El don glorioso de llorar

Si Cristo lloró tanto, ¿por qué el hombre ha dejado de llorar?  

20 DE NOVIEMBRE DE 2020 · 20:01

Imagen de StockSnap en Pixabay ,
Imagen de StockSnap en Pixabay

Por Doris Alcón Huayta

Solo el hombre puede hacer llorar a Dios. Ama, pero también hiere el alma de quien más lo quiere. Jeremías mencionó el llanto de Dios a causa del pecado de Judá y Jerusalén: Dios llorando en los montes y levantando llanto en el desierto. Ni las aves ni los animales se quedaron para ver la ciudad convertida en ruinas. Todos huyeron. Solo quedó Dios.

El llanto es un tipo de delirio inevitable, se llora por amor, se llora de dolor, se llora de felicidad, uno nace llorando. David fue un rey que lloró en exceso; cerca de Dios (en la adoración), o lejos de él (por su desobediencia). Uno de aquellos momentos fue cuando Absalón lo perseguía para quitarle la vida. David huyó con todo el pueblo llorando: “Y David subió la cuesta de los Olivos, y la subió llorando, llevando la cabeza cubierta y los pies descalzos, y también todo el pueblo iba llorando” (2 Sam. 15:30). El instante era insoportablemente doloroso. Más durante la guerra, cuando esperaba saber de Absalón en las puertas de la ciudad.

Fue un padre el que estaba esperando, antes que un rey. “Absalón, ¿está bien?”, fue lo primero que pronunció al que traía la noticia de la victoria. “Tu hijo ha muerto”, le dijo el mensajero. Lo habían matado vilmente, sin compasión. La encina sujetó su cabeza, Joab le clavó la lanza en su pecho y los otros lo remataron. Aquel día David lanzó un fuerte grito de dolor. Deseaba haber muerto él. Un verdadero padre no deja de amar a su hijo, aunque este quiera matarlo. La victoria se había convertido en dolor, la fiesta en duelo. Sin embargo, aquí es cuando el corazón de David se descubre. Ese que quiere el bien del que lo odia, el que llora cuando su enemigo sufre.

Sin embargo, el sufrimiento no fue todo en su vida, hubo momentos de gran consuelo y apoyo. En la despedida con Jonatán estaba embargado de dolor. Temía a la muerte. Así que derramó su corazón sobre el único que comprendía su espíritu y le podía retornar la fe. Jonatán sabía la salida del asunto: huir de Saúl, pero encomendarse antes a Dios. “Que entre tú y yo esté Dios para siempre”, le dijo Jonatán. Solamente Dios puede librarnos de la muerte. El que sufre de dolor a ratos olvida a Dios, pero hay uno que siempre le recuerda, así era Jonatán, un hombre que lloraba con el que llora, uno que lo lleva a las afueras del campo y en presencia de Dios le hace promesas reconfortantes (1 Sam. 20:10-12). Jonatán se preocupaba por el alma más que por la vida misma. La despedida con besos, llanto y dolor demostró que ni siquiera el amor romántico era tan intenso como el de ellos (2 Sam1:26). El amor romántico se desgana a ratos, este amor no, crece en el conflicto, por eso duele tanto la separación.

El dolor por la despedida fue a la vez un consuelo para el corazón de David. Se despidió de Jonatán, pero se fue con Dios.

Hay momentos cuando el llanto desangra el alma, pero también hay otros cuando lo sana. Si el llanto nos acerca a Dios, entonces hay que llorar. Cristo mismo llevó a cabo su ministerio llorando: lloró por Lázaro, por Jerusalén, agonizó en Getsemaní, fue llorando al Gólgota. Lloró por todos. Si Cristo lloró tanto, ¿por qué el hombre ha dejado de llorar?

Existe un llanto que redime el alma, lo mencionó Cristo en el sermón del monte: “Bienaventurados los que lloran porque ellos recibirán consolación”. El llanto nos permite experimentar el consuelo de Dios: el inconverso que llora por sus pecados recibe vida eterna, el converso que llora en su confesión se limpia ante Dios. El profeta Jeremías lo dijo de otra manera, que no hay nada en esta vida que valga la pena lamentarse, excepto por el pecado (Lam 3:39). Las lágrimas más preciosas para Dios son las que se derraman por el pecado. Las que no quiere que el hombre las seque.

En el Nuevo Testamento se menciona a una mujer pecadora que se presentó en la cena de Jesús con un fariseo. Ella lloró por redención. Olvidó que estaba ante un hombre que la menospreciaba, y no le importó. Miró a Cristo y cayó a sus pies. Los regó con lágrimas, los enjugó con sus cabellos, los besó y ungió con perfume. La mujer lloró de amor. Su amor por Cristo rebasó tanto que se volvió en llanto.

¿Cómo una mujer de mala vida puede entender mejor el concepto del amor que un fariseo? Solo el que es perdonado por Dios puede entenderlo. Qué sabe del amor real el que no conoce a Dios. El romántico que promete bajar la luna por amor, miente; solo el redimido puede alcanzar el cielo. El que recibe amor debe también perdonar, y el que es perdonado tiene todas las razones para amar. El perdón revive el amor. Motiva a amar. Donde no hay perdón el amor también desfallece. Por eso Cristo nos perdonó, porque nos amó mucho; y lo amamos porque nos perdonó demasiado. Amor y perdón vienen de la mano. Aquella mujer le dejó una gran lección al fariseo: que Cristo no es un simple invitado, es el Salvador del mundo. La cena no es la intención sino la redención. Eso le duraría a él toda su vida. Ella nunca olvidaría el momento cuando escuchó por primera vez: “Vete en paz, tus pecados han sido perdonados “. Cristo sintió las lágrimas de aquella mujer, porque vinieron del corazón.

Las lágrimas por el perdón fluyen de nuestro corazón y nos acercan a Dios, nos retorna la paz. Para eso fueron creadas, para que Dios y el hombre lloren juntos, y este experimente la gracia que solo este llanto puede dar, de volver a Dios y nunca más perder ese don glorioso de llorar.

 

Doris Alcón Huayta - Literatura y Teología - La Paz (Bolivia)

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