La presencia de Dios en la adoración y la alabanza

Podríamos decir sin temor a equivocarnos que “Dios habita en las alabanzas de su pueblo” porque su pueblo fue objeto de la gracia misericordiosa de Dios.

02 DE SEPTIEMBRE DE 2022 · 09:30

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Imagen de Mic Narra, Unsplash.

“Pero tú eres santo, tú que habitas en las alabanzas de Israel”.[1]

A veces hemos oído o leído algún artículo o libro sobre la adoración y la alabanza en los cuales, haciendo alusión al texto citado más arriba, se ha interpretado, de forma muy convencida,  de que a través de la alabanza “se atrae la presencia de Dios” sobre el lugar de reunión y culto: “Si el texto dice que Dios habita entre las alabanzas de su pueblo, se sigue que hemos de alabarle para que él ‘venga’, ‘habite’ y ‘se manifieste’ entre nosotros”.

Sin embargo, este es otro de los muchos ejemplos que nos encontramos a menudo, que muestran no solo el error de partida, sino las perniciosas consecuencias que acarrean dichos errores. Porque, a partir de esa deficiente compresión del texto aludido, se atribuye un carácter y un sentido a la alabanza y a la adoración que no tienen ni han tenido  nunca. Tanto es así que los modernos dirigentes musicales de muchas iglesias, cantan y cantan (y repiten hasta la saciedad) las canciones o coritos a modo de “mantras evangélicos”, hasta que les parece que la presencia de Dios “ha venido” o “se ha manifestado”. Y si eso no se consigue, parece que no se ha cumplido con el objetivo del culto. A partir de ahí, todo cuanto se haga en el culto pareciera no tener el valor que tendría, ni la predicación de la Palabra, ni las oraciones, ni nada... pues “falta la unción de Su presencia”. Dicho sea de paso, pueden pasarse una hora o hora y media de “alabanza”, mientras que la exposición de la Palabra ocupará bastante menos de la mitad de ese tiempo y, posiblemente de muy baja calidad, dado que hoy se estiman más lo mensajes motivacionales, las historias y las “experiencias vividas” que la exposición de la Palabra de Dios, debidamente contextualizada y aplicada a las vidas de los oyentes. 

¡Craso error! De ese falso planteamiento, se derivan otros errores; porque un error nunca puede llevar a una verdad, sino a otro error. Y es que muchos dirigentes musicales se han creído con una responsabilidad especial, por encima de los demás miembros de la iglesia. A partir de ahí, ha surgido una clase de “adoradores” que le dan el nombre de “salmistas”; “son los nuevos levitas”, dicen. Luego, debido a su espuría posición  sobre la iglesia, se hacen indispensables y sin los cuales pareciera que no es posible llevar a cabo la adoración y la alabanza en la iglesia. Mientras tanto, es de suponer que los pastores han dejado su responsabilidad en la enseñanza de la Palabra de Dios o son los primeros que se han creído esa mentira y así, dejan hacer para gran perjuicio de la Iglesia. 

Pero todavía hay otra consecuencia que tiene lugar y es que al valorar más el tiempo de la adoración y la alabanza, la predicación de la Palabra en el culto queda en un segundo plano, causando un serio perjuicio al pueblo de Dios. No en vano, tiempo ha que la Palabra ha quedado desplazada del centro del culto de muchas iglesias, en favor de otros elementos como la alabanza, números especiales y todo aquello que pueda producir una “experiencia personal positiva”, todo lo cual se tomará como “señal” de la presencia de Dios en el culto. Pareciera -¡y así es, en algunos contextos!- que se valoran más las emociones, los sentimientos y las experiencias que la comprensión de las Escrituras bien expuestas, con mira a la obediencia al Señor de la Palabra.  

Pero en relación con el texto bíblico citado al principio, hemos de decir que nada de lo que se le atribuyen se desprende del mismo. Nada de que el pueblo de Israel se dedicaron a “alabar” a Dios para “traer su presencia” entre ellos.  Por eso es importante atender al contexto de cada texto. En realidad, lo que hay en el fondo  del texto es la obra de Dios a lo largo de la historia del pueblo de Israel, motivada por la misericordia y  la fidelidad de Dios al pacto hecho con Abraham[2]; pero también encontramos el clamor y la fe del pueblo de Israel en relación con Dios y su obra liberadora a favor de Israel de la esclavitud de Egipto. Notemos qué dicen los versículos 4 y 5 de ese mismo salmo 22:

“En ti esperaron nuestros padres; esperaron y tú los libraste. Clamaron a ti y fueron librados; confiaron en ti y no fueron avergonzados”

A partir de ahí Yawéh pondría de manifiesto Su presencia para con el pueblo de Israel después de 400 años de aparente silencio, librándolos de la esclavitud de Egipto y acompañándolos a lo largo de toda su travesía en el desierto. Así que la adoración, la alabanza y la acción de gracias, pues, serían el resultado de la obra de Dios en la vida de los creyentes, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento. Pero jamás debe tomarse como una práctica por medio de la cual “conseguir traer la presencia de Dios” ni que esta “se manifieste”. La razón es obvia ya que de antemano sabemos, por palabra del Señor Jesús, que Su presencia en y con su Iglesia fue prometida; y tal promesa es la garantía de esa misma realidad: 

“Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.[3] 

“Y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.[4]

Por tanto, la adoración y la alabanza siempre están asociadas a Dios mismo y a su obra, que ha hecho posible Su presencia en ellos por su Espíritu Santo. Tanto en el Antiguo Testamento pero sobre todo y de una forma mucho más clara, en el Nuevo Testamento[5]. También está condicionada a la fe y a la obediencia a los compromisos establecidos con Dios y a llevar una vida recta delante de él[6]. Sin lo dicho anteriormente, cualquier “alabanza” no deja de ser otra cosa que “metal que resuena o címbalo que retiñe”[7]. O sea, mero ruido: Ruido, ruido y más ruido; a veces ensordecedor y molesto, tanto para Dios como para las personas. Pero la “adoración” que también pudiera tributarse a Dios con aquel entendimiento, tampoco sería genuina, dado que fue el mismo Jesús el que dijo que la verdadera adoración debe hacerse “en Espíritu y en verdad”[8]. Es decir, conforme a la verdad de Dios. Y eso por muchas “experiencias” que produzca, por muchas “emociones” que despierte e incluso por muchas “lágrimas” que se derramen a causa de una adoración que no tiene base en la palabra de Dios. 

Entonces, el texto citado más arriba: “Pero tú eres santo, tú que habitas en las alabanzas de Israel”, no quiere decir, ni mucho menos, lo que algunos dicen. Podríamos decir sin temor a equivocarnos que “Dios habita en las alabanzas de su pueblo” porque su pueblo fue objeto de la gracia misericordiosa de Dios y el pueblo respondió con adoración y alabanza hacia quien tanto hizo por él. 

Pero en principio y en todo caso, el propósito por el cual adoramos y alabamos  a Dios en la Iglesia, no es ni mucho menos, para que “el Señor venga y se manifieste”, sino que las razones y el propósito son otras como se ve en el mismo texto citado y en la misma historia del pueblo de Israel. Creemos que una definición correcta del asunto es como seguramente hemos leído ú oído alguna vez:

“Adoramos a Dios por quién es él; le alabamos por lo que él ha hecho y le mostramos gratitud por lo que él nos ha dado”

Pero no llevamos a cabo esa triple acción “para que el Señor venga y se manifieste”.

 

Notas

[1] Salmo 22:3

[2] Génesis 15:14-18 / Éxodo 2:23-25

[3] Mateo 18:20

[4] Mateo 28:19-20

[5] Juan 14:15-17,23 / 1 Corintios 3:16 / Efesios 2:22

[6] Salmo 50:14, 23

[7] 1 Corintios 13:1

[8] Juan 4:24

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