El ídolo del nacionalismo: cuando la patria se convierte en dios
Existe el peligro real de que un estado se convierta en un ídolo. Y el cristiano no está exento de este peligro.
22 DE ENERO DE 2025 · 10:09
Himnos nacionales, banderas nacionales, fiestas nacionales, héroes nacionales, partidos nacionalistas… la lista de todo lo que exalta a una nación —lo pequeña que sea— es larga. Y cualquier partido de fútbol a nivel internacional nos enseña de lo que el fervor nacional es capaz. Aunque parece que la exaltación de lo nacional siempre ha existido, no es así. Una pequeña excursión a los hechos históricos nos enseña otra cosa.
Es cierto que el nacionalismo, como ideología, tiene raíces que se extienden a lo largo de la historia, pero su forma moderna comenzó a cristalizarse en el siglo XVIII. Con la Revolución Francesa (1789), se introdujo el concepto de «nación» como una comunidad política basada en la soberanía popular y la identidad cultural común. Este movimiento promovió la idea de que los ciudadanos debían lealtad a la «nación» más que a una familia, un monarca o a Dios.
A lo largo del siglo XIX, el nacionalismo se expandió por Europa, alimentado por movimientos de unificación como el Risorgimento en Italia, la unificación de Alemania bajo Bismarck o unas décadas antes la recuperación de la independencia de Grecia. Estos movimientos no solo buscaban la creación de estados-nación, sino también la reivindicación de identidades culturales y lingüísticas, a menudo a costa de minorías étnicas. El romanticismo también jugó un papel crucial, glorificando la historia, el folclore y la lengua de cada nación.
En el siglo XX, el nacionalismo se transformó en una fuerza política poderosa y destructiva. Las dos guerras mundiales fueron, en parte, resultado de conflictos nacionalistas exacerbados por el deseo de expansión territorial y la afirmación de superioridad nacional. El nacionalismo también fue instrumental en la descolonización después de la II Guerra Mundial, donde muchas naciones en África y Asia buscaron la independencia basándose en identidades nacionales.
En la era contemporánea, el nacionalismo ha resurgido. El debate sobre la globalización y la manifestada incapacidad de una Unión Europea en manos de una casta de burócratas ha revitalizado discusiones sobre la soberanía nacional y la identidad cultural, mostrando que el nacionalismo sigue siendo una fuerza dinámica, controvertida y a veces destructiva en el mundo moderno.
El rugido del nacionalismo
En la era de las redes sociales, con sus eslóganes virales, el nacionalismo ha vuelto con fuerza y con un fervor casi religioso. Pero, ¿qué pasa cuando este fervor nacionalista se convierte en algo más que un simple vínculo emocional a la tierra natal? ¿Qué ocurre cuando la patria se transforma en un ídolo, demandando lealtad absoluta y sacrificios que desafían los mandamientos divinos? ¿Cómo nos comportamos como cristianos ante un estado que requiere cada vez más atención y poder?
La Biblia nos ofrece un marco para entender y enfrentar este dilema. Hemos visto en los últimos artículos que la Ley de Dios debe ser la base de toda ley humana, incluso en asuntos de estado y nación. Cada estado es potencialmente una fiera que tiene que ser dominada por mecanismos de control para no causar daños y convertirse finalmente en un monstruo que exige honores y poderes divinos. Existe el peligro real de que un estado se convierta en un ídolo. Y el cristiano no está exento de este peligro.
El becerro de oro de nuestro tiempo
La Biblia nos advierte del pecado de la idolatría con historias impactantes. Recordemos el asunto del becerro de oro (Éxodo 32), donde el pueblo de Israel, impaciente por la ausencia de Moisés, decide crear un dios que se podía ver y tocar. ¿No es el nacionalismo moderno una versión contemporánea de este pecado? La nación, con sus banderas, himnos, héroes y mitos fundacionales, se convierte en un objeto de veneración, desatando una ceguera moral y espiritual. La frase “este es el dios que te sacó de Egipto” se parece bastante al “esta es la nación a la cual tú debes lealtad” o al “tú no eres nada, tu nación es todo”.
Un ejemplo de este sinsentido devastador de un nacionalismo ciego es la guerra más reciente que se está librando en Europa. Cientos de miles de rusos y ucranianos están muriendo inútilmente en un enfrentamiento bélico alimentado por nacionalismos infames, hipócritas y maliciosos. Y la cosa se vuelve aún más trágica cuando las iglesias cristianas en ambos bandos se convierten servilmente en instrumentos de sus respectivos gobiernos, vendidas a todo menos a los intereses de la nación y aún mucho menos a los de Dios.
Nos hace falta recordar que el primer mandamiento, "No tendrás otros dioses delante de mí" (Éxodo 20:3), debe ser el principio rector en nuestra vida personal y colectiva. Cuando la nación se eleva a la categoría de divino, estamos violando este mandamiento, sustituyendo la gloria de Dios por la gloria nacional. Y lo de “divino” también se aplica a un Estado aconfesional, secular, socialista, ateo, fascista o de otra ideología.
El papel de las naciones
Antes de abordar algunos de los peligros del nacionalismo, puede ser útil reflexionar sobre la visión bíblica de las naciones. Pablo, en su discurso en Atenas, recordó a los oyentes que, en cuanto a los pueblos, Dios había «fijado los límites de su habitación» (Hechos 17:26). En otras palabras, Dios permite que las naciones se levanten en el paisaje de la historia y luego retrocedan. La historia nos enseña su naturaleza transitoria, incluso de las naciones e imperios más grandes. Desde siempre, cada una de las naciones de la tierra se ha considerado permanente invocando el favor divino para su seguridad. Pero todas se quedaban solo por una temporada para luego acabar en el vertedero de la historia.
Ciudadanos del Cielo
El cristiano se define en primer lugar como ciudadano del Reino de Dios, según Filipenses 3:20 donde leemos: "Nuestra ciudadanía está en los cielos". Esta declaración no es solo teológica; es un desafío práctico para vivir nuestra vida en cualquier nación con los valores del Reino de Dios. La lealtad a Cristo debe superar cualquier lealtad a la bandera, el himno o el líder nacional. Un cristiano debe estar dispuesto a sacrificar su vida por Cristo y su Reino, pero no por los caprichos del mandamás de turno y sus delirios de una “nación sagrada” con su supuesta “misión histórica”.
Daniel, arrojado al foso de los leones, y Sadrac, Mesac y Abed-nego al horno de fuego (Daniel 3 y 6), son ejemplos tangibles de esta lealtad. Ellos eligieron morir antes que adorar a un rey o su estatua.
El patriotismo bíblico
Para evitar malentendidos: desde la perspectiva bíblica, amar, respetar y cuidar a su región o país de origen aún no convierte a una persona en nacionalista. Jeremías insta a los judíos deportados en Babilonia a buscar la “paz” de la ciudad (29:7). La palabra es shalom que aquí mejor se traduce como “bienestar”. Por cierto: Dios se refiere explícitamente a la “ciudad”, no al “imperio”. Y la razón también es interesante: bienestar para la ciudad significa bienestar para todo el mundo. La Biblia nos invita a una colaboración constructiva que al mismo tiempo guarda una sana distancia con el poder.
Un mundo dividido
En un mundo donde las fronteras vuelven a convertirse en muros, donde el “nosotros contra ellos” se ha vuelto la norma, donde cada campo exalta lo suyo, la fe cristiana nos ofrece una alternativa radical. Es la inversión del grito de los judíos ante Pilato: no tenemos rey, salvo Cristo y no tenemos nación, salvo el Reino de Dios. Anticipamos ya por fe la gran verdad que dice: “Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo” (Apocalipsis 11:15). No nos dejamos identificar con un bando o con otro. Nosotros sumamos, no dividimos y en vez de muros construimos puentes.
Más allá de las barreras nacionales está el vínculo que tenemos con los cristianos de todos los países de la tierra: formamos parte del pueblo de Dios. El orgullo nacional nunca debe competir con los lazos que nos unen en el cuerpo de Cristo porque existe el peligro de que la lealtad radical a una nación nos ponga en conflicto con los creyentes de otras naciones.
Nunca debemos olvidar: si mi país deja de existir mañana, este mundo seguirá. Hace dos milenios, el Señor Jesús se presentó ante un gobernador romano y declaró: «Mi reino no es de este mundo» (Juan 18:36). Esto debería zanjar la cuestión de si alguna nación es indispensable para el propósito de Dios.
Nuestro vínculo primario como creyentes no es con aquellos que residen dentro de un límite geográfico dado, hablan un idioma específico o saludan una bandera particular. Nuestro primer vínculo es con todos los que tienen a Jesús como Señor, porque con ellos vamos a pasar la eternidad. Y una cosa es evidente: en el cielo no habrá banderas nacionales, ni disputas territoriales.
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