Votre Dame, la gran frustración

Si buscamos la referencia final de la gloria en el ser humano, recorreremos todas las sendas de la frustración de Eclesiastés.

09 DE DICIEMBRE DE 2024 · 10:00

La catedral de Notre Dame en París, en su reinauguración./ YouTube Elysée,
La catedral de Notre Dame en París, en su reinauguración./ YouTube Elysée

Acaban de reinaugurar Votre Dame de París con notables fastos. Dos episodios allí sucedidos me hielan el entusiasmo cuando paso delante de sus torres.

El primero se produjo en 1593: el hijo de la heroica reina de Navarra Juana de Albret, Enrique IV, había sitiado París y se disponía a conquistarlo cuando le ofrecieron una salida pactada: lo reconocerían como rey si abjuraba de su fe protestante; así lo hizo celebrando misa en Votre Dame y sentenció: “París bien vale una misa”. Esta frase ha sido un referente para justificar tantas incongruencias y traiciones a la propia identidad a cambio de claudicaciones miserables que se disfrazan de pragmatismo. Europa sería hoy otra si Enrique se hubiese mantenido fiel a su fe.

El segundo tiene que ver con Beethoven. En 1802, mientras Napoleón desfilaba por toda Europa, Beethoven compuso su 3ª Sinfonía, la “Eroica”. Es para algunos la mejor. Fue rompedora; merece la pena que la escuchen; no quedarán impasibles.

Su primer movimiento te sacude con quiebros rotundos, avanzando en un tono consistentemente triunfal.

El segundo movimiento seguro que lo habrán escuchado muchas veces. Es una marcha fúnebre; creo que la introduce porque nada hay que mejor exprese la valoración de nuestra vida, su grandeza y miseria. Todos hemos pensado alguna vez en cómo será nuestro entierro, quiénes estarían allí y cuáles serían sus pensamientos y sentimientos; nuestro entierro es la mejor oportunidad de hacer un compendio completo de nuestra vida, y esperamos que los demás así lo entiendan y comprendan cuál fue el meollo de nuestra identidad, por qué vivimos como vivimos; por eso los evangélicos siempre soñamos que, al comprenderlo, alguien se convertirá en nuestro entierro.

Así, para Beethoven el funeral pone la vida del ser humano integralmente a la vista de los demás y es la oportunidad de aproximarlo a la trascendencia y la heroicidad. Este segundo movimiento es grandioso y profundamente hermoso; es una hermosura diferente, por ejemplo, del inicio de la 5ª Sinfonía; asienta en la quietud, como la del tercer movimiento de la 9ª y va así concatenando frases que van ahondando cada vez más profundo en el alma. Progresa hacia un final de marcha más solemne que victoriosa; parece predeterminada y escapa al control del hombre; es un camino inexorable que vuelve a recordarnos el mensaje de su 5ª Sinfonía: el destino llama a la puerta del hombre.

El tercer movimiento retoma el ritmo vibrante con explosiones de luz y optimismo. Termina en un progreso imparable del discurso que se nos hace incontrolable y nos arrastra hacia un final ciertamente de gloria. Y ahora me atrevo a decir una herejía: Para mí, la sinfonía quedaría redonda si acabase aquí, pero esto es una enorme osadía. En cualquier caso, parece que Beethoven no queda satisfecho con ese final y prepara un enorme nuevo final; me animo a sugerir que siente que aún le queda más mensaje para describir el destino heroico que ha vislumbrado, pero no alcanza a aprehenderlo en su plenitud.

Y esto nos lleva de nuevo a Votre Dame. Beethoven había identificado su modelo de grandeza en una persona, alguien que estaba acabando de derribar el Viejo Régimen por toda Europa para traer la luz de la Libertad. Era Napoleón.

Así, Beethoven le dedicó esta sinfonía a Napoleón y puso su nombre al inicio de la partitura. Napoleón, que hasta entonces se había identificado con el papel de los cónsules romanos, decidió asumir el puesto de emperador y, en una ceremonia en Votre Dame a la que asistió el papa, se coronó a sí mismo. Esto generó una profunda decepción en Beethoven: “¡Así que no es más que un vulgar mortal! Ahora, también, pisoteará todos los derechos del hombre, se entregará sólo a su ambición; ahora se creerá superior a todos los hombres, se convertirá en un tirano.”

“¿Hay algo de lo que se puede decir: He aquí esto es nuevo? Ya fue en los siglos que nos han precedido”, dice Ecl 1.10. Ahora mismo, más de doscientos años después, al escuchar esta 3ª Sinfonía, reparo en que la versión está dirigida por Herbert von Karajan, y de nuevo la grandeza de su interpretación se me oscurece al recordar sus antecedentes nazis.

Airado, Beethoven tachó con tanta fuerza el nombre de Napoleón de la cabecera de su Sinfonía “Eroica”, que rasgó el papel. Más tarde lo sustituyó con esta dedicatoria: “Para celebrar la memoria de un gran hombre”.

Fue una inmensa frustración. Es la misma que tantas personas sufren reiteradamente: perciben con acierto que el ser humano está llamado a la grandeza, pero cuando la intentan concretar, se les escapa de las manos como el agua. “Hablé yo en mi corazón, diciendo: He aquí yo me he engrandecido, y he crecido en sabiduría… Mas he aquí esto también era vanidad.” (Ecl 1.17, 2.1). La segunda dedicatoria de Beethoven nos habla de un gran hombre no conocido, es la misma dedicatoria a la grandeza frustrada por el vacío que encontró Pablo en Atenas: “Al dios no conocido”.

Pero los creyentes seremos miserables si sonreímos con escondida satisfacción ante esta frustración, porque el deseo de grandeza y heroicidad está correctamente puesto en el corazón de todos los seres humanos: Dios “ha puesto eternidad en el corazón de ellos” (Ecl 3.11).

La grandeza definitiva, la que Beethoven intenta sumariar en esta sinfonía, nos es esquiva y, cuando creemos que la tenemos, sale a la luz nuestra miseria, como la de Napoleón en Votre Dame. Pero gracias a Dios que bajó a habitar entre nosotros, gracias a Jesús que recuperó para nosotros nuestra plena humanidad con Su heroica grandeza: “nos dio vida juntamente con Él… y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Col 1.13, 15).

Beethoven sintió cómo su propia conquista de las alturas de la música se vio dramáticamente tronzada justamente por una sordera progresiva que ya asomaba cuando compuso la “Eroica”. El ser humano ha sido creado para la grandeza, pero nuestra grandeza no consiste en vernos al margen de las debilidades y pruebas, sino en sobreponernos a ellas al saber que en todas ellas “somos más que vencedores por medio de Aquél que nos amó” (Ro 8.37).

Si buscamos la referencia final de la gloria en el ser humano, recorreremos todas las sendas de la frustración de Eclesiastés. J.S. Bach descubrió el secreto de la verdadera gloria humana cuando encontró el referente de ella en Jesús, la persona que nos creó, nos amó, se hizo ser humano, sufrió por nosotros y nos liberó. Bach no tuvo nunca que tachar, frustrado, la dedicatoria que puso siempre en sus obras: “La gloria sólo a Dios”.

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