¿Quién fue realmente Jesús de Nazaret? A 1700 años del Credo de Nicea
El documento más importante de ese primer concilio ecuménico fue el Credo de Nicea, una declaración de fe que resume en pocas palabras la esencia de la fe cristiana.
25 DE MAYO DE 2025 · 13:00

Este artículo es una transcripción de este video de Teología Pop
Hace exactamente 1700 años, más de 300 líderes de la iglesia se juntaron para discutir sobre una pregunta explosiva: ¿Quién fue realmente Jesús de Nazaret?
Su respuesta se conoce como “Credo de Nicea”, y definió la historia del cristianismo para siempre. Te invito a que camines conmigo los 20 escalones de esta escalera que nos lleva directo al corazón de la fe cristiana.
Lo primero que tenemos que hacer es entender el contexto histórico. Estamos en el año 325 después de Cristo, una época en que el Imperio romano estaba en plena transformación.
Tan solo 12 años antes, el emperador Constantino había declarado un edicto que ponía fin a la persecución contra los cristianos.
La conversión al cristianismo de Constantino es uno de los hechos que cambió el rumbo de la historia; algunos historiadores creen que esa conversión fue un acto de fe sincera, mientras que otros la ven como una estrategia política para fortalecer su poder.
Sea como fuere, el emperador veía en la iglesia una gran aliada para lograr la unidad del imperio y evitar las divisiones.
Pero cuando se terminó la persecución, salió a la luz una crisis muy profunda que atravesaba la iglesia. Había un presbítero en la ciudad de Alejandría llamado Arrio, que sostenía que Jesús no era divino en el mismo sentido que Dios Padre era divino. Arrio lo veía más bien como la más importante y poderosa de las criaturas, pero una criatura al fin.
Como te podrás imaginar, mucha gente puso el grito en el cielo. Si lo que Arrio decía era cierto, eso significaba que por casi 300 años los cristianos habían estado adorando a una criatura como si fuera Dios (y, en ese sentido, haciendo exactamente lo mismo que hacían los paganos).
Y no solo eso: miles de cristianos habían sido perseguidos, torturados y martirizados por predicar que Cristo era Dios, y de pronto alguien relativizaba el punto mismo por el que habían arriesgado sus vidas.
Para evitar más conflictos y divisiones, Constantino convocó representantes de todo el imperio en la ciudad de Nicea, en la actual Turquía. Durante casi 40 días, más de 300 obispos debatieron intensamente.
Tan grande era la tensión que, según la leyenda, Nicolás de Bari —también conocido como el san Nicolás que inspiró la figura de Santa Claus— le dio una bofetada a Arrio en medio del debate.
El documento más importante de este primer concilio ecuménico fue el Credo de Nicea: una declaración de fe que resume en pocas palabras la esencia de la fe cristiana.
La palabra “credo” significa “yo creo”, y este resumen del evangelio sigue siendo un punto de encuentro entre diferentes tradiciones, denominaciones y costumbre de los 2400 millones de cristianos que hay en todo el mundo.
En este 2025 se cumplen 1700 años de este evento clave y me parece una excusa perfecta para volver a visitar estas palabras que han sido un faro para la iglesia en medio de diferencias, revoluciones y cambios.
Vamos a estudiar la versión ampliada que se formuló unas décadas después, en el Concilio de Constantinopla del año 381, y que se conoce como credo niceno-constantinopolitano.
Como vas a ver, el Credo es un poco complejo, así que me tomé el tiempo de fragmentar sus afirmaciones en 20 pequeñas secciones. Son como 20 escalones que nos van a explicar, paso a paso, la fe que los cristianos hemos abrazado durante dos mil años.
Empecemos con el…
Escalón 1: Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso
La primera afirmación del Credo toma inmediatamente distancia de la cultura religiosa que abundaba en el Imperio romano de la época. Dice que Dios es único, todopoderoso y Padre.
En primer lugar, y a diferencia de los múltiples dioses del panteón griego y romano, el Dios cristiano es único e incomparable. En segundo lugar, y a diferencia de las divinidades autoritarias y caprichosas como Zeus o Júpiter, el Dios cristiano expresa su poder infinito de una manera justa y generosa.
Y justamente por eso, a diferencia de los conceptos abstractos de los filósofos, ese Dios todopoderoso es también nuestro Padre amoroso.
Esta afirmación se desprende del mismo Jesús, que cuando enseñó a orar a sus discípulos, les dijo que no debían ser maestros de retórica para invocar a Dios; solo tenían que decir: «Padre nuestro que estás en los cielos» (Mateo 6:9).
Desde el inicio, el cristianismo habló de Dios, no como un poder impersonal o inentendible, sino alguien que ama, escucha y actúa. Ese es el punto de partida de todo lo que viene después.
Escalón 2: Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible
El siguiente escalón del Credo lleva la discusión sobre Dios a todo otro nivel. No solo es único y todopoderoso, sino que es el origen de todo lo que existe: desde las partículas subatómicas hasta los agujeros negros, pasando por los colibríes y los tulipanes, los seres humanos y los ángeles, las montañas y las estrellas.
Es una cita bastante directa de la carta a los Colosenses: «Dios creó todo lo que existe en los lugares celestiales y en la tierra. Hizo las cosas que podemos ver y las que no podemos ver tales como tronos, reinos, gobernantes y autoridades del mundo invisible. Todo fue creado por medio de él y para él» (Colosenses 1:16).
El Creador nunca se confunde con su creación. Aunque todo depende del Dios para poder existir, Dios no depende de nada. Muchas religiones de la época creían que la materia había existido eternamente, desde antes de que los dioses crearan a la humanidad; otras religiones afirmaban que el alma humana era eterna, o sea, nadie la había creado y nunca desaparecería.
Pero el Credo afirma que todas las cosas —tanto la materia visible, como el alma invisible— fueron creadas por Dios en un acto libre y amoroso. Aunque no podamos comprender del todo cómo ocurrió esto, creemos que el origen de todas las cosas está en un Dios que no solo es todopoderoso, sino también amoroso… como un Padre que no se desentiende de lo que hizo.
Escalón 3: Y en un solo Señor, Jesucristo
El tercer escalón nos lleva al centro del debate: ¿Quién fue realmente Jesús? Y empieza con una afirmación que la iglesia viene repitiendo desde hace casi 2000 años: Jesucristo es el Señor. Una bomba política y teológica.
Primero lo político: “Señor” era uno de los títulos del emperador romano. Se esperaba que todo el mundo doblara su rodilla y reconociera que “César es el Señor”.
Pero los cristianos, incluso a riesgo de su vida, decían otra cosa: “Jesús es el Señor”. Para ellos, ese título no era decorativo. Era una declaración de lealtad absoluta.
Pero hay algo más profundo todavía. El judaísmo tenía un respeto inmenso por el Nombre de Dios —las cuatro letras del Tetragrámaton: YHVH—. Era tan sagrado que no se pronunciaba.
En su lugar, los judíos decían Adonai, que significa “Señor”. Incluso cuando se tradujo el Antiguo Testamento al griego, los traductores de la Septuaginta usaron la palabra “Señor” (Kyrios) para referirse a ese Nombre impronunciable.
Decir que Jesús es el Señor es aplicarle el Nombre exclusivo de Dios revelado en el Antiguo Testamento. En otras palabras: Jesús, sin dejar de ser un hombre real, participa de la divinidad de una forma única.
Y extrañamente, los cristianos siempre hemos afirmado que semejante afirmación no rompe el monoteísmo. No significa que adoramos a dos dioses, uno llamado Padre y el otro llamado Señor.
Más bien, es una afirmación mucho más hermosa y misteriosa que pavimenta el camino a la doctrina de la Trinidad: que el mismo Dios de Israel que es el Padre todopoderoso, es también el Hijo encarnado, Jesucristo, nuestro Señor.
En palabras del apóstol Pablo: «Para nosotros: Hay un Dios, el Padre, por quien todas las cosas fueron creadas y para quien vivimos; y hay un Señor, Jesucristo, por medio de quien todas las cosas fueron creadas y por medio de quien vivimos» (1 Corintios 8:6).
Escalón 4: El unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos
Esta declaración es una respuesta directa al arrianismo. Había una frase viral que resumía la enseñanza de Arrio sobre Jesús: “Hubo un tiempo en que el Hijo no existía”. Era una forma elegante de decir que, aunque Jesús era especial —porque había sido creado antes que todo lo demás—, en realidad no era eterno. Y si no era eterno, tampoco podía ser plenamente divino.
El Credo de Nicea no se anduvo con vueltas. Le respondió con una frase lapidaria: Jesús es el Hijo del Padre desde antes de todos los siglos. ¿Y qué significa eso? Que Jesús no es una criatura. No tuvo un inicio ni hubo un momento en que no existiera. Su relación con el Padre es eterna.
La palabra clave acá es “unigénito”, que en griego se dice μονογενής. No significa “el primero de muchos”, sino el único en su clase.
Por eso, aunque nosotros seamos hijos adoptivos de Dios, Jesús es Hijo por naturaleza. No hay nadie ni nada que se le parezca.
Escalón 5: Luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero
El lenguaje nos queda chico para hablar de las cosas verdaderamente importantes. No hay metáforas, ni fórmulas, ni analogías que puedan racionalizar del todo el misterio de la fe.
Pero el Credo nos lanza una imagen poderosa para ayudarnos a vislumbrarlo: así como el resplandor viene del sol, el Hijo viene del Padre. Son distintos, pero inseparables. Aunque ninguna analogía es perfecta, el mensaje es claro: el Hijo no es una versión low cost del Padre.
En un mundo antiguo repleto de dioses menores, sombras divinas y poderes ambiguos, el Credo lo dice con toda claridad. Jesús no es una chispa, ni una sombra, ni un reflejo tenue. Es luz de luz y Dios verdadero de Dios verdadero. En palabras de Hebreos: «El Hijo irradia la gloria de Dios y expresa el carácter mismo de Dios» (Hebreos 1:3).
Escalón 6: Engendrado, no creado, consustancial con el Padre
En los primeros escalones de nuestro estudio dijimos que el Padre creó todas las cosas, visibles e invisibles. Acá se afirma sin tapujos que el Hijo no pertenece al grupo de todas estas cosas que fueron creadas.
Si tenemos que poner a Cristo en una categoría, hay que ponerlo del lado del Creador (aunque en su encarnación haya decidido hacerse una criatura como nosotros… pero no nos adelantemos a la trama).
Este es el corazón de Nicea. Si los arrianos podían entender otras partes del Credo a su favor, en este punto no había vuelta atrás.
“Engendrado, no creado” es una forma técnica de decir que Jesús no es una criatura más en el universo, sino que comparte exactamente la misma divinidad y eternidad del Padre.
Y para explicar esto, el Credo introduce una palabra bastante rara, incluso en el griego original: ὁμοούσιος. Está formada por dos palabras: ὁμός, que significa “lo mismo”, y οὐσία, que significa “esencia” o “ser”. En otras palabras: Jesús no es una fotocopia descolorida de Dios. Cristo es de la misma esencia que el Padre.
Los arrianos estaban dispuesto a admitir que Jesús era divino en cierto sentido. De hecho, ellos también tenían una palabra griega para esto: decían que Cristo no era ὁμοούσιος, igual al Padre, sino ὁμοιούσιος, parecido al Padre.
La diferencia es una sola letra, una iota, la letra más chiquita del alfabeto griego, pero teológicamente representaba un abismo. Por eso el Credo afirma claramente que el Hijo no es parecido al Padre. Es del mismo ser, con el mismo poder, la misma gloria y el mismo carácter.
Escalón 7: Por quien todo fue hecho
Acá escuchamos claramente el eco del prólogo del Evangelio de Juan, que habla de Jesús diciendo que «Dios creó todas las cosas por medio de él, y nada fue creado sin él» (Juan 1:3).
Cristo no es solo el centro del plan de redención, sino que también fue el agente de la creación. Todo lo que existe —lo visible y lo invisible, lo material y lo espiritual— fue creado por el Padre por medio del Hijo.
Acá se repite un término griego que se usa en el Evangelio de Juan: ἐγένετο, que significa literalmente “llegó a ser”. En otras palabras, nada de lo que es llegó a la existencia sin Jesús. Y crear todo desde la nada es algo que silo Dios puede hacer.
Escalón 8: Que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo
Una vez más escuchamos el eco del Evangelio de Juan: «Nadie jamás fue al cielo y regresó, pero el Hijo del Hombre bajó del cielo. […] Pues Dios amó tanto al mundo que dio a su único Hijo, para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:13, 16).
Hasta ahora, el Credo viene hablándonos del Padre todopoderoso y del Hijo eterno. Son realidades muy por encima de nuestra cotidianidad, y quizás alguien podría preguntarse: ¿Qué onda con todo esto? ¿Qué tiene que ver conmigo y con nosotros?
En este octavo escalón, por primera vez, la humanidad entra en escena. Todo lo dicho hasta ahora no fue una especulación abstracta y sin rumbo; finalmente se revela el objetivo final, el propósito, la teleología de toda esta historia sagrada: nuestra salvación.
Escalón 9: Y se encarnó por obra del Espíritu Santo y de María la Virgen y se hizo hombre
Ese Señor unigénito, nacido del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero… se hizo uno de nosotros. La narrativa cósmica se vuelve cercana, concreta y profundamente humana.
El Credo introduce aquí el misterio central de la fe cristiana: la encarnación. No afirma que Jesús pareció un ser humano (como decían algunos gnósticos y docetistas); no fue un fantasma, ni un holograma ni un semidiós.
Sin dejar de ser Dios, el Hijo eterno asumió nuestra humanidad. El padre de la iglesia Gregorio Nacianceno lo dijo de una forma preciosa: «Siguió siendo lo que era, y tomó lo que no era». En Jesús, la divinidad todopoderosa se unió inseparablemente a nuestra fragilidad.
Esta frase del Credo afirma el misterio divino y humano de Jesús, que nació de una mujer humana por el poder del Espíritu. María la Virgen recibe en la tradición cristiana el título de Θεοτόκος, una palabra griega que significa la “portadora de Dios”, o la “madre de Dios”.
Esto no significa que María sea el origen de la divinidad, porque ya aprendimos que Jesús nació «del Padre antes de todos los siglos». Lo que hace el Credo es distinguir claramente dos nacimientos: uno eterno, fuera del tiempo, en el seno del Padre; y otro histórico, temporal, en el seno de María.
Y el misterio más grande de todos es que ambos nacimientos —el eterno y el temporal— están unidos en una sola persona: Jesucristo, 100% divino y 100% humano.
La doctrina de la reencarnación que predican otras religiones está en las antípodas del cristianismo, porque su máximo objetivo es liberarse del cuerpo y de la finitud humana.
Pero cuando Cristo se hizo humano, se comprometió con la redención de nuestra carne desde abajo y desde adentro. La encarnación es la declaración definitiva del amor, la cercanía y el compromiso de Dios con su creación.
Escalón 10: Por nuestra causa fue crucificado en tiempo de Poncio Pilato, padeció y fue sepultado
Estamos ya en la mitad de esta escalera que nos lleva al corazón de la fe cristiana. Y justo acá, en este décimo escalón del Credo de Nicea, descubrimos la causa que motivó esta historia de redención.
Si en el peldaño anterior aprendimos para qué descendió Cristo (para nuestra salvación), ahora se nos dice el por qué: por nuestra causa.
La mención a Poncio Pilato no es un detalle menor. Está situando la muerte de Jesús como un hecho histórico. Los primeros cristianos insistieron en esto para que nadie se llevara la idea equivocada de que el cristianismo habla de un mito universal o un arquetipo moral.
A Jesús no lo inventamos los cristianos… ¡ningún ser humano podría imaginar una historia como esta! Cristo fue condenado por una autoridad política real, en un tiempo específico y en un lugar concreto.
Pero el Credo no se limita a decir que Jesús murió. Dice que fue crucificado: la forma de ejecución más dolorosa, pública y humillante del mundo antiguo. Un castigo reservado para esclavos, criminales y traidores. Jesús cargó en sus hombros la vergüenza del mundo… y la llevó hasta la cruz.
Los Padres de la Iglesia se rompieron la cabeza dándole vueltas a esta idea: ¿Cómo puede sufrir Dios, si por definición es impasible? ¿Cómo puede morir Dios si por definición es inmortal?
Esa paradoja le resultaba ofensiva e inaceptable para grupos como los docetistas y los gnósticos. Pero, ante esas herejías, el Credo afirma claramente que Jesús padeció y fue sepultado.
Su dolor no fue simbólico ni aparente; Cristo no solo compartió nuestra vida al encarnarse, sino que en la cruz compartió también nuestra muerte.
Sin dejar de ser lo que era, Jesús asumió lo que no era. Aunque por definición, Dios no puede sufrir, al abrazar nuestra carne, asumió también nuestra fragilidad.
Escalón 11: Y resucitó al tercer día, según las Escrituras
Después del viernes de muerte y el sábado de silencio, llega el domingo de resurrección. Esta es la cima del Credo y el corazón de la fe cristiana. Jesús no solo murió por nosotros, sino que también resucitó. Y al hacerlo, proclamó que la vida vence a la muerte y que el futuro es una buena noticia.
A diferencia de la idea griega del alma inmortal que escapa del cuerpo, la fe cristiana proclama que Dios da vida a lo que estaba muerto. La tumba está vacía, no porque el alma de Jesús se haya ido al cielo, sino porque su cuerpo fue resucitado.
Cuando el Credo menciona que Cristo resucitó “según las Escrituras”, no está citando un pasaje específico, sino todo un entramado de sentidos que une el Antiguo y el Nuevo Testamento.
Los primeros cristianos leían las Escrituras bajo la luz del evento canónico de la resurrección, y por eso la reconocían en muchos textos del Antiguo Testamento, como la historia de Jonás —que estuvo tres días en el vientre del pez y luego “volvió” a la vida— o el Siervo sufriente de Isaías.
En palabras del apóstol Pablo: «Cristo murió por nuestros pecados tal como dicen las Escrituras. Fue enterrado y al tercer día fue levantado de los muertos, tal como dicen las Escrituras» (1 Corintios 15:3, 4).
La resurrección es la confirmación de que Jesús es quien dijo ser. Y si él vive, entonces hay esperanza para nosotros. Nuestra historia no termina en cruz, sino en victoria.
Escalón 12: Y subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre
La ascensión de Jesús no es simplemente su despedida de la tierra, sino sobre todo su exaltación como Señor. Después de vencer a la muerte, Cristo regresa al Padre llevando consigo nuestra humanidad redimida.
La frase «sentado a la derecha del Padre» no describe una ubicación física, sino un lugar de autoridad. En el lenguaje bíblico, estar a la derecha del rey significa compartir su poder y su gloria.
Y de igual manera, cuando el Credo dice que Jesús subió al cielo, no se refiere al espacio visible que contemplamos al mirar las estrellas. Es una forma de hablar de la dimensión en la que Dios se revela plenamente, y desde donde Cristo continúa su obra.
La ascensión de Jesús no es una ausencia, sino una presencia transformada; como dice Hebreos, gracias a la intercesión de Jesús podemos entrar con «toda confianza al trono de la gracia de nuestro Dios.
Allí recibiremos su misericordia y encontraremos la gracia que nos ayudará cuando más la necesitemos» (Hebreos 4:16).
Escalón 13: De nuevo vendrá con gloria, para juzgar a vivos y muertos
El Credo ya nos habló del origen y la misión de Jesús. Ahora nos habla de su futuro… y también del nuestro. Proclama que Cristo volverá. Y no de cualquier manera, sino “con gloria”.
Su juicio alcanzará no solo a los muertos, sino también a los vivos, lo que significa que nuestra vida importa y que cada decisión tiene peso.
Las mitologías paganas solían hablar de jueces del inframundo, pero la idea de que habrá un juicio final… sobre vivos y muertos… conducido por un hombre… que fue víctima de la peor de las injusticias, pero ahora está glorificado en los cielos… este sí que era un concepto absolutamente novedoso.
Para quienes reconocemos que el mundo no es lo que debería ser y anhelamos verlo restaurado, este juicio no es una amenaza ni una pesadilla, sino una promesa que se atesora con esperanza.
Significa que el mundo no quedará abandonado a su dolor ni la historia terminará en caos. El destino del universo no está en manos de jueces corruptos, ni de un dios vengativo, ni de una mente fría y distante, sino en manos de aquel que fue juzgado injustamente y colgado en una cruz.
Nadie está mejor preparado para ejercer justicia con misericordia que aquel que sufrió el abuso de poder en su propia carne.
Cuando decimos que Jesús volverá con gloria, estamos diciendo que el bien tendrá la última palabra. Que lo torcido será enderezado. Y que ninguna injusticia podrá arruinar el desenlace de esta historia.
Escalón 14: Y su reino no tendrá fin
En esta frase del Credo resuena con fuerza el eco de la visión de Daniel sobre el Hijo del Hombre: un personaje misterioso que viene del cielo y representa todo lo contrario a los reinos violentos de la tierra, simbolizados como bestias salvajes.
A este Hijo del Hombre —con quien Jesús se identificó explícitamente— «se le dio autoridad, honra y soberanía sobre todas las naciones del mundo, para que lo obedecieran los de toda raza, nación y lengua. Su gobierno es eterno, no tendrá fin. Su reino jamás será destruido» (Daniel 7:14).
A diferencia de los imperios humanos, que surgen y caen, el reinado de Jesús no es transitorio ni frágil. No depende de ejércitos ni de propaganda, sino que tiene sus raíces en la justicia, la misericordia y la fidelidad de Dios.
Proclamar que su reino no tendrá fin no es solo una promesa futura: es una invitación a participar, desde ahora, de ese reino que ya empezó… y que jamás terminará.
Escalón 15: Y en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida
El Credo se concentra ahora en la tercera persona de la Trinidad. El Espíritu Santo ya había sido mencionado en el noveno escalón como protagonista de la encarnación, pero ahora se detiene para hacer una confesión clara y profunda.
El Espíritu no es una fuerza impersonal ni un símbolo de la energía divina. Es Señor y dador de vida.
La palabra “espíritu” —en hebreo ruaj, en griego pneuma, en latín spiritus— puede traducirse también como “aliento”, y eso no es casualidad. Desde el principio, el Espíritu ha sido el aliento que infunde vida a la materia inerte.
A diferencia de todos los seres creados, el Espíritu no recibe la vida, sino que la da, algo que solo el Creador puede hacer.
Y hay otra cosa interesante en esta afirmación. Así como el Credo dice que Cristo es “Dios de Dios” sin negar que hay “un solo Dios, el Padre”, también dice que el Espíritu es “Señor” sin negar que “Jesucristo es el único Señor”.
Philip Cary dice que este es un claro ejemplo de la «desconcertante aritmética» de la Trinidad. Más que un rompecabezas lógico, es el misterio profundo de la fe cristiana: un Dios en tres personas.
Ese mismo Espíritu que se movía sobre la faz de las aguas y que resucitó a Cristo de entre los muertos es también quien habita en nosotros, el que consuela, transforma, guía y santifica.
Escalón 16: Que procede del Padre y con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria
Si antes aprendimos que el Hijo fue engendrado del Padre, ahora leemos que el Espíritu procede del Padre.
Jesús mismo lo dijo: «Cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí» (Juan 15:26; RVR1960).
Con el tiempo, la Iglesia occidental añadió una palabra que no estaba en la versión original del Credo: “filioque”, que significa “y del Hijo”. Por eso, en el Occidente latino se empezó a decir que el Espíritu Santo procede «del Padre y del Hijo».
Esta modificación causó una gran controversia con la Iglesia oriental. Los cristianos de habla griega no solo se sintieron desplazados por un cambio no consensuado, sino que temían que esa frase alterara el delicado equilibrio de las relaciones trinitarias.
Más allá del conflicto histórico, todas las grandes tradiciones cristianas reconocen que, como dice el Credo, el Espíritu Santo es plenamente Dios, inseparable del Padre y del Hijo en adoración y gloria.
Y aquí es donde asoma uno de los misterios más bellos de la fe cristiana: desde la eternidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu existen en una perfecta comunión de amor.
Los teólogos llamaron a esto: περιχώρησις, una palabra griega que describe una danza divina donde cada persona habita en la otra sin confundirse, y se entrega sin perderse. Y lo más asombroso es que, a través de Jesús, Dios nos invita a entrar en ese círculo eterno.
La salvación tiene que ver con el perdón de nuestros pecados, pero es mucho más que eso: es una invitación a encontrar nuestra verdadera identidad en la eterna danza de la Trinidad.
Escalón 17: Que habló por los profetas
Este escalón del Credo es breve, pero importante. Nos recuerda que el Espíritu Santo no es una aparición de último momento.
Desde mucho antes de Pentecostés, ya venía actuando, inspirando a los profetas del Antiguo Testamento para que hablaran en nombre de Dios. Así lo entendieron los primeros cristianos: el apóstol Pablo, por ejemplo, dijo en una ocasión: «Bien ha hablado el Espíritu Santo por el profeta Isaías a nuestros padres» (Hechos 28:25; JBS). Y en Hebreos se introduce un salmo con las palabras: «Como dice el Espíritu Santo» (Hebreos 3:7; NVI).
A lo largo de la historia, el Espíritu ha sido y es el vínculo vivo entre Dios y su pueblo. Su presencia recorre la Biblia entera —desde Génesis hasta Apocalipsis—, y hoy sigue actuando, iluminando las Escrituras, levantando voces proféticas y guiando al pueblo de Dios a toda verdad.
Escalón 18: Creemos en la iglesia una, santa, católica y apostólica
Después de confesar al Dios trino, el Credo se enfoca en la comunidad que nace del amor divino: la Iglesia. Y la describe con cuatro palabras clave que se han convertido en las marcas distintivas: una, santa, católica y apostólica.
La Iglesia es una porque, aunque esté formada por miles de comunidades distintas, todas comparten un mismo Señor, una misma fe y un mismo Espíritu.
En palabras de Pablo: «Nosotros somos las diversas partes de un solo cuerpo y nos pertenecemos unos a otros» (Romanos 12:5).
La Iglesia es santa, una palabra que significa “apartada para Dios”. De más está decir que la iglesia no es perfecta —basta con mirar su historia—, pero santa porque ha sido apartada para Dios.
La santidad de la Iglesia no está en sus méritos, sino en su vocación.
En tercer lugar, la Iglesia es católica, y esto no tiene que ver con la Iglesia católica romana. El Credo usa el término griego καθολική, que significa “universal”.
En otras palabras, la Iglesia no es propiedad de ninguna cultura, época o territorio; su mensaje es para todos los pueblos, todos los tiempos y todos los lugares.
Y finalmente, la Iglesia es apostólica porque se funda sobre el testimonio y la enseñanza de los apóstoles. La fe que predicaron y la vida que vivieron siguen siendo un horizonte para nosotros hoy, dos mil años después.
El Credo nos recuerda que no creemos solos. Dios no es propiedad de ninguna persona. Somos parte de una familia global, convocada de todo pueblo, lengua y tiempo.
Escalón 19: Confesamos un solo bautismo para la remisión de los pecados
Estamos llegando al final de esta travesía. El anteúltimo escalón del Credo nos habla del bautismo, el rito de iniciación en la fe cristiana. Es el momento que marca nuestro ingreso en la comunidad de los creyentes, nuestra unión con Cristo y el comienzo de una vida nueva en el Espíritu.
Es una experiencia compartida por los cristianos más allá de sus tradiciones o denominaciones. Como dice Efesios, así como tenemos un solo Señor y una sola fe, también tenemos un solo bautismo.
Sumergirse en el agua en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —tal como ordenó el Señor Jesús— es no es un ritual vacío ni un gesto decorativo. Representa un antes y un después.
San Cirilo de Jerusalén decía que el bautismo es, paradójicamente, una tumba y un vientre. Ahí morimos al pecado, y ahí nacemos a la vida de Cristo.
En los primeros siglos, el bautismo era como alistarse en el ejército de Cristo. Uno dejaba atrás su vieja vida para abrazar una nueva identidad.
Esto no garantizaba una vida perfecta, por supuesto, pero sí marcaba un punto de partida irreversible: el comienzo de una vida liberada del pecado y transformada por la gracia.
Escalón 20: Esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén
Y finalmente, llegamos a la cima. Y lo que nos encontramos al llegar arriba es pura esperanza. Después de recorrer toda la historia de la fe cristiana —desde la creación hasta la iglesia—, el Credo nos orienta hacia el futuro.
No habla simplemente de una vida después de la muerte; dice algo mucho más audaz: la mismísima muerte será derrotada. Así como Cristo resucitó, nosotros también resucitaremos, y no como almas flotando en el cielo o tocando el arpa, sino como con cuerpos redimidos en cielos nuevos y tierra nueva.
La promesa cristiana no tiene que ver con escapar del mundo, sino como ver cómo Dios lo está transformando todo.
El Credo termina con la palabra Amén. La pronunciamos como una afirmación y también como un deseo. Por una parte: sí, creemos en todo lo que acabamos de confesar.
Y por la otra: que así sea, queremos que esta historia llegue a su glorioso desenlace.
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