La salvación viene de los judíos (1)
El hecho de que Jesús predicara el amor de Dios no significaba que Él callara acerca de la verdad sobre cualquier tema esencial.
06 DE SEPTIEMBRE DE 2023 · 10:00
“Porque la salvación viene de los judíos” (J.4.22)
Esas palabras le fueron dichas por el Señor Jesús a la mujer samaritana. En un intento de desviar la conversación, ella le había sacado a colación el tema de la adoración, es decir el lugar dónde se debía de adorar y el cómo de la adoración. La mujer se había sentido un tanto incómoda porque las palabras de Jesús haciendo referencia a los “cinco maridos” que había tenido -incluyendo el que tenía en esos momentos- la habían puesto en evidencia. Entonces ella, en ese intento de desviar la conversación, le dijo: “Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar” (J.4.20) Y Jesús no la deja sin respuesta. Después de decirle que vendrá la hora en la cual “ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre…”, añade: “vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos” (J.4.22). Jesús le dice la verdad a la mujer samaritana. El hecho de que Jesús predicara el amor de Dios no significaba que Él callara acerca de la verdad sobre cualquier tema esencial. A Jesús se le conocía, entre otras cosas, porque siempre decía la verdad y no le importaba lo que pensaran los demás (Mt.22.16).
Así que el Señor le dice bien claro: “Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos…” Esto nos lleva a pensar que los seguidores de Jesús no hemos de esconder, ni torcer la verdad que conocemos acerca de Jesús, por no ofender o por querer presentar un Jesús “más dulcificado” (pero claro, tampoco un Jesús para “meter miedo”) sino que tenemos la gran responsabilidad de hacerlo siempre que se presenta la ocasión. Otra cosa es hacerlo con la empatía con la cual lo hizo Jesús y acorde con un espíritu de humildad y de respeto, dado que nunca hemos de creer que somos mejores que los demás, aunque conozcamos dicha verdad y nuestro interlocutor, no (Ver, Tito 3.2-3; 1P.3.15).
Pero antes de que Jesús le contestara a la mujer sobre la verdadera adoración, Jesús le hace esta declaración acerca de la salvación: “Porque la salvación viene de los judíos”. Entonces, no se nos escapa que el tema de la salvación está esencialmente relacionado con la adoración: “Nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos”. Jesús se estaba refiriendo, lógicamente, a la adoración verdadera que resulta de pasar por la experiencia de “la salvación por la fe que es en Cristo Jesús -el Mesías-” (2Ti.3.15). De ahí que cuando predicamos el Evangelio no hablemos a las personas de la adoración a Dios.i Es necesario primero pasar por la experiencia de la salvación. Mirémoslo por donde lo miremos, en la Biblia y sobre todo en el Nuevo Testamento, si no se experimenta primero la salvación no puede haber adoración completa. Y esa salvación –insistimos en ello- se experimenta por el conocimiento del Señor Jesús, quien nos pone en relación con Dios, como nuestro Padre (J.1.12-13). Hay que notar que en el pasaje que estamos considerando, Jesús menciona tres veces a Dios como “Padre” en relación con la adoración (J.4.21,23). Por tanto, hemos de insistir en que a la experiencia de la salvación le sigue la adoración, no a un Dios desconocido sino a un Dios que es nuestro Padre. Pero tenemos que enfatizar que si bien “la salvación viene de los judíos” la verdadera adoración que sigue a esa salvación también nos viene (nos es traída) por medio del pueblo de Israel. Algo que no hemos de perder de vista, por lo que diremos en la próxima exposición. Y algo que no debe pasarnos por alto, es que esa afirmación sobre el papel del pueblo judío en relación con la salvación y la adoración, la hizo Jesús.
Pero teniendo en cuenta lo dicho por el Señor Jesús, eso no quiere decir que todas aquellas personas que no le conocen a Él –por las razones que sean; ¡y podrían ser muchas!- no puedan adorar a Dios acorde con la luz que hayan recibido. Pero sin la experiencia y el conocimiento del Señor Jesús su adoración estará condicionada y limitada. No hemos de olvidar que Jesús dijo que “los que le adoran (al Padre) en espíritu y en verdad es necesario que le adoren” (J.4.24). Es decir, la adoración no solo es “en espíritu”, pero también debe de ser “en verdad”. Elementos necesarios y que solo en y por medio del Jesús podemos recibir.
Entonces, pensemos por ejemplo en las personas que sin haber oído el Evangelio tienen una viva conciencia de “un Dios creador” y llevados por la grandeza de su poder y la realidad de su divinidad (Ro.1.18-20) así como por su propia conciencia moral (Ro.2.14-15) adoptan una actitud reverente de reconocimiento, de gratitud y de obediencia a lo que saben que está bien, apartándose del mal. Eso es adoración. Lo hemos visto muchas veces a lo largo de los años. Por ejemplo, un hombre suspende de momento el trabajo con los animales en su campo. Está sudando por el calor, toma el botijo y como de costumbre, al chorro, dejando caer el agua por su pecho casi desnudo. Termina de beber con esta exclamación: “Y luego dicen que no hay Dios”. Eso sería adoración. Incompleta, sí; pero acorde con la luz recibida. Él sabe que hay un Dios creador de todas las cosas y a diferencia de otros muchos, él muestra su gratitud a Él. Pero además, ese hombre no se quedará con lo que no es suyo. Él suele decir en su casa y a sus hijos e hijas: “En esta casa somos honrados”. También le es fiel a su esposa a pesar de que ha sido tentado por sus “amigos” a ser infiel con otras mujeres. ¿Por qué? Por dos razones: Una porque tiene temor de Dios y dos, porque ama a su esposa a lo cual no la traicionaría por nada del mundo. Eso también es adoración. Adoración incompleta. Sí, pero no por eso Dios tendría que rechazarla (Ver, Ro.2.7-10).
Una adoración así, cuando se produce, para Dios tiene más valor que la que supuestamente se practica a la luz de un conocimiento más completo, pero para nada aprovechado sino todo lo contrario.
Siguiendo esta línea de pensamiento, pensemos en la figura que aparece en la parábola de “el Buen Samaritano”. El buen samaritano fue el que, en contraste con el levita y el sacerdote judíos, se “molestó” en emplear tiempo para atender al hombre herido a quien los ladrones no solo le habían robado sino que le habían apaleado dejándole medio muerto, al lado del camino. El samaritano curó sus heridas, lo montó en su cabalgadura, lo llevó al mesón, se quedó con él unos días atendiéndole y cuando se fue dejó suficiente dinero para que allí fuera atendido. Además, dejó dicho al mesonero que volvería por si la cuenta había ascendido a más de lo que él había anticipado, para pagar el resto. La historia está ahí.
¿Por qué contó el Señor esa historia a aquel “intérprete de la ley”, religioso y orgulloso de ser israelita hijo de Abrahán? Pues porque el religioso le había preguntado al Señor cómo podía él heredar la vida eterna. Entonces, Jesús le respondió con un par de preguntas: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?” (Lc.10.25-26). Entonces el religioso le contestó de forma correcta, haciendo alusión al resumen de toda la ley: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo”. El intérprete de la ley había dado la respuesta correcta. Pero lo que no sabía el religioso era el alcance que tenía su propia respuesta y lo que implicaba para él. De ahí que el Señor le contara la parábola aludida, enfrentándole con la realidad de “su prójimo” que no eran solo los judíos, sino también los odiosos y odiados samaritanos, a los cuales también tenía el deber de amar. Seguramente esto era demasiado para aquel “intérprete –experto- de la Ley”
Por eso el Señor le contó la parábola. Lo que distinguió al samaritano del levita y el sacerdote fue lo que el Señor señaló:“Pero un samaritano que iba de camino, vino cerca de él y viéndole fue movido a misericordia” (Lc.10.33). Esa es la enseñanza central de la parábola. Los fariseos religiosos estaban pendientes de cumplir con cosas muy pequeñas relacionadas con la Ley de Moisés. Así trataban de agradar a Dios para justificarse delante de Él y aparentar que eran muy “espirituales”. Pero en otra ocasión Jesús los denunció y les dijo: “Habéis olvidado lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe.” (Mt.23.23). Aquellos religiosos, conocedores de la Ley divina no llenaban la medida. Sin embargo, el samaritano semi-pagano con una luz más reducida había entendido “lo más importante de la ley”. Por eso, viendo al hombre maltratado, herido y abandonado al lado del camino, “fue movido a misericordia” y actuó consecuentemente. Algo que ni tuvieron ni hicieron el levita y el sacerdote, a pesar de tener un mayor conocimiento y creer que estaban “en-la-religión-verdadera”. Con razón dijo el apóstol Pablo que los privilegios que tenía el pueblo de Israel no los aprovecharon. ¡Todo lo contrario! (Ro.2.17-24)
Todo lo expuesto me trae a la mente unos recuerdos que me marcaron desde casi al principio de mi conversión a Cristo. Sería el año 1968/69. Como cada sábado íbamos el grupo de jóvenes que conformábamos nuestra pequeña iglesia a un lugar céntrico de la ciudad, donde solía pasar mucha gente, con la idea de dar testimonio de nuestra fe. En el lugar de mayor paso de personas poníamos una mesa con folletos que íbamos repartiendo a unos, mientras que a otros que querían escuchar, les hablábamos del Evangelio. Durante varios sábados yo veía a un hombre de unos 50 años que estaba a cierta distancia. Él siempre nos observaba con atención, pero nunca se adelantó para preguntar sobre lo que hacíamos. Uno de esos sábados, le dije a un hermano que me acompañara y nos acercamos a él. Lo saludamos, nos presentamos y él nos dejó que habláramos durante un rato. Él nos escuchó con mucha atención. Cuando terminamos el nos habló a nosotros y nos contó su experiencia:
“Soy camionero y como cada sábado que tengo que venir a descargar a Córdoba, paso la tarde en este paseo, distrayéndome… Admiro vuestra fe y vuestra perseverancia; pero yo hace tiempo que dejé de creer. Yo había profesado fe y estuve a punto de bautizarme, recibiendo las clases pre-bautismales de parte del pastor de la Iglesia. Cuando ya faltaba poco, el pastor me invitó a salir con él a hacer una visita a una población cerca de nuestra ciudad. Cuando veníamos de vuelta, fuimos testigos de un accidente que había tenido lugar y, a juzgar por lo aparatoso del mismo, podrían haber necesitado nuestra ayuda. Cuando le sugerí al pastor parar, me dijo: ‘Deja, deja, mejor seguimos porque estas situaciones al final no te traen nada más que problemas’. Aquella respuesta por parte del pastor me impactó tanto que no la entendí de parte de alguien que hablaba de Dios y de Jesús... Llegamos a nuestro destino, me despedí de él y ya no me volvió a ver jamás”.
Así que aquel “pastor evangélico” de la historia que nos contó aquel hombre que nos observaba, cada sábado, no distaba nada de ser como aquel levita y el sacerdote de la parábola mencionada que, viendo la necesidad al lado del camino, “pasaron de largo”. Uno y otros tenían apariencia de “verdaderos adoradores”, pero ni todo el conocimiento que tenían de las Escrituras, ni todas las prácticas religiosas juntas que realizaban podían justificarlos delante del Altísimo. Porque como dijo Jesús: “Habéis dejado lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe”. Y eso, los calificaba como falsos adoradores del Dios verdadero. Y no importa si somos católicos apostólicos romanos o si somos “cristianos evangélicos” y/o “protestantes”. A veces viene a cumplirse lo que dijo el profeta Isaías, citado por el Apóstol Pablo: “Porque como está escrito: El nombre de Dios es blasfemado entre las gentes por causa de vosotros.” (Ro.2.17-24)
Entonces, como decíamos al principio, también podemos pensar en todas aquellas personas que teniendo mucha menos luz, conocen lo suficiente como para entender –más o menos bien- lo esencial de la ley de Dios y que es el “amar a Dios sobre todas las cosas… y al prójimo como a ti mismo”. Éstos, al igual que el conocido como “buen samaritano” lo ponen por obra. Por lo cual, también serían, en parte, “verdaderos adoradores”. De esos hay muchos más de lo que nos imaginamos. A mí al menos, no me cabe ninguna duda. Seguiremos.
Notas
i Eso no quiere decir que no podamos hablar de la adoración en ningún sentido, sino que al igual que Cornelio, el oyente necesitará conocer por medio del Evangelio lo que le falta para que su conocimiento sobre el tema sea más completo.
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