El malecón
La Habana, Cuba
11 de abril
Hace fresco. El hospitalario Lázaro me aconseja una vuelta por el malecón. Después de la lluvia vino la fiebre. Pocas cosas matemáticas me acontecen, sobre todo últimamente, y una de ellas es el resfriado: dos veces al año, pase lo que pase.
11 de abril
29 DE MARZO DE 2008 · 23:00
La noche ha sido terrible. Por más que frotase mis dedos pálidos las uñas seguían permaneciendo moradas. La lengua blanca impedía que cualquiera de los cafés que Lázaro me preparaba pudieran distinguirse del sabor a sinsabor que otorga un catarro. Tragaba pequeñas piezas metálicas, e incapaz de oler, de paladear, de sentir, tirité como nunca mientras la tormenta limpiaba Cuba. Cuba deliraba. El delirio de Cuba. Ventanas rotas. Voces amenazadas. Me sentía como un gladiador al final de su jornada, sólo podía agradecer sentirse vivo, mientras el resto del cuerpo dolorido aullaba por unas horas de sueño y de calor.
Esta mañana amanezco mucho mejor tras el sueño reparador hacia el final de la larga tempestad. Las calles despiertan como nuevas, y algunos niños chapotean en sus charcos. Algunas ruedas también chapotean y mojan a los despistados; raro es que no me toque a mí.
Tomo un zumo compuesto de varias frutas, y vuelven sabores olvidados. El sol por fin libre me animará, aunque sólo si me dejo acompañar por él en el paseo junto al mar. Así que encamino mis pasos por el Prado, y esquivo la Calle de san Lázaro, saliendo al malecón con su muro sinuoso que contiene el impulso de las olas rugientes, gigantes. Sólo con el ruido de las olas rompiendo siento cómo me voy transformando en ser vivo. Esto se acentúa a medida que recorro el malecón, y descubro que nada de esto ocurre por casualidad. Rozo con la punta de los dedos la piedra húmeda y áspera, y oigo el sonido de las cadenas de bicicleta en su ciclo infinito. Estoy en el lugar que desde siempre ha dado aire libre y capacidad a la ciudad para regenerarse.
El malecón va haciendo su propia vida, es parte diferente del resto de la ciudad, con su propio ritmo.
Veo en un mismo espacio gentes de toda condición y actividades distintas. Unos chicos se lanzan hacia el mar como ángeles. Una madre sujeta a su niña para que no los imite. Varias parejas se abrazan de formas únicas: ovillo, espiga, regaliz, mochila a la espalda, como niños. Hay quien se duerme sobre el muro, quien se siente a sus anchas. Hay trompetistas alegres, furtivos, poderosos, oscuros. Piernas cruzadas y sueltas. Coches antiguos.
En un pequeño grupo de rocas, durante un descanso del muro, se creó en su momento una piscina natural en la cual hoy los niños juegan y chapotean, y arrojan el agua de fondo verdoso a todo el mundo, sin excepción. Hay zonas solitarias, y otras repletas de personas que visten con colores chillones.
Al otro lado del malecón, hacia el interior de la ciudad, las farolas están forjadas en su parte superior como caracoles simbólicos. Las fachadas son barrocas pero con encanto, ese encanto de cierta parte de las cosas antiguas, ese encanto de la diversidad de tonos por la intemperie.
Me siento vivo y listo para continuar.
Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Tierras - El malecón
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