesidad hubiera sido información, Dios nos hubiera enviado un educador.

Si nuestra más grande necesidad hubiera sido la tecnología, Dios nos hubiera enviado un científico.

Si nuestra más grande necesidad hubiera sido dinero, Dios nos hubiera enviado un economista.

Si nuestra más grande necesidad hubiera sido placer, Dios nos hubiera enviado un comediante.

Pero nuestra más grande necesidad era el perdón, por eso Dios nos envió un Salvador.

En aquella primera mañana de Navidad cuando María abrió aquel "don inefable" que venía de Dios, allí despertó la gracia.

*Texto en cursiva tomado del libro El despertar de la gracia, de Charles R. Swindoll, Betania.