Llamados a ser transformados
El Dios que conoce los corazones, nos sigue y nos seguirá confrontando todos con nuestra forma de ser; y Él sabe hasta qué punto su preciosa obra ha calado en nuestros corazones.
29 DE ENERO DE 2025 · 17:35
![Foto: <a target="_blank" href="https://unsplash.com/es/@rodlong">Rod Long</a>, Unsplash CC0.,](https://media.protestantedigital.com/imagenes/679a57903e304_rod-long1170.jpg)
Hace muchos años leí el libro titulado “Los siete pecados capitales y el español” (Fernando Díaz Plaja, 1966). Con fino sentido del humor pero con gran maestría, el autor definía bien a los españoles reconociendo a la soberbia como el principal pecado capital nuestro.
La soberbia por sí misma bastaría para arruinar a una nación entera. La razón es que la soberbia llama a su lado a otros pecados capitales de los cuales se enorgullece. Con la soberbia como bandera, difícilmente se puede vivir en paz los unos con los otros, ni edificar una nación.
El mirar por encima del hombro, el individualismo, la ira, la envidia, la vanidad y el deseo de dominar sobre el otro, son pecados asociados a la soberbia. Pero lo peor es que la soberbia nos resta capacidad para ver nuestros errores con la finalidad de cambiar de forma radical.
Por otra parte, la soberbia nos incapacita para ponernos al nivel de los demás, y nos impide reconocer lo bueno que hay en los otros. Un dicho de Baltasar Gracian, que aparece al principio del libro mencionado, define bien al español:
"La soberbia, como primera en todo lo malo, cogió la delantera […] Topó con España, primera provincia de la Europa. Pareciole tan de su genio que se perpetuó en ella. Allí vive y allí reina con todas sus aliadas: la estimación propia, el desprecio ajeno, el querer mandarlo todo y servir a nadie, hacer del Don Diego y «vengo de los godos», el lucir, el campear, el alabarse, el hablar mucho, alto y hueco, la gravedad, el fausto, el brío con todo género de presunción y todo esto desde el más noble hasta el más plebeyo". (Baltasar Gracian)
Todas y cada una de las cosas mencionadas darían para escribir o hablar mucho, sobre la soberbia instalada en el carácter del español:
a.- “El hablar alto y hueco” refiriéndose al hecho de que cada uno quiere hablar más, y más alto que el otro para ser oído antes que el otro… Sin que lo que se dice, ni tenga contenido ni tampoco sea importante… Y sin dejar hablar al otro, dejando espacios para el diálogo.
b.- La presunción… sin venir a cuento. El creerse más de lo que uno es. (El caso del “señor hidalgo” que aparece en la obra del Lazarillo de Tormes.. En la película de “El Lazarillo de Tormes”, aparece aquel “señor” que quería aparentar más de lo que era; vivía en un palacio ruinoso, vacío y alimentándose del pan duro que podía conseguir el “lazarillo”.
Pero cuando salía del “palacio” y ya en la puerta para marcharse y sabiendo que en el edificio contiguo, desde las altas ventanas algunas mujeres le observaban y cuchicheaban entre ellas, levantaba la voz y aparentaba dar órdenes al lazarillo: “No olvides sacudir las alfombras, limpiar los cubiertos de plata, etc.” Todo una patraña con tal de que las “observadoras” del edificio contiguo creyeran que “el señor hidalgo” era rico.
c.- El querer llevar razón siempre y pretender ser el mejor en todo. No sé en este tiempo, pero durante algunas décadas he escuchado chistes sobre… “Esto era un americano, un alemán, un inglés y un francés…” Al final, el español es el más listo, ingenioso, creativo y más “guay” que ninguno.
d.- El negarse a “admitir lecciones de nadie”: “A mí, lecciones, ni una”. Esto se oye mucho entre la clase política: “A nosotros, lecciones, ni una…”; de la izquierda, la derecha o de quien quiera que sea.
La soberbia afecta la vida personal porque nubla el entendimiento para discernir correctamente; pero sobre todo se distingue por no aceptar el consejo y la reprensión de ningún tipo: “Yo sé lo que digo”; “Yo sé lo que quiero y lo que me conviene”; “Yo sé… Yo sé… Yo sé…”
Algunos ejemplos bíblicos
Aquella lectura del libro mencionado me hizo pensar en que, al parecer, cada pueblo tiene su propia forma de ser, su propia impronta y “sello” por la cual se le distingue y se le conoce. Algo que en el contexto cultural de las naciones que aparecen en la Biblia llegamos a conocer a través del estudio.
Por ejemplo, los habitantes de la ciudad de Corinto eran conocidos por su gran inmoralidad (1ªCo.5 y 6) al punto de que se usaba el término “corintizar” como sinónimo de “fornicar”. Los de la región de Galacia eran conocidos por su falta de constancia, en contraste con el gran entusiasmo que ponían cuando abrazaban una causa a la cual se esperaba que fuesen fieles para siempre (Gál. 1.6; 4.13-15, 19-20).
Por otra parte a los cretenses se les conocía porque eran “comilones, siempre mentirosos, malas bestias, glotones y ociosos” (Tito.1.12-13).
De todo ello, hay tanto testimonio bíblico como extra bíblico. Ciertamente parece que es así, cada pueblo tiene su propia forma de ser y por la que se le puede conocer y definir.
Somos llamados a ser transformados
Pero, seamos como seamos, una cosa sí deberíamos tener clara los que nos consideramos seguidores de Jesús como Maestro y Señor; y es que cuando el Evangelio llegó a todos los mencionados más arriba y otros más, como los efesios, romanos, colosenses, tesalonicenses, etc., así como también a nosotros, Dios los y nos confrontó con nuestra propia forma de ser.
A partir de ahí, si estamos atentos, Él nos da la capacidad de vernos como él nos ve para poder cambiar en orden a ser diferentes, tal y cómo Él demanda de nosotros. No importa de qué país seamos ni las características propias que hayamos heredado.
El mensaje del evangelio que se les anunció a los antiguos, es el mismo que se nos anunció a nosotros y es el mismo que nosotros hemos de anunciar a otros; y las consecuencias en la vida que ha sido transformada tienen que ver con algunas cosas que es bueno tener en cuenta.
1.- El Evangelio produce un cambio radical; La Biblia lo llama “una nueva creación”: “Si alguno está en Cristo nueva creación es, la cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2ªCo.4.6; 5.17; Gá.6.14; Ef.2.10).
Cuando pensamos en la primera Creación, recordamos que Dios la creó por medio de su Palabra; que lo primero que hizo fue la luz y que, por último, después de crear al ser humano “varón y mujer” “vio que todo cuanto había hecho, era en gran manera bueno”(Gé.1.31).
Y eso, tanto desde el punto de vista de la creación física como desde el punto de vista moral y espiritual (pensando en el ser humano, claro)
Entonces, dado que Dios se ha propuesto restaurar esta creación caída, El lo hace por medio de su Palabra; y esa “Palabra” es la que nos aporta la luz que alumbra nuestras tinieblas y transforma y cambia nuestro corazón, haciéndolo conforme a su propio corazón. (Ver, Ezeq.36.25-27; 2ªCo.4.6).
Por eso decimos que ese cambio radical que se produce en la vida del que ha abrazado el Evangelio, afectará de raíz la forma de ser heredada de ese pueblo, de su propia cultura y de su propia familia afectada por el pecado.
A partir de ahí, todo es un proceso hasta que Dios mismo acabe su obra (Filp.1.6).
2.- Estamos en un proceso de transformación continua: No hemos de conformarnos con lo que somos como “hijos de nuestra cultura”. Dios nos llama a una transformación y renovación permanente. (Ro.12.1-3; Ef.4.22-24; Col.3.9-12).
Por eso se nos exhorta a “no conformarnos a este mundo”. El mundo tiene una forma de pensar, una forma de ver las cosas, una forma de hablar y una forma de comportarse ante las distintas situaciones de la vida.
Pero el creyente no puede conformarse a todo eso. Dios quiere que pensemos como Él, que veamos las cosas como Él las ve, y que hagamos las cosas como Él quiere.
Por eso se nos exhorta a “no conformarnos a este mundo”; a “presentar nuestros cuerpos en sacrificio vivo”; a “transformarnos en nuestra mente, para poder comprobar la buena voluntad de Dios santa, agradable y perfecta…”. El Apóstol Pablo está estableciendo aquí los principios del discipulado que enseñó Jesús: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt.16).
Y aquí vendría bien leer los capítulos 4-5 de la carta a los Efesios, donde en un contexto pagano, los creyentes tenían que presentarse en su entorno social por medio de un testimonio diferente:
Rechazando la mentira, a favor de la verdad; el hurto a favor del trabajo honrado; dando de lado, igualmente, al vocabulario duro, sucio, soez, ligero, corrupto, ofensivo y dañino a favor de un lenguaje limpio, basado en la verdad y siempre con el propósito de bendecir y edificar a los oyentes.
Rechazando la inmoralidad y todo tipo de drogas sin temor al qué dirán, ni al rechazo de los que practican tales cosas. Procurando, llevar los frutos de “bondad, justicia y verdad…”; Evitando “entristecer al Espíritu Santo” y buscando el “ser llenos del Espíritu Santo” que, en todo caso haría posible que aquellos creyentes vivieran la vida según los parámetros que les eran indicados por el Señor Jesucristo mismo y que son de igual valor para todos nosotros.
Todo eso sería y será la evidencia de que habían entrado y que hemos entrado en el proceso de transformación para crecer en madurez, según el propósito de Dios.
3.- Es necesario perseverar hasta el final en el camino propuesto por Dios mismo. (Hb.3.14; 10.37-38; 12.1-3): La transformación es el principio de la vida cristiana. Y algo que amenaza a todo creyente es el desánimo, el desaliento y la tentación del abandono estará llamando a nuestra puerta cada día.
Sobre todo, en los momentos difíciles de la vida del creyente. Y a veces, no es tanto una apostasía, sino un “acomodarse” hasta el punto de no querer “complicarse” más de lo que puede dar una o dos reuniones a la semana… O, incluso ser permisivo con actuaciones que están claramente fuera del plan de Dios.
Entonces, como creyentes hemos de ver cuáles son nuestras responsabilidades en relación con la nueva vida recibida, en relación a los dones recibidos por el Espíritu Santo y nuestro ministerio al cual hemos sido llamados y… ¡actuar en consecuencia! No olvidemos lo que dice la Escritura:
“Así que hermanos amados, estad así firmes y constantes en el Señor… sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano” (1ªCo.15.58). El apóstol Santiago escribió: “Mirad, hermanos como el agricultor espera el precioso fruto de la tierra, aguardando con paciencia hasta que reciba la lluvia…” (St.5.7-8); y el autor de la Epístola a los Hebreos también escribió: “Porque os necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa” (Hb.10.35-36).
Por tanto, no hemos de quedarnos solo en la “transformación”, porque esa acción divina que nos sorprende tanto, no es una acción única y definitiva, sino el comienzo de un caminar que en la Biblia se le llama “santificación” que es lo que sigue y acompaña al que ha sido en verdad “justificado” por Dios.
Y en ese caminar, tenemos la responsabilidad de adoptar algunas virtudes como nuestras compañeras inseparables y permanentes, a la perseverancia, la constancia, la obediencia, la paciencia, etc., sin los cuales no podremos llegar al final de la meta propuesta.
Conclusión
Concluimos diciendo que, a partir de la obra de Dios por medio del Evangelio…
Los creyentes corintios seguirían siendo corintios, de aquel lugar, pero ahora debían mostrar que eran muy diferentes a lo que habían sido antes. De ahí que el Apóstol Pablo dedicara espacio en sus epístolas a enseñarles sobre la importancia del amor, la unidad de la iglesia, como cuerpo de Cristo; la importancia de la santidad de vida y que “el cuerpo es del Señor” y “no para la fornicación” (1ªCo.6.9-11 con 2ªCo.3.2-3).
Los creyentes de Galacia tenían que tomar conciencia de que ser cristianos era participar de una naturaleza nueva, “una nueva creación” (Gál.6.15) realizada por el poder de Dios, fortaleciendo y afianzando su carácter en la clara y firme Palabra de Dios. Eso nada tenía que ver con la forma de ser sentimental y voluble que caracterizaba a ese pueblo, sino todo lo contrario.
Los creyentes cretenses seguirían siendo ciudadanos del lugar, pero deberían evidenciar un cambio en sus vidas. Deberían haber dejado atrás la mentira, la glotonería, la ociosidad y la brutalidad con la cual se comportaban en su relación unos con otros. De otra forma, todo se quedaba en una “profesión de fe” y vana palabrería, pero sin ninguna realidad espiritual constatable (Tito 1.16, 2.14).
Y nosotros los creyentes españoles, seguimos siendo españoles (acorde con la sensibilidad y forma de ser de cada cual en el territorio donde vive) pero el Evangelio ha debido de calar en lo más profundo de nuestro corazón y producir un cambio radical en los que lo hemos profesado.
Porque cabría la posibilidad de seguir con la misma soberbia, pero disfrazada con el ropaje religioso “evangélico” creyendo que por nuestro nacionalismo, nuestra denominación o iglesia o sistema teológico… y tomar estas cosas como excusa para creer que nos asiste la justicia y toda razón y que, por tanto, somos mejores que los demás… Eso es un gran pecado de soberbia.
Y por mucha razón que creamos que nos asista, y por mucha capa de religiosidad “evangélica” con la cual nos hayamos cubierto, nuestras vidas no tendrán eficacia alguna, ni para nosotros ni para las vidas de los que nos rodean y contemplan.
El Dios que conoce los corazones, nos sigue y nos seguirá confrontando todos los días de nuestras vidas con nuestra forma de ser; es decir nuestra soberbia y sus pecados asociados; y Él sabe hasta qué punto Su obra, su preciosa obra, ha calado en nuestros corazones y ha producido ese cambio radical que Él quería producir en ti y en mí; en nosotros.
¿Qué vamos a hacer? ¿Vamos a tomar la decisión que corresponda en cada caso? ¿Vamos a decir, ¡no! a esa forma de vivir torcida que sabemos que al Señor no le agrada? ¿Vamos a tomar la decisión de una vez de decirle al Señor que cambie nuestra forma de ser, teniendo nuestro corazón dispuesto al cambio? ¿No dice la Escritura que “Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad”?
¡Que el Señor nos ayude!
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