Os seré por santuario, sois mi templo, adoración en el Espíritu

Ahora, cumplida la Promesa, en la obra y persona del Redentor, no tenemos templo o santuario terrenal. No existen sitios sagrados.

22 DE DICIEMBRE DE 2024 · 17:00

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Imagen de Joshua Earle en Unsplash.

El Dios del universo, en su mano la grandiosidad de lo que vemos migaja, habla de muchas maneras con algunos hombres en la tierra.

Le adoran en la casa y de camino. Tras cataclismo “universal” para la tierra, con transformación que borró la cultura inmensa (por deducción) anterior, con las aguas de arriba cayendo, las de abajo subiendo, los montes quebrados, todo roto y nuevo, en la palabra de juicio (no entro en pormenores, pero ya un buen ceramista hugonote, muerto en su fe, que también miraba la tierra, y definió las corrientes de aguas -y lo publicó- cien años antes que el que se llevó la fama, afirmaba que la presencia de restos de suelo marino en altas cimas no era de necesidad que allí llegase agua, sino de que antes estaban en lo bajo, y subieron porque todo se rompió. Nada fue como antes. Luego, las cuevas y las piedras. La prehistoria sería la posthistoria de ese periodo asombroso, del que no sabemos. Se empieza de nuevo), y de nuevo la palabra del Dios del universo con el hombre. Este le adora en la casa y de camino.

En la casa y de camino tomó al padre de la fe, con quien hizo su pacto y dispuso la Promesa. Todo en las manos de quien tiene en las suyas el universo, tal su firmeza y eficacia.

Cuatro siglos y pico después, se culminó el camino y la casa fue tornada en santuario. La Ley ordenó el culto. (Mucho de qué hablar, pero no ahora.)

Las familias, constituidas como nación por el látigo de esclavitud, tendrán tierra y libertad. Y un santuario que las identifique, que es el sitio donde habla Dios. (Que desde ahora será el “Dios de Israel”, no sólo de los padres.) No les interesó uno solo, y las diez tribus del norte levantaron dos más. Mala pinta.

Esa casa de oración, adoración, la convirtieron en cueva de ladrones. Por su palabra profética y de juicio, Dios, el Dios de Israel, destruye la casa donde está su presencia y voz.

El antaño tabernáculo de reunión, ahora es de escape y dispersión. Los recogidos de Egipto son llevados cautivos por las naciones. Dios, Dios mismo, ha destruido su casa, su templo, con el mazo, eso sí, de los babilonios.

Muchos sermones se han predicado sobre el velo rasgado en la muerte de Cristo. En proporción, seguro que he predicado muchas más veces, porque se pasa de largo, sobre la rotura del velo en esta destrucción del templo. Lo que quedó atrás en Cristo, aquí se hace patente, si se quiere ver.

Todo lo que Dios mismo estableció como forma visible de su presencia, él mismo lo ha destruido visiblemente. Todo lo que servía para santificar al pueblo, se ha convertido en muladar, lo que más contamina ritualmente.

Pero el Dios de la Promesa sigue presente, y hablando, con su remanente elegido. La palabra profética es el lugar de comunión y encuentro. “Os seré un pequeño santuario”, en medio de los desiertos de la dispersión, le dice Dios a los suyos. (Los nuestros, que estaban allí, como nosotros aquí.)

Al final, después de todo esto (y “todo esto” es un montón de cosas), llegamos a donde quería haber empezado esta conversación. Ahora, cumplida la Promesa, en la obra y persona del Redentor, no tenemos templo o santuario terrenal. En él todo es celestial, espiritual.

Los que viven fuera de la Promesa siguen erre que erre con sus santuarios y catedrales. Mira la de París, con su corona de espinas, un trozo de cruz y un clavo. Cuando la Promesa aparece en su triunfo, el triunfo del Cristo, todas las naciones que mercadean con los templos y santuarios lloran la derrota de la Gran Yasesabe, que ha sido derribada por el juicio de la palabra profética de Dios, igual que hizo con el templo de Jerusalén. Igual.

Ya no tenemos santuarios. No existen sitios sagrados. Nuestro sitio es la existencia en Jesús Cristo, Somos su cuerpo (con todos sus redimidos, también los pequeños, los niños). Y él está sentado a la derecha en el cielo. Su Espíritu con nosotros para estar juntos, con todos, sin faltar ni uno.

Nuestro sitio de adoración y comunión, que estamos en la tierra, es celestial. Muy explicado en la carta a los Hebreos. (Nuestro John Owen, 1616-1683, puso en prensa ocho exhaustivos tomos sobre esa obra, muy buenos. Fue un gran personaje. Mi hijo Owen se llama así por él. De todos modos, como todo, hoy este autor está mal tratado. Me lo ponen junto a otros con los que se opuso, como si dijeran lo mismo, especialmente en la cuestión de la santidad. Escribió mucho sobre la santificación, la mortificación del pecado, etc., pero no como los que con eso buscan compras y ventas de satisfacciones, los que lloran con la caída de la que se sentaba en el templo. Que ya se sabe.)

En la Promesa, ya cumplida, se acredita, afirma y establece la totalidad de nuestra santificación. No le falta nada. Y eso nos es dado desde otro, desde fuera. Nadie lo consigue de sí propio, porque nadie lo busca como debe si lo hace desde sí. Incluso en los rituales de la Ley (que estaba y ya no está), nadie se salpicaba a sí mismo con la sangre de los animales ofrecidos que santificaban ritualmente. (Era el sacerdote quien manejaba la sangre.)

Solo los santificados pueden adorar en el santuario celestial. Esa es la obra, hecha de una vez para siempre, de nuestro Redentor. Y lo ha hecho. Y está consumado. Y ya no hay más sacrificio o santificaciones. Esa obra suya se va cumpliendo en el tiempo que resta aquí, pero está consumada. Solo le falta lo que falta de incorporar a los redimidos. Como su reino, que es y pedimos que sea, como el pan de cada día. El tiempo aquí.

Pero estamos en él, y estamos completos. Cada vez que se manifiesta, somos manifestados con él en gloria. Otros buscan glorias de santuarios, nosotros la tenemos del Santo. Otros se glorían en las obras de la carne, muy religiosas a veces, pero nosotros en el Espíritu. A esa posición hemos sido llevados. Desde la eternidad ya estamos con él. Aunque, de momento, aquí acurrucados en nuestro grupito.

Si en el santuario terreno, hecho a mano (que era el bueno, no los otros), no se podía acceder a la adoración sin la limpieza ritual, sin la santidad requerida al pueblo del que es Santo, ya me dirás en el celestial, que es el final y de otra clase. (A éste apuntaba el primero, que al aparecer el nuevo, se muere, aunque algunos quieren conservarlo como reliquia, mira ahora en “tierra santa”, son santos y santificadores con momias, de ahí sacan su perfume de santidad. El corazón de piedra se santifica con piedras.)

“Porque seré propicio a sus injusticias, y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades”, Hebreos 8:12. Pues eso.

Los que se santifican con los muertos (el colmo de impureza ritual en la Ley), los que buscan realizaciones progresivas, a veces lenta o rápidas, de golpe, en las obras que salen del corazón, morales o rituales, no pueden tener nunca limpia conciencia (aunque supongo que su padre les dice que eso está bien hecho), pues siempre tienen que andar repitiendo.

“¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” Id. 9:14. Tan cierta y completa su obra como sus efectos. Perfecta expiación de todos nuestros pecados. Perfecta santificación de nuestras personas. No falta ni un cachito de nada.

“En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesús Cristo hecha una vez para siempre”. Id. 10:10 Nuestra naturaleza ha sido purificada, para ser adoradores. Y lo somos. Con Cristo. No hay duda. Ese es nuestro sitio. Aunque estemos aquí, con nuestros restos de muerte y corrupción.

Sin esto se desvanece la adoración pública, no hay verdadera reverencia, ni santificación de su nombre, ni beneficios suyos para nuestra alma… (Algo así decía el citado Owen.)

Somos hijos de la Promesa. Herederos, que nadie puede quitarles la herencia, porque está guardada en el cielo…

Seguimos en la casa y en el camino, adorando en Espíritu. En la victoria del Redentor, cada día… No importa el almanaque, ni los que lloran y adoran en los santuarios hechos de corazón humano…

 

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