El gran valor de las tradiciones

–¿Por qué tenemos que viajar a Marín sólo para tomarnos un Cola-Cao?– me preguntó con cierta ironía y queja mi hijo Israel el día de fin de año mientras tragábamos kilómetros de carretera tortuosa en medio de frío y lluvia. Me sentí como el israelita que a lo largo de los años no se hubiese acordado de explicarle a su hijo por qué celebraban la pascua; no me lo podía creer: aún no le había contado a mi hijo menor la historia del culto de la cascarilla en Marín.

14 DE ENERO DE 2006 · 23:00

,
– Te lo explicaré, Israel: los protestantes gallegos viajamos el 31 de diciembre a Marín, no como una peregrinación supersticiosa para redimir nada, sino para reafirmar nuestra fraternidad y nuestra identidad. Y le conté que hace más de cien años nuestros hermanos vivían todo el año en ambientes hostiles en sus pueblos y aldeas: eran rechazados y perseguidos por el clero y los poderes públicos, pero también por la mayoría de sus vecinos, pocos querían ayudarles en las tareas del campo, tenían mil problemas para ejercer los más mínimos derechos de casarse o incluso enterrar a sus hijos, les apedreaban, tenían que bautizarse clandestinamente, a la luz de la luna, en la isla de Tambo o en las riberas del Sil; muchos tuvieron que emigrar no sólo por razones económicas, sino porque por todas partes les iban cerrando puertas, “pobres, angustiados, maltratados…”. Pero el 31 de diciembre era para ellos un día de calor en medio del invierno de todo el año: uno o dos días antes, muchos de ellos se ponían en camino hacia Marín, unos andando, otros en carros de bueyes, llevando a sus niños en brazos o en cestas encima de la cabeza, protegiéndose como podían de la lluvia y el frío que en esa época no perdona en nuestra tierra, pero casi sin sentirlos por el gozo de llegar a Marín. Llegaban de toda Galicia, de Vilar (¡cuántos mozos de Vilar encontraron novia de Marín en estos cultos!), de Monforte, de A Coruña, de Moreiras, de Vigo, de Mourisca, de Meira, de O Grove, de Ribadavia, de Ferrol, de Castiñeiras…de todas partes; entraban por Marín cantando himnos hasta llegar a aquella amada capilla que se había construido en contra de durísima oposición. Y entonces eran recibidos por los hermanos con todo amor; les tenían preparados bancos y mesas largos de madera y ponían delante de ellos un pedazo de pan y una bebida caliente que sabía a gloria; les hubiese gustado ofrecerles chocolate, pero era muy caro y en su lugar preparaban una infusión con residuos de la molienda del cacao, la “cascarilla”. Y así pasaban horas delante de la cascarilla compartiendo gozo, esperanza, sufrimientos, persecuciones, pérdidas, dolores, ilusiones, proyectos, noticias de conversiones, estimulándose, consolándose, apoyándose unos a otros, orando unos por otros. El día declinaba, pero no la alegría, y alcanzaban las doce campanadas con el culto de predicación del Evangelio, y las oraciones en común abrían senderos de fraternidad en el nuevo año. – Israel– terminé –desde entonces no hemos dejado de celebrar este culto compartiendo cascarilla; éstos somos nosotros, ésta es nuestra gente, aquí están tus raíces, aquí está tu identidad–. Fue culpa mía que Israel hubiese sido hasta entonces escéptico y se preguntase para qué rayos había que empeñarse en mantener una tradición alrededor de un mal Cola-Cao con el único argumento de que “siempre se ha hecho así”; pero ahora creo que lo entiende. No hay que matar todas las tradiciones: hay que reavivar su significado profundo, redescubrirlo, conocerlo y ponerlo al día. Después de lo que ahora saben Vdes., ¿acaso se animarían a erradicar el culto de la cascarilla el día de fin de año en Marín? Necesitamos hoy volver al pan sencillo, al cacao de los pobres, a la cascarilla, a las mesas de madera tosca, al calor del amor mutuo espontáneo y fresco, a los lazos de solidaridad, al gozo no fingido de la fraternidad, a las raíces de nuestra identidad. No hay que matar la tradición: hay que recuperar su significado. Hace años, un cierto fervor purificador llevó a plantear la supresión de este culto de la cascarilla; la noticia llegó a unos evangélicos gallegos emigrantes en Australia y decidieron enviar una ofrenda para que se pagase a su cargo la cascarilla de ese año; no se pudo suprimir la tradición. Oro para que el próximo año Israel viaje con la familia a Marín con la misma ilusión que sus antecesores en la fe, que se acerque con la misma expectación de encontrar y ofrecer amor fraternal. Este último 31 de diciembre, al oler en el culto el aroma especial de la cascarilla de mi taza, viajé también yo hacia atrás, a mi infancia, y vi las piedras de la iglesia mucho más grandes, y escuché a D. Isaac Campelo con la Biblia respetuosamente apretada a la altura del pecho dando órdenes desde el púlpito con aquel vozarrón y aquel perfil impresionante, y escuché los himnos entrañables que estamos dejando morir y, para ser sinceros, recordé también la inconfesable desazón que a mi paciencia infantil producían aquellos sermones interminables de un predicador tras otro; pero también rememoré otra vez aquel calor fraternal profundo, sincero y alegre que aún un niño era capaz de percibir. Oro para que Israel le pueda un día contar a sus hijos por qué siguen viajando a Marín cada año al culto de la cascarilla y por qué cada año los protestantes gallegos vuelven allí a compartir noticias y proyectos y a orar unos por otros. Ex 12.26-27 tiene un valor especial para nosotros los protestantes, algunos tan aferrados a las formas de las tradiciones y algunos tan despreciativamente ignorantes de su significado genuino: “Cuando os dijeren vuestros hijos: ‘¿Qué es este rito vuestro?’, vosotros responderéis…”. Que nuestra respuesta vaya al fondo, al más profundo significado, a la memoria respetuosa y emocionada, a la raíz de nuestra identidad, a la recuperación renovada y fresca de nuestra fraternidad cristiana; descubriremos entonces el valor de la genuina tradición, aquella que de ninguna manera salva, pero enriquece.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Opinión - El gran valor de las tradiciones