Al respecto, las Escrituras no dejan lugar a dudas.
La misión de Jesús vino caracterizada por hacer la Voluntad de su Padre celestial. Enseñó a sus discípulos a orar continuamente para pedir que se hiciera la Voluntad de Dios (
Mateo 6:10), indicó que serían precisamente los que llevaran a cabo esa voluntad los que entrarían en el Reino de los cielos (
Mateo 7:21) e incluso llegó a señalar que su hermano, su hermana y su madre eran los que hacían la Voluntad de Dios (
Mateo 12:50).
No se trataba sólo de palabras hermosas ya que él mismo, a punto de ser prendido, aceptó recorrer el camino de la cruz precisamente porque esa era voluntad de su Padre (
Mateo 22:42).
Precisamente,
esa conducta que se encarnó hasta la muerte en el comportamiento de Jesús es la que encontramos en las páginas del Nuevo Testamento como una marca muy concreta de sus primeros discípulos.
Pablo, por ejemplo, indicó que los creyentes han de buscar agradar a Dios y que para ello deben renunciar a agradar a los deseos de la carne (
Romanos 8:8). Ciertamente, eso puede implicar la renuncia a agradarnos a nosotros mismos en situaciones concretas, pero precisamente ésa es la conducta que hemos de seguir y que el Señor espera de nosotros (
Romanos 15:1). A fin de cuentas, eso fue lo mismo que hizo Jesús (
Romanos 15:3).
Precisamente por ello, Pablo era más que consciente de que no se debía buscar agradar a los hombres sino a Dios (
Gálatas 1:10).
De hecho,
si lo que buscamos con nuestros actos y palabras es agradar a los hombres más que agradar a Dios, nuestro comportamiento es indigno de un siervo del mesías Jesús. Como señalaría el apóstol, tanto él como la gente de su equipo misionero, hablaban
“no para agradar a los hombres, sino a Dios que sopesa nuestros corazones” (
I Tesalonicenses 1:4). En esa conducta de agradar a Dios es en la que tenemos que ir avanzando más y más (
I Tes 4:1).
Recientemente escuchaba a un pastor contar cómo a la hora de exponer la verdad de ciertas situaciones había descubierto con pesar que molestaba a algunos de sus amigos y que, al fin y a la postre, los había perdido.
Estoy convencido de que su caso no resulta excepcional.
En realidad, resulta natural que así suceda al menos en algunas ocasiones porque es muy difícil que alguien reciba con agrado el mensaje de que es un pecador, de que está sujeto al juicio de Dios, de que no puede comprar su perdón y de que debe arrojarse a los pies de Jesús para obtener la salvación.
Si a esto le añadimos las referencias a la nueva vida, tendremos que llegar a la conclusión de que sólo alguien muy inconsciente o muy despistado puede esperar agradar a los hombres con la predicación del Evangelio.
Sin embargo, esa circunstancia no debería ni atemorizarnos ni llevarnos a replegarnos o a callar. Por el contrario, deberíamos estar más resueltos que nunca a anunciar el Evangelio porque es
“poder de Dios para salvación” (
Romanos 1:16) y, sobre todo, porque en nuestra obediencia Dios se complace como se complació en la de Su Hijo Jesús.
Ese deseo de agradar al Señor debe sustentarse, no obstante, en otras cualidades a las que me referiré, Dios mediante, en las próximas semanas.
Continuará