El abrazo del Padre

Cuando venimos al Señor, todos traemos algo o mucho de esos daños emocionales y nos conforta saber que, en Jesús, nos encontramos con la posibilidad de que toda nuestra vida sea restaurada.

06 DE MARZO DE 2024 · 09:01

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A lo largo de los años nos hemos encontrado con personas que nos han manifestado que nunca recibieron muestras de afecto y de cariño en su hogar. Si acaso un “te quiero” distante, sin mirar a los ojos y sin el contacto físico, sea por un toque de confirmación, unas caricias tiernas, un beso o incluso ese abrazo que hace a la persona (hijos, hijas, esposos, esposas, hermanos, etc.) sentirse reconocidos, respetados, apreciados y, en definitiva, amados. Esto lo hemos apreciado tanto en la realidad vivida de forma personal como en otros muchos casos que hemos conocido a lo largo de los años. Al final, al individuo le queda una sensación de vacío y de desamparo; y se puede llegar a la edad adulta y encontrarse con ser todavía un niño necesitado de cariño, incapaz también de transmitirlo. El asunto es realmente grave. 

Podríamos dejarlo así, pero también hay que pensar en que si aquello fue negativo, cuánto más cuando todas esas muestras de afecto sincero, oportunas y limpias que todos debimos recibir, muchos las corrompieron y las usaron como ocasión para perpetrar abusos de distintos tipos, incluidos los sexuales. En tales casos, los daños son terribles. 

Entonces, la realidad es que cuando venimos al Señor Jesucristo, todos traemos algo o mucho de esos daños emocionales y nos conforta saber que, en Él, nos encontramos con la posibilidad de que toda nuestra vida intelectual y afectiva-emocional sea restaurada de tal manera que podamos sentirnos amados, aceptados, comprendidos, perdonados, reconocidos y confirmados de una forma como jamás antes lo habíamos experimentado. Y eso se da aunque nuestras vivencias hayan sido más o menos dramáticas. ¡No importa! 

Lo cierto es que todos hemos sido creados para amar y para ser amados; pero todos hemos fracasado en esa suprema tarea. Luego, cuando vinimos al Señor (o mejor dicho, cuando Él vino a nosotros) supimos que Dios nos amaba desde antes que nosotros lo supiéramos. Eso es lo que la Palabra de Dios dice y lo que Él demostró, “enviando a su Hijo Jesucristo a morir por nosotros” (Ro.5.8; 1ªJ.3.16; 4.9-10). Eso es una verdad objetiva que se dio a conocer en un momento de la historia (Gál.4.4-5). Pero cuando esa realidad objetiva se convierte en una realidad subjetiva viniendo a formar parte de nosotros mismos, pasamos por una experiencia real en la cual sentimos que el abrazo del Padre nos envuelve, el corazón exulta de gozo y uno sabe, de primera mano, que el principio de la sanidad emocional ya se puso en marcha; que nuestras heridas internas están siendo sanadas y que, el que así es tratado mirará su pasado sin ninguna sombra de tristeza, resentimiento o amargura. Así se cumplen –se van cumpliendo- las palabras de Jesús dadas al comienzo de su ministerio: “He venido a dar buenas nuevas a los pobres; a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos…” (Lc.4.18-19). Y Él no miente; y sabemos que sus palabras son verdad por propia experiencia; como si estuviéramos experimentando el abrazo divino de forma permanente. 

Lo más hermoso es que una vez que experimentamos el abrazo de Dios, luego llegamos a entender lo importante que es que nosotros mismos podamos transmitir ese abrazo a otros que están como nosotros estábamos, con el corazón roto; faltos del verdadero amor, llenos de sentimientos negativos y extraviados en su mente y en su corazón.

Al respecto recuerdo haber leído hace años, en el libro del pastor Jim Cymbala, titulado Fuego vivo, viento fresco, que él acababa de terminar el domingo después de haber tenido dos largos cultos esa tarde. Todos se habían ido ya. Él, agotado, se sentó en un escalón de la plataforma donde estaba el púlpito. De pronto vio que alguien entraba. Él con cierta desgana, le hizo una señal débil para que entrara. El pastor Cymbala pensó que aquel joven le iba a pedir dinero: 

Cuando se acercó, vi que le faltaban los dos dientes de adelante. Pero lo que más destacaba era su olor; la mezcla de alcohol, sudor, orina y basura me quitó el aliento. He estado cerca de muchas personas de la calle, pero esta era la fetidez más poderosa que había olido jamás. Instintivamente debí girar la cabeza hacia otro lado para inhalar, luego, volver a mirarlo mientras exhalaba” (P.142)

Después de una breve conversación para interesarse por quién era y dónde dormía, el pastor Cymbala metió la mano en el bolsillo para sacar algún dinero. Pero aquel hombre le dijo que él no quería dinero, sino al Jesús del cual le había hablado “una pelirroja”, en la calle: 

Titubeé, luego cerré los ojos. Perdóname, Dios, supliqué. Me sentía sucio y barato. Yo, un ministro del evangelio… Sólo había querido deshacerme de él, siendo que él estaba clamando por ayuda de Cristo acerca del cual recién había predicado… David (que así se llamaba) percibió el cambio en mí. Se movió hacia mí y cayó sobre mi pecho, hundiendo su cabeza sucia contra mi camisa blanca y corbata. Mientras lo abrazaba, le hablé del amor de Jesús. No fueron sólo palabras; las sentí. Sentí amor por ese joven digno de compasión. Y ese olor… no sé cómo explicarlo. Casi me había descompuesto, pero ahora se convirtió en la más bella fragancia para mí. Me deleité en lo que hasta un momento atrás me había resultado repulsivo (…) David se entregó a Cristo del que había escuchado esa noche. Lo internamos en una unidad de desintoxicación en un hospital durante una semana. Le hicimos arreglos en los dientes (…) Hoy David está a cargo del departamento de mantenimiento de la Iglesia, le toca supervisar a diez empleados… se casó y es padre…” (Pp142-143)

Aquel hombre desheredado de la vida, recibió aquel día el abrazo de Dios el Padre a través del pastor Jim Cymbala, a pesar de la resistencia inicial de éste. Ese sería el comienzo de otros muchos abrazos dados por otros en la comunidad cristiana y en diferentes formas. 

Leer en este punto la parábola del “hijo pródigo” puede ayudarnos a entender la forma de ser de ese Dios y Padre, del cual predicó el Señor Jesús (Lc.15.11-32). El Padre de Jesús, prefigurado por el padre del joven que abandonó su casa y malgastó la herencia que recibió de forma anticipada, “viviendo perdidamente”, viendo venir a su hijo arrepentido… “cuando aun estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia; corrió y se echó sobre su cuello y le besó” (Lc.15.20.24). El hijo no esperaba tanto. Él solo quería que su padre le hiciera como “un jornalero” como los demás trabajadores de su casa. Sin embargo, su padre le dio mucho más que eso: Lo restauró como hijo suyo que era, con todos sus privilegios. 

Pero aparte de esta ilustración que ilustra el carácter de Dios como Padre, nadie que haya recibido su abrazo, dejará de ser un transmisor de ese mismo amor. No se trata de ir dando abrazos por ahí a la gente, sino de expresar ese abrazo acogedor de Dios en Jesucristo, sea en forma de un abrazo físico -cuando sea necesario- o en las distintas formas en las que las personas que se relacionan con nosotros, puedan percibir y recibir el amor perdonador de Dios y su aceptación para ingresarlas en su familia. Da igual si la persona es un desheredado de la vida sucio y maloliente, un inmigrante que busca amparo y sin nadie que le “abrace”, una persona de dudosa moralidad o uno que nada en la abundancia económica. En el fondo, más allá de las apariencias, la verdadera condición de cada uno de nosotros es de una gran necesidad de verdad, de perdón, de libertad, de paz, de gozo, de consuelo y de amor. 

Todo lo cual nos hace recordar y tomar una profunda conciencia del gran tesoro que el Señor ha puesto en nosotros, “vasos de barro” como somos (2Co.4.6-7); y siempre recordando las palabras del Señor Jesús, que dijo: “De gracia recibisteis, dad de gracia” (Mt.10.8); “porque es más bienaventurado dar que recibir” (Hch.20.35).

 

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