‘La inteligencia hispana (vol. 5). Reyes santos: cruzada y carisma’, de José Luis Villacañas

Un trabajo doblemente necesario y lleno de dificultad, porque supone pensar en una historia que se nos ha dado en formato esencialista.

02 DE ENERO DE 2022 · 13:00

Detalle de la portada del libro. / Guillermo Escolar Editor.,
Detalle de la portada del libro. / Guillermo Escolar Editor.

Sirvan estas notas para recordar la aparición de este libro, que, como los anteriores, es de lectura, notas y vuelta. Son obras de lectura y consulta, de referencia. Y no descubrir, pero sí avisar de nuevo sobre la relevancia de este trabajo del profesor José Luis Villacañas, que supone la construcción de un armazón de historia necesario siempre, y más en nuestro tiempo.

Es un trabajo doblemente necesario y lleno de dificultad, porque supone pensar en una historia que se nos ha dado en formato esencialista, y que cualquiera que muestre la desnudez del rey fácilmente será acusado de maltrato con la idealización de una España terminada y dorada con oro puro, a la que hay que “volver” como santuario de romería.

En este volumen, centrado en el siglo XIII, se recogen reflexiones del anterior, y recuerdos de lo que allí se asentó. También es anticipo del siguiente, que tocará principalmente la figura y tiempos de Alfonso X el Sabio. Con ello ya tendríamos que cuidarnos de que no nos lleven en el autobús con grupo de excursión para ver lo que hay que ver, pues sobre este rey ya nos han promocionado visitas guiadas.

El quinto de una obra prevista para veintiuno, este volumen se ocupa de la comprensión de sucesos y ocasiones que configuran cualquier cosa menos una España formidable y unida. Pero es lo que hay. Que toda una confrontación, casi final, con el moro en las Navas de Tolosa, tenga que cubrirse con la “unidad” de una cruzada dictada desde Roma, con el borrón del rey de León, excomulgado y aliado de los sarracenos, pues no pinta bien, aunque luego nos han pintado eso como gloria de la unidad. Que esos reyes y reinos tengan su pasado entre enfrentamientos civiles, traiciones, guerras y excomuniones a mansalva, no es sonido agradable a los oídos que prefieren oír las indicaciones del guía montados en el autobús, y luego seguirlo donde les lleve con el paraguas de color.

Por aquí mismo, en Sevilla, si a alguien se le ocurre decir que san Fernando, al final, no era un rey muy diferente de los reyes moros, y que su elección por el papado contra sus padres no parece que sea muy santa, pues ya te tildan de mal español. Que lo hicieron santo a empujones, está comprobado, pero no suena bien. Tan a empujones, por intereses “patrios” de su hijo y otros, que solo es santo con rango dentro de la corona hispánica. Y si ya puestos señalas que su idea de ciudad deja a las ciudades de Castilla alejadas de lo que se presentaba como una formación fundamental en el futuro de Europa, pues ni te admiten subir al autobús y te quitan la gorra y la banderita.

Asuntos tan relevantes como la composición del derecho, la aparición de las órdenes religiosas militares en la península, la influencia del Císter, la formación de un modelo de ciudad, la propuesta de que en la zona de Cataluña ese modelo sea más “europeo”, la presencia del papado en nuestro suelo, la discordia de los reinos, la valoración de los modelos moros del Sur, la aparición de la Orden de Predicadores, la inicial inquisición, y otros puntos de reflexión, configuran una lectura de las de guardar y consultar en la mejor biblioteca.

Como en ocasione anteriores, les pongo algunos renglones:

“(…) Inocencio III, el hombre de la gran estrategia de la Iglesia romana a favor de la pluralidad de los reinos (…), Roma había logrado disponer de la plena capacidad de decretar la cruzada y, con ello, de poner bajo sus órdenes a los poderes seculares. Bajo esta institución de la cruzada, la Santa Sede podía dar instrucciones al emperador, respetando su función propia de ser el caudillo de la hueste cristiana (…), ella marcaba los fines supremos del ejército cristiano. Así, el poder laico militar fue su herramienta, su instrumento y supo ponerlo al servicio de sus fines. (…) Ella sería una unidad de mando religioso. Pero el mando político debería ser fracturado en unidades plurales. El poder temporal se presentó como fruto de la caída y la pluralidad fue entonces síntoma de discordia y de pecado. Este fue el sentido de la emergencia de los reinos y de que a la postre los reyes tuvieran un significado sagrado. De esta manera, solo la Iglesia aparece de hecho como una sociedad perfecta, auto-cefálica, plenamente autónoma en su administración, en sus fines y en sus medios. (…) Más que imponer sus órdenes a un poder unitario e imperial, ahora Roma genera la pluralidad igualmente consagrada de los reyes para así convertirse en la gran mediadora y pacificadora del inexorable conflicto de la pluralidad política cristiana y su única y exclusiva fuente de unidad. [pp. 114-115]

(…) Lo decisivo es que la transfiguración carismática de los reyes castellanos, que se intentará al compás del prestigio de la institución de la cruzada, y que se apoyará en el impulso dado a la toma de tierra hispana, fracasará con rotundidad y la tierra de Castilla, carente de afecto místico entre pueblos y reyes, no podrá encaminarse ni hacia el proto-parlamentarismo inglés, ni hacia el sentido francés de la realeza con su prestigio centralizado expansivo, ni hacia el pactismo catalano-aragonés. El carisma de sus reyes, así, fue personal, sin transferirse al cuerpo místico del reino. [p. 121]

(…) La cruzada como cemento papal entre los reinos, la manifestación del pueblo cristiano como único cuerpo común, ese es el principio de la política papal, el que permitía atender a todos sus intereses, y ante todo el control y la recuperación de las iglesias sin un poder político hispano unitario. [p. 248]”

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