Comte y la Ciencia que mató a Dios para inventar la Religión

La religión que Comte inventó no tuvo por objeto el culto a Dios sino a la humanidad, fue en realidad una “sociolatría” para llenar el vacío espiritual del hombre moderno.

30 DE MARZO DE 2013 · 23:00

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Lo que contribuyó a forjar el mito de los tres estados de la humanidad en la mente del padre de la sociología fue, sin duda, la idea de progreso característica de los pensadores ilustrados. Comte quiso hacer de tal pensamiento una auténtica ley. Según esta visión de la historia, la humanidad progresaba constantemente a lo largo del tiempo pasando de un estado imperfecto de barbarie y primitivismo a otro futuro de civilización, en el que se alcanzaría de forma definitiva la sociedad perfecta y feliz. Comte estaba convencido de que tal sociedad sólo podía surgir en el mundo moderno europeo, el único absolutamente válido. Por tanto, todos los demás pueblos y culturas de la tierra tenían que desembocar finalmente en la sociedad que se había creado en el corazón de la vieja Europa. De ahí que se le haya llamado “el sociólogo de la unidad humana o de la unidad de la historia humana” (Aron, R., Las etapas del pensamiento sociológico, Fausto, 1996: 1, 89). Comte explicó su ley de los tres estados diciendo que el hombre había pasado por tres etapas sucesivas a lo largo de su evolución histórica. De la edad religiosa o teológica a la metafísica y de ésta a la científica o positiva. En la primera, el espíritu humano se preocupó sobre todo por las causas originales y finales. Los interrogantes que inquietaban en aquella época eran: ¿de dónde venimos? ¿quiénes somos? ¿adónde vamos?. Cada civilización respondió a su manera pero la tendencia general apuntaba siempre hacia las explicaciones absolutas. Los hombres estaban culturalmente tan desarmados que interpretaban los fenómenos de la naturaleza atribuyéndolos a fuerzas sobrenaturales, dioses o seres poderosos que se parecían bastante a los humanos. Este sería el estado teológico o ficticio que a su vez habría pasado por tres fases, primero la del fetichismo, después el politeísmo y finalmente la del monoteísmo. Según afirmaba Comte, esta etapa correspondía a la infancia de la humanidad, en la cual el primitivismo religioso se manifestaba en la adoración de los astros, en la creación de un universo imaginario poblado de dioses buenos o malos y, por último también, en la creencia judeocristiana en un único Dios todopoderoso que no sólo había creado el cosmos, sino que podía a la vez mantener una relación personal con cada individuo. En definitiva, puras quimeras religiosas que sirvieron para tranquilizar la conciencia humana durante estos primeros tiempos, pero que también la incapacitaron para entender la naturaleza y actuar sobre ella. En el segundo de sus estados, el metafísico o abstracto, el hombre habría comenzado a sustituir las divinidades religiosas por fuerzas indefinidas inherentes a la propia naturaleza. Se empezó a creer que la causa general de cada ser no residía en ninguna divinidad supramundana. Ya no era Dios quien estaba en el origen de las cosas, de los animales o de los seres humanos. La esencia de los objetos animados e inanimados estaba en ellos mismos. Comte lo expresó así: “Como la teología, en efecto, la metafísica intenta sobre todo explicar la íntima naturaleza de los seres, el origen y el destino de todas las cosas, el modo esencial de producirse todos los fenómenos; pero en lugar de emplear para ello losagentes sobrenaturales propiamente dichos, los reemplaza, cada vez más, por aquellas entidades o abstracciones personificadas, cuyo uso, en verdad característico, ha permitido a menudo designarla con el nombre de ontología.” (Comte, 1997: 24). El estudio filosófico del ser y sus propiedades trascendentales, que es el objeto propio de esa parte de la metafísica llamada ontología, habría venido a sustituir, según Comte, a la fe religiosa y a la creencia en la providencia de Dios. Esta nueva situación reflejaría la etapa de juventud de la humanidad, intermedia entre la infancia y la virilidad. El conocimiento humano habría mejorado algo porque los hombres empezaron a sacar más provecho de sus facultades intelectuales, pero tampoco era éste el estado definitivo ya que todavía se apelaba a los saberes absolutos. El hombre seguía negándose a aceptar que la verdad no residía en él mismo, sino que estaba en el mundo y para descubrirla era necesario someterse a sus leyes. Los razonamientos eran todavía muy especulativos y no existía aún una verdadera observación científica. Por tanto el estado metafísico había sido puramente transitorio. La tercera y última parte del mito comtiano la constituye el estado positivo o científico, en el que el ser humano habría renunciado ya a conocer la causa original de los hechos y se contentaría con descubrir las leyes que los gobiernan. El hombre se convertiría así en observador del mundo natural. Se limitaría a contemplar los fenómenos y a establecer las pautas que los relacionan, en el espacio y a lo largo del tiempo. Sería la edad de la razón y de la aplicación plena del método de la ciencia que permitiría manipular tecnológicamente el entorno para obtener de él el máximo beneficio. Comte relacionaba estos tres estados de la humanidad con las etapas de la vida humana y decía: “¿Quién de nosotros no recuerda, contemplando su propia historia, que ha sido sucesivamente, respecto a las nociones más importantes, teólogo en su infancia, metafísico en su juventud y físico en su virilidad?” Ni que decir tiene, que el estado que más le interesó siempre a Comte fue el positivo, aquél en el que la inteligencia humana habría alcanzado las máximas cotas de progreso, gracias a la experiencia de los sentidos, y en el que se habría prescindido de las muletas de la religión y de la fe en Dios. La ciencia y la industrialización habrían acabado definitivamente con la superstición religiosa y con la filosofía especulativa. El hombre positivo del mundo moderno que Comte vislumbraba ya no necesitaría a Dios en su vida. “La filosofía teológica no podía realmente convenir sino a aquellos tiempos necesarios de sociabilidad preliminar, en que la actividad humana debe ser militar esencialmente, a fin de reparar poco a poco una asociación normal y completa, que al principio era imposible, según la teoría histórica que he establecido en otro lugar. El politeísmo se adaptaba sobre todo al sistema de conquista de la antigüedad, y el monoteísmo a la organización defensiva de la edad media. Haciendo prevalecer cada vez más la vida industrial, la sociabilidad moderna debe, pues, secundar poderosamente la gran revolución mental que hoy eleva nuestra inteligencia, definitivamente, del régimen teológico al régimen positivo... La vida industrial es, en elfondo, directamente contraria a todo optimismo providencial, puesto que supone necesariamente que el orden natural es lo bastante imperfecto para exigir sin cesar la intervención humana, mientras que la teología no admite lógicamente otro medio de modificarlo que solicitar un apoyo sobrenatural.” (Comte, 1997: 47). Si la vida industrial era contraria a la providencia divina, según entendía ingenuamente Comte, porque el hombre dejaba ya de confiar en Dios y de esperar pacientemente los frutos de la tierra y se dedicaba a forzar el medio ambiente mediante su tecnología agresiva, entonces la ciencia también debía ser incompatible con la teología. Y esa era la razón de la crisis que experimentaba la sociedad moderna de su época. Los desórdenes sociales del momento se debían, en su opinión, a la contradicción existente entre el viejo orden teológico-militar que todavía imperaba y que era incompatible con el progreso, y un nuevo orden social científico e industrial que estaba a punto de nacer. Así pues, la fe en el Dios tradicional tenía que ser sustituida por la fe en ese otro “gran ser” positivo, científico e industrial, constituido por la humanidad en general. El espíritu humano sólo podía llegar al conocimiento verdadero si era capaz de someterse humildemente al veredicto de los sentidos. La verdad no era construida por el investigador sino que le venía impuesta desde afuera. Lo único que había que hacer era simplemente leerla, porque el mundo no era caos ni anarquía sino que estaba regulado por unas leyes precisas y rigurosas. No habría más verdad que la que se le muestra al hombre a través de sus sentidos. Comte creía que sólo existían cinco ciencias fundamentales y positivas: la astronomía, la física, la química, la fisiología y la física social. En este mismo orden, que es en el que aparecieron, iría aumentando también su grado de importancia y complejidad. Todas ellas estarían relacionadas por medio de otra disciplina que tendría un cierto carácter instrumental: las matemáticas. Las demás materias que no entraban en esta clasificación no debían ser consideradas como ciencias positivas y, por tanto, no podían ser incluidas en la enciclopedia de las ciencias. Comte pensaba, por ejemplo, que la psicología era una disciplina ilusoria que representaba sólo la última transformación de la teología. Sin embargo, la sociología era la más grande de todas las ciencias, a la que el resto debían estar subordinadas, ya que su finalidad principal era “libertar a la sociedad de su fatal tendencia a la disolución inminente.” “La combinación de la ley de los tres estados y la clasificación de las ciencias tiene como fin demostrar que el modo de pensamiento que ha triunfado en matemáticas, en astronomía, en física, en química y en biología debe imponerse finalmente en el plano político, y desembocar en la constitución de una ciencia positiva de la sociedad, que es la sociología.” (Aron, 1996: 1, 93). No obstante, el pensamiento de Comte no se detuvo en la comparación simple entre estas seis ciencias positivas, sino que extrajo conclusiones que resultaron mucho más peligrosas. En efecto, si en matemáticas, física o biología no había libertad de conciencia, tampoco debía haberla en el terreno sociológico. De la misma manera en que los matemáticos o los físicos imponían sus veredictos a los indoctos e ignorantes, así también los sociólogos tenían que imponer sus conclusiones en el ámbito de la política y las relaciones sociales. Así la política y el gobierno de las naciones se sustentaría sobre el conocimiento y estaría dirigido por los descubrimientos de la ciencia social. Comte pretendía ser a la vez sabio y reformador. Sin embargo, inmediatamente asaltaba una duda. Para que una ciencia gozara de credibilidad, era menester que aportara resultados ciertos e indudables que pudieran ser corroborados, como ocurría con las matemáticas o la astronomía. Pero, ¿poseía la sociología tal característica? ¿era capaz de descubrir verdades tan ciertas como las que se evidenciaban con las demostraciones físicas, químicas o matemáticas? Comte estaba convencido de que sí, de que su física social era la reina de las ciencias positivas y de que debía influir en el diseño de una nueva moralidad pública o individual. En el Discurso sobre el espíritu positivo escribió: “Según la teoría positiva de la Humanidad, demostraciones irrecusables, apoyadas en la inmensa experiencia que ahora posee nuestra especie, determinarán con exactitud la influencia real, directa o indirecta, privada y pública, propia de cada acto, de cada costumbre, de cada inclinación o sentimiento; de donde resultarán naturalmente, ...las reglas de conducta, ...más conformes con el orden universal, y que, por tanto, habrán de ser ordinariamente las más favorables para la felicidad individual.” (Comte, 1997: 89). Su optimismo y confianza en el ser humano llegaron a convertirle casi en un profeta de la paz entre sus contemporáneos. Creía que la guerra ya no tenía sentido en una sociedad industrial. Los conflictos bélicos habrían sido necesarios para motivar al trabajo a hombres perezosos, para construir grandes imperios y estados, permitiendo así la evolución de la humanidad hacia el positivismo moderno, pero la guerra carecía ya de finalidad en un mundo presidido por los valores del trabajo y en el que no habría clase militar, ni motivos para pelear. Comte se dio cuenta de que para construir una sociedad así, habría que educar a los ciudadanos en unos determinados valores. Era necesario forjar una nueva moralidad que empapara todos los espacios del entramado social. Sin embargo, los códigos morales de los pueblos siempre se sustentaron sobre la base de las creencias religiosas. ¿No estaba su ley de los tres estados de la humanidad en contradicción con esta necesidad de valores y símbolos religiosos que evidenciaba el hombre moderno? ¿Cómo era posible combinar la postura racionalista de la Ilustración que pronosticaba el hundimiento de la religión, con los planteamientos sociológicos que asignaban a la fe religiosa un importante papel en la creación y el mantenimiento de la sociedad? La solución curiosa e inconsecuente que adoptó Comte fue la de inventarse una nueva religión laica; un culto a la humanidad que rompiera definitivamente con las religiones institucionales y fuera capaz de inspirar en la sociedad los valores de la solidaridad, el trabajo y el progreso. El hombre con verdadero espíritu científico ya no podía creer, según pensaba Auguste Comte, en la revelación cristiana o en la divinidad de Cristo. Pero por otra parte la religión continuaba siendo una necesidad permanente del ser humano. Las personas habían necesitado siempre creer en algo que las superara. De ahí que la sociedad precisara de una religión que estimulara su espiritualidad y moderara sus pasiones menos nobles. El sabio francés predicaba que la sociedad no era mala ni corrompía al individuo, como había dicho Rousseau, sino todo lo contrario. La sociedad era el recurso supremo con que contaban los ciudadanos para realizarse y darle sentido a su vida. La sociedad lo era todo para el hombre ya que éste no podía vivir en soledad y dependía siempre de los demás. Comte creía que como no existía una vida después de la muerte, ni tampoco salvación o eternidad, lo único en que debía creer el individuo moderno era en el destino colectivo de la sociedad. Esta religión que Comte se sacó de la manga no tuvo por objeto el culto a Dios sino a la humanidad, por eso fue en realidad una “sociolatría” fabricada para llenar el vacío espiritual del hombre moderno. Pero, ¿lo consiguió? Desde luego que no. Más bien ocurrió todo lo contrario. La religión del positivismo amenazó con convertirse en una utopía esclavizante y controladora de las conciencias. Todo el mundo tenía que someterse a la autoridad de los que más sabían, es decir, de los sociólogos. Ellos eran los únicos que podían gobernar las naciones en su singular dictadura de los sabios. No es extraño, por tanto, que este poder espiritual de la sociología, que Comte pretendía, no haya existido nunca ni haya podido llenar jamás el vacío del alma humana. Quizás sea que las personas no son en realidad tan altruistas como él pensaba. Es posible también que los hombres prefieran centrarse más en aquello que les divide y les separa, que en lo que les une. De hecho, tampoco la sociedad industrial ha demostrado poseer tantas virtudes como pensaba Comte. Pero lo cierto es que hoy, entrado ya el siglo XXI, es posible confirmar que la religión no ha muerto. El ser humano continúa buscando y hallando al Dios de la Biblia que se reveló en Jesucristo, mientras que la fe positivista no es más que un recuerdo del pasado y la ley de los tres estados de la humanidad, un mito que nadie se toma en serio. La religión de la humanidad que inventó Auguste Comte murió pronto, pero el Dios trascendente continúa vivo.

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