¿Cuál es el ancla de nuestra fe: la doctrina o el vínculo con Jesús?
Tener una verdadera vinculación con Jesús no se manifiesta tanto por tener una doctrina “sin fallos”, sino más bien por tener una relación “sin fallos” con Dios y los hermanos/as.
24 DE AGOSTO DE 2025 · 14:00

Para no “marchar a la deriva” (Heb 2:1, RV77) los barcos necesitan un ancla. Siendo así, ¿cuál es el ancla de nuestra fe? ¿Es la unidad en amor bajo el señorío de Cristo, o la unidad de confesión bajo una única doctrina?
“La unidad de la iglesia no significa que dejemos de preocuparnos por la teología. Pero sí significa que nuestro amor por la teología nunca debe exceder nuestro amor por las personas reales, y por lo tanto debemos aprender a amar a las personas en medio de nuestros desacuerdos teológicos” (Gavin Ortlund, Finding the Right Hills to Die On: The Case for Theological Triage, 2020, p. 5).
Pilato le preguntó a Jesús: “¿Qué es la verdad?” (Jn 18:38). Pero no parece que buscaba una respuesta, porque sin mediar palabra se levantó y se dirigió a la multitud. Sin embargo, cuando preguntó a Jesús por “su reino” sí esperó la réplica; este tema le concernía (Jn 18:33-37).
Nuestro mundo sumido en la “posverdad” no espera una respuesta a la pregunta “¿qué es la verdad?”. Sin embargo, nuestra fe tradicional, durante la mayor parte de su historia se ha refugiado tras el rompeolas de la doctrina, con la que ha intentado depurar la verdad bíblica de forma concienzuda. Al punto de que no pocas veces se ha invertido más tiempo en discutir sobre matices con los correligionarios, que no en estrechar los lazos de amor entre hermanos, tal como el Señor esperaba de nosotros.
Ha existido siempre una tensión entre “recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió” (cf. Ro 15:7) y “redarguye, reprende, exhorta con toda … doctrina” (2Ti 4:2). Y aquí ya se vislumbra un dilema que oscila entre fundamentar nuestra fe y nuestra forma de relacionarnos, en Cristo o en la doctrina. El tema es discernir cuál de los dos debemos priorizar.
Pero antes necesitamos ver a qué se refiere el Nuevo Testamento cuando habla de “verdad” y de “doctrina”.
¿Qué es la verdad?
Suponemos que Pilato formuló su pregunta en latín. Pero ya que el texto de Juan está en griego, la palabra para “verdad” aquí es “aletheia”. Y aunque Pilatos la usara en su sentido latino, en el resto del Nuevo Testamento, en labios de Jesús y en la mente de los apóstoles se utilizaría en su sentido arameo y/o su traducción al griego.
El arameo “ܐܡܬܐ” (amtha o emeth; The Comprehensive Aramaic Lexicon; cal.huc.edu) apunta no solo a decir lo verídico, sino a una realidad confiable, constante y fiel, profundamente ligada al carácter de Dios.
Aletheia, por su parte, deriva de la raíz “a” (partícula privativa o de negación) y “lethe” (oculto, desconocido, ignorado). Y por tanto significa “aquello que no está oculto, que es obvio, que es real”, así como “ausencia de disimulo, sinceridad, inocencia” (etimologia.com/?s=aletheia).
Seré yo, o ¿no se aprecia aquí que las palabras “ܐܡܬܐ” y “aletheia” más allá de una definición conceptual, poseen sobre todo un sentido ético y conductual? Es decir, apelan a abandonar el disimulo, y a acoger la sinceridad y la inocencia, buscando ligarnos a Dios y a su carácter.
En occidente, sin embargo, la palabra “veritas” conllevaba un significado más racional: “aquello que es captado por la razón como lo idéntico sí mismo” (etimologia.com/ verdad/). Este acento sobre la percepción racional abrió la puerta al debate y la discrepancia; llevándonos involuntariamente a la posverdad de hoy en día.
Cristo Jesús, en contraste, une la “verdad” a la experiencia práctica cuando dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Juan 14:6). Para Él, el camino, la verdad y la vida están al mismo nivel, se complementan entre sí. Una verdad que no se refleja en la vida y que no traza un camino, Su camino, es una verdad hueca e infructuosa.
¿Qué quiere decir “doctrina”?
El término “doctrina”, viene del griego didachḗ o didaskalía, que significan respectivamente “enseñanza” y “acto de enseñar” y cuya forma latina doctrīna deriva del verbo docēre (“enseñar”, de donde viene nuestra palabra “docencia”). Aunque su traducción al español es acertada, la palabra “doctrina” con el tiempo ha evolucionado hasta adquirir un significado algo alternativo al original. ¿A qué me refiero? Para poderlo explicar voy a remitirme al ámbito judicial:
En jurisprudencia una “doctrina” no establece leyes o dogmas con fuerza normativa. Más bien, provee una interpretación sobre cómo aplicar una ley ya existente, proponiendo un patrón de actuación. La conocida “doctrina Parot” en España, por ejemplo, no era una ley, sino una interpretación sobre cómo aplicar la reducción de penas carcelarias para presos de ETA.
Dicho en cristiano: “doctrina” no son proposiciones lógicas sobre teología (bibliología, cristología, antropología, soteriología, etc.). Más bien consiste en consejos prácticos para saber cómo uno debe comportarse, cómo debe relacionarse con Dios, y con el prójimo en general. En consecuencia, también sobre cómo puede y debe progresar en la “piedad”.
Mi objetivo no es rebajar la necesidad de la teología, sino destacar la diferencia entre “teología” (formulación) y “doctrina” (instrucciones), entendida esta última según su sentido neotestamentario.
Encontramos en el NT fórmulas confesionales breves (Ro 10:9; 1Co 12:3), mini credos (1Co 15: 3-5), himnos doxológicos (Flp 2:6-11; Col 1:15-20; 1Ti 3:16), fórmulas trinitarias (Mt 28:19; 2Co 13:14), etc. La misma carta a los Romanos o la de los Hebreos son una suerte de exposición teológica sistemática, aunque enfáticamente orientada a la práctica de la fe. Pero cuando se habla de “doctrina” en el NT se habla de algo diferente. Si la teología es comparable a la descripción técnica de un aparato, la doctrina es el manual de uso. Veámoslo…
Doctrina en el Nuevo Testamento
Cuando Pablo habla de “doctrina”, la asocia específicamente con la pureza personal, con un comportamiento acorde al carácter divino y con la integridad social. Consideremos, por ejemplo, Tito 2:1; “Pero en cuanto a ti, enseña lo que está de acuerdo con la sana doctrina…”. El desarrollo de aquello a lo que se refiero Pablo con “sana doctrina” y que aparece en los versículos siguientes del capítulo 2 de Tito, no consiste en postulados teológicos, sino en una lista de instrucciones sobre cómo comportarse: que las personas mayores sean sobrias, dignas, respetuosas, no calumniadoras. Los jóvenes deben tener autocontrol, los siervos deben ser honestos y respetuosos, etc.
La doctrina aquí trata sobre cómo obrar en el día a día, no sobre una formulación de fe o sobre definiciones técnicas de la verdad revelada. No estoy diciendo que la comprensión que tenemos de la verdad no afecte directamente nuestro comportamiento; y en cuanto a la fe, esto es aún más cierto. Por lo que una “buena” definición de aquello que se acepta como verdad tiene consecuencias “buenas”, y viceversa. Pero esto no altera el sentido de aquello a lo que Pablo se refiere con “sana doctrina”, poniendo el énfasis no en una serie de axiomas teológicos o de modalidad de iglesia, sino sobre el comportamiento práctico.
Cuando 1ª de Timoteo 6:3 dice: “Si alguno enseña una doctrina diferente y no se conforma a las sanas palabras, las de nuestro Señor Jesucristo, y a la doctrina que es conforme a la piedad...”, la “mala” doctrina no consiste en falsas teorías sobre la Trinidad, o la expiación, o la predestinación, o sobre si el gobierno de la iglesia tiene que ser plural o individual, etc., sino en un estilo de vida lleno de arrogancia, contienda, calumnia y amor al dinero (6:4-5). Por eso las Escrituras no hablan de “doctrina CORRECTA” en contraposición a “doctrina FALSA”, sino de “doctrina SANA” en contraposición a “doctrina MALSANA”; apuntando a la conducta y no a las definiciones.
Una comprensión correcta de quién es Jesús —su preexistencia, su divinidad, su humanidad, etc.— y su obra —su sacrificio expiatorio, su resurrección, la salvación que ofrece como don, etc.— es fundamental para una “sana” vinculación con Cristo. Este vínculo también requiere discernimiento teológico, para no caer en relativismos, subjetivismos o meros emocionalismos. Pero La Palabra al hablar de una doctrina “sana”, hace referencia a aquellas conductas que nos acercan a la fuente de vida que es Cristo, en contraste con una conducta “malsana”, que nos aleja de Él. No tanto por enseñar errores sobre conceptos de fe, sino por ser un estilo de vida que no Lo honra y contrista al Espíritu Santo. Es “malsana” por alejarnos de la comunión con Cristo. Y por desbaratar una vida equilibrada: “algunos andan desordenadamente… y no conforme a la doctrina” (2Ts 3:6, 11).
¿Qué hicimos en occidente?
Desde un punto de vista histórico-religioso, lo opuesto a la “verdad” y a la “doctrina correcta” se ha entendido como “falsa doctrina” o “herejía”. Sin embargo, en la cultura hebrea en la que Jesús enseñó, nadie era formalmente condenado por herejía. En contraste, podía ser condenado por blasfemia, y castigado con la pena máxima. Con la institucionalización de la iglesia —siendo reduccionistas— en un occidente más centrado en los conceptos, en contraste con oriente más orientado a las prácticas, la herejía se convirtió en el mayor crimen imaginable. Crimen que bajo la Inquisición llegó a merecer las penas más crueles.
En el caso de Jesús, aunque sus palabras incluían muchas asunciones teológicas, su enseñanza no era “doctrinal” —en el sentido en el que hoy mayormente se entiende el término— sino devocional, ética y social. No censuraba a la gente por temas de “doctrina”, sino por su religiosidad vacía e hipócrita, por su falta de arrepentimiento y de confianza en Dios, o su falta de misericordia y solidaridad social. Su enseñanza no buscaba depurar la “doctrina”. ¡No iba a la caza de “herejes”!
Jesús se parecía más un maestro de sabiduría oriental, dando consejos sobre cómo vivir y relacionarse con Dios y con el prójimo, que no a un teólogo occidental reflexionando sobre qué sabemos de Dios y cómo llegamos a saberlo. En Él, en vez de un sistematizador de doctrinas vemos más bien a un maestro de la conducta.
Así por ejemplo la cosmovisión y los principios para vivir la espiritualidad en el Lejano Oriente en vez de definiciones especulativas tienen forma de proverbios. Como en los dichos atribuidos a Confucio: “Nuestra mayor gloria no está en no caer nunca, sino en levantarnos cada vez que caemos”. Así también muchas enseñanzas del Talmud: “No juzgues a tu prójimo antes de encontrarte en su misma situación” (Pirkei Avot, Ética de los Padres, 2:5). Comparable a: “Saca la viga de tu propio ojo, antes de sacar la paja del ojo de tu hermano” (Mt 7:5). Obviamente Jesús fue más allá de esta enseñanza proverbial y con declaraciones como “nadie viene al Padre sino por mí” (Jn 14:6), subrayó su condición de único mediador y su condición divina.
El penetrante impacto de la cosmovisión helénica sobre la fe cristiana pudo percibirse en la creciente tendencia por definir y sistematizar la doctrina, en contraste con el estilo rabínico de máximas morales y normas de conducta: el “andar” por la vida, que se decía (de halaka - הֲלָכָה; i.e. seguir las pisadas del maestro). De imitar al maestro se pasó a recitar los credos. No es que en occidente no se desarrollaran normas de conducta, como las reglas monacales, sino que la “doctrina” adquirió un nuevo significado. También movimientos como los pietistas o metodistas buscaron imitar a Cristo más que sistematizar la fe.
¿Y en tiempos de Jesús…?
Sin embargo, según el propio Jesús, si había que señalar un error o pecado imperdonable este es la blasfemia contra el Espíritu Santo (cf. Mt 12:31). Jesús mismo fue condenado por parte del Sanedrín por blasfemia, no por “herejía” o “error doctrinal” (Mt 26:65). ¿Cuál es la relevancia de estos matices?
En la época de Jesús distintas sectas del judaísmo, como los fariseos, los saduceos, los zelotes y los esenios convivían en relativa paz; aunque teológicamente algunas de estas “denominaciones” eran opuestas entre sí. Por ejemplo, los fariseos creían en la inmortalidad del alma, los ángeles y la resurrección de los muertos, mientras que los saduceos creían lo contrario (cf. Hch 23:8). ¿Discutían entre ellos? Por supuesto, y acaloradamente (cf. Hch 23:6-10). Pero no se encarcelaban ni se torturaban unos a otros por “herejes”. Esto era algo que habríamos hecho con gusto en la Cristiandad occidental. Las exclusiones y penalizaciones en el judaísmo del Segundo Templo (la época entre los dos Testamentos) además de por infracciones de la Ley, se debían más a razones étnicas (los samaritanos), rituales (los “pecadores”, aquellos que no cumplían con los ritos regularmente), o de idolatría y depravación (los “hijos de Belial”).
Paradójicamente, el Sanedrín, el cuerpo religioso y legislativo supremo del pueblo judío, estaba compuesto tanto por fariseos como por saduceos. Y la mayoría de los sacerdotes, o al menos el sumo sacerdote Anás, y más tarde Caifás, eran saduceos, quienes, a la luz de la “doctrina” adoptada más adelante por el cristianismo, deberían ser considerados herejes. Sin embargo, el Señor Jesús al enfrentarse al juicio del sumo sacerdote no lo deslegitimó por su “doctrina” (cf. Jn 18:22-23). Pablo tampoco… Al ser interrogado por el sumo sacerdote, no sólo no lo descalifica, sino que reafirma el respeto que le debía en conformidad a la ley mosaica (cf. Hch 23:1-5).
La relevancia de esto es que, en Occidente, la verdad sobre la fe llegó a convertirse en una cuestión de conocimiento, de definiciones y de determinar lo que es verdadero o falso. No digo que no haya que distinguir entre verdadero y falso. Pero en el contexto en el que ministró Jesús, la utilidad de la religión radicaba en volverse al Dios único y procurar cumplir la Ley. Tampoco para Jesús la erudición teológica era lo más sobresaliente, sino adquirir con Él una sabiduría práctica sobre cómo comportarse para con Dios, la vida y el prójimo. Esta es la “revelación” que a los sabios y entendidos se les escapaba y en cambio los “niños” de corazón, “los trabajados y cargados” eran y son capaces de asimilar (cf. Mt 11:25-30).
¿Herejía o blasfemia?
Si el “error” para Jesús no era lo más grave o imperdonable, sino que era la “blasfemia”, ¿cuál es la diferencia entre blasfemia y herejía? La blasfemia es una palabra o acción injuriosa contra algo o alguien sagrado. Y si nos atenemos a lo que Jesús definió como pecado imperdonable, esto es, “la blasfemia contra el Espíritu Santo”, es rechazar la oferta de vida que nos hace Dios, con menosprecio, ingratitud o desafección. Podríamos decir que es “escupir en la mano que nos da de comer”. Mientras que la herejía es: error o desvío insistente respecto de un postulado, en el ámbito de la religión, las ciencias o las humanidades. La blasfemia, censurando la irreverencia, apela a la actitud personal y al respeto, mientras que la herejía, censurando el error, apela al conocimiento y a las definiciones.
Pero incluso esta última distinción se corresponde más con la comprensión occidental de “herejía” (esto es, “error con relación a un postulado religioso”). Mientras que, en el original griego del Nuevo Testamento, “hairesis” significa “desunión”, “escisión”, “secta”, “preferirse a uno mismo”, y se refiere a la ruptura de la relación, la armonía y la unidad más que a una “desviación respecto a un postulado” (incluso en 2P 2:1 “herejía” es renegar del Señor).
Aquí la siguiente sentencia de Pablo viene como anillo al dedo: “El conocimiento envanece, pero el amor edifica” (1Co 8:1). Si bien las actitudes dogmáticas y de “yo sé más que tú” tienden a promover la división, el amor construye puentes. Por lo tanto, en el mundo de hoy la “verdad”, entendida en contraste con la “herejía”, es una definición intelectual; sin embargo; la “verdad”, entendida en contraste con la “blasfemia”, busca un acercamiento respetuoso. Este segundo principio promueve el amor y la convivencia.
Por todas estas razones, la feroz persecución contra los “herejes” que se dio en la historia del cristianismo constituye no solo una corrupción, sino una aberración respecto a lo que Jesús realmente nos propuso. Y aunque no continúe en su forma física, persiste hoy en día en ciertas actitudes intransigentes en temas de disputa doctrinal.
Es importante destacar que los enormes esfuerzos de la iglesia primitiva para definir las verdades del evangelio y protegerlas de las desviaciones fueron encomiables. La iglesia enfrentándose al “gnosticismo”, por fuerza tuvo que echar mano de la verdadera “gnosis” (el “conocimiento” revelado por Dios). Jesús mismo defendió vehementemente la resurrección de los muertos contra la negación de los saduceos (Mt 22:23-33).
No estoy argumentando en contra de la “doctrina” entendida en su dimensión teológica. De ser así no habría escrito un enjundioso libro titulado “Explicando la Trinidad al Islam”. Lo que estoy diciendo es que el espíritu inquisidor que se desarrolló en occidente elevó ese conocimiento por encima de la vinculación a Cristo (igual que en otros casos se ha encumbrado a la Virgen por encima del Salvador). Y en consecuencia se ha distorsionado el mensaje de amor y reconciliación de Jesús, al eclipsar su oferta determinante: la entrega a su persona, y no a la doctrina. Los fariseos tenían una “doctrina” que podríamos llamar “correcta”, pero por lo general estaban lejos de Jesús.
Excepciones en la historia de la Iglesia
“Aunque algunos miembros de la Iglesia se desvíen en el juicio y se corrompan, no por eso dejan de formar parte de la Iglesia; pues la Iglesia es santa por su Cabeza, Cristo, y no por la perfección de sus miembros.” (San Agustín, De civitate Dei, Libro XIX, Capítulo 14).
En la historia de la Iglesia encontramos personajes que ejemplifican vívidamente este contraste. Por ejemplo: por un lado, tenemos a Fray Hernando de Talavera (inmediatamente anterior a la Reforma, y consejero de la reina Isabel la Católica), que quiso acoger y evangelizar a los musulmanes y los judíos sin echar mano de amenazas ni coacciones, impidiendo incluso que la Inquisición entrara en su obispado de Granada; defendiendo así el espíritu del evangelio. Y, por otro lado, encontramos a su contemporáneo Torquemada, el primer Inquisidor de Castilla, que hizo amplio uso de la tortura para obtener confesiones y fomentó la quema de “herejes”; contrariando el espíritu del evangelio.
Cuando se trata de fe, si Jesús es lo que nos une, podemos y debemos vivir en armonía a pesar de otras particularidades. Así como en el caso de los saduceos y los fariseos fue el respeto común por la Torá de Moisés lo que les permitió convivir en paz, a pesar de que eran antagónicos en algunos asuntos. No digo que debemos aceptar a los que niegan, por poner un caso, la divinidad de Cristo. ¡Dios me libre! Sino que debemos priorizar la relación por encima de la mera pulcritud doctrinal.
Hablo de quienes tienen una verdadera relación con Cristo, aunque difieran en otros aspectos teológicos (predestinación o libre albedrío, dones vigentes o cesados, participación o no de la mujer en el liderazgo de la iglesia…). Esto significa dejar que la vinculo sincero con Jesús nos lleve más allá de las controversias, evitando descalificarnos por otros aspectos. “Unos piensan que ciertos días son especiales y otros no…” pero todos “…dan gracias a Dios” (Ro 14:5-6).
Por ejemplo, el conde Zinzendorf, del movimiento de los Hermanos Moravos —un movimiento reformista que se originó en el territorio de la actual República Checa y tenía sus raíces en la época preluterana— a principios del siglo XVIII daba la bienvenida a muchos que huían del norte de Europa debido a la persecución doctrinal, sin juzgarlos por cuestiones de confesión. En lugar de trazar líneas rojas y discriminar entre denominaciones, se dedicó a dar cobijo y unir a los que amaban a Jesús, promoviendo una profunda vida de consagración, lo que provocó un movimiento misionero sin precedentes.
De hecho, ¿hay algún sistema doctrinal que pueda asegurar estar libre de error y que garantice una explicación exhaustiva de toda la verdad revelada? Las disputas entre hermanos y hermanas que abrazan sinceramente el evangelio, pero que se descalifican por matices, “ofenden” a Jesús y por tanto pueden llegar a constituir en la práctica, una forma de blasfemia, aunque inconsciente. En tales casos nos estamos autoproclamando inquisidores sobre otros.
John Wesley, el iniciador del movimiento Metodista, lo expresó así por su parte:
“Si tu corazón es recto, como el mío lo es con el tuyo… dame tu mano… No quiero decir: ‘sé de mí misma opinión’… No es necesario: no lo espero ni lo deseo... Aunque no podamos pensar de la misma manera, ¿acaso no podemos amarnos de la misma manera? ¿No podemos tener un mismo corazón, aunque no tengamos una misma opinión?” (John Wesley, Sermón 39: The Catholic Spirit, 1749).
Si Cristo los ha recibido…
No hablo de transigir con el error, sino de tratarlo como la Palabra nos aconseja hacerlo: “corrigiendo tiernamente a los que se oponen, por si acaso Dios les da el arrepentimiento que conduce al pleno conocimiento de la verdad” (2 Ti 2:25, LBLA). Y esta ternura no tiene por qué estar exenta de firmeza: lo cortés no quita lo valiente.
Estoy hablando de que en algunos casos se tiene más relación con la doctrina, que con el hermano. “¿Tú quién eres, que juzgas al siervo ajeno? Para su propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, que poderoso es Dios para hacerle estar firme.” (Ro 14:4). Quien salva no es la “doctrina”, sino Jesús. No caigamos en “doctrino-latría”. Por más que la “buena” doctrina, sí promueve y fortalece la “buena” relación con Jesús. Pero si esa veneración por la doctrina suscita la división, entonces no es la doctrina-actitud que honra a Cristo. Necesitamos subordinar la ortodoxia doctrinal a la ortopraxis del amor.
Lo honramos a Él, honrando a todo el que Lo ama. El eje transversal de esta reflexión es que, el ancla y roca de nuestra fe, más allá de una adhesión rígida a la “doctrina”, es y debe ser la vinculación con Jesús. La vinculación con Jesús es más importante que la corrección doctrinal, y esta vinculación nos une, aunque no queramos, con los que no piensan igual pero están en Cristo. Si, como se dice, en el cielo estaremos todos juntos, ¿por qué deberíamos de vivir enfrentados aquí en la tierra?
Así nuestra actitud hacia los demás debe fundamentarse en: “recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió” (cf. Ro 15:7). Si Cristo ha recibido a alguien como fiel suyo, ¿quiénes somos nosotros para desecharlo?
Entonces… ¿Qué doctrina es innegociable?
Sin duda, debemos defender los pilares de la fe. Por eso es crucial distinguir entre doctrinas esenciales (como la divinidad de Cristo, la resurrección, la salvación por gracia …) y doctrinas secundarias (como la escatología o formas de gobierno en la iglesia…). También es evidente que una doctrina “débil” puede llevarnos al relativismo o al sincretismo.
Cuando hablamos de “doctrinas fundamentales”, nuestra mente busca automáticamente “definiciones teológicas”. Sin embargo, si buscamos listas de “doctrinas básicas” en el propio texto del Nuevo Testamento —aparte de Hebreos 6:1-2, que parece referirse más a ciertos principios o prácticas veterotestamentarias— una de las listas que viene a mi mente es la de Efesios 4:4-6. Y esta lista difiere bastante de lo que esperaríamos de un catecismo:
“Un cuerpo, y un Espíritu, como sois también llamados en una misma esperanza de vuestro llamamiento. Un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todo, y por todo, y en todos vosotros”.
Es decir, se centra en lo que une y no en lo que divide. Aboga por no desmembrar el “cuerpo” que es uno, y por no desunir a los hijos e hijas del “Padre” que es el mismo para “todos”. Si tienen un mismo Padre, les guste o no, son hermanos y hermanas.
Incluso la mención a una fe y un bautismo entiendo que hace referencia a que hemos sido recibidos a una misma “confianza y fidelidad” al Señor, en cuanto a la fe. El bautismo, por su parte, actúa como un mar “que nos unifica”. Y estas dos expresiones no se refieren a modalidades enfrentadas de credos o bautismos, que entonces no existían.
Y aunque Pablo no desarrolla cada uno de estos puntos, no es difícil ver que la unidad y la comunión con las tres personas divinas van de la mano. Dicho al revés: Si hay comunión con el Espíritu único, con el Señor único y con el Padre único, no nos podemos desgajar, ni podemos arrancar a nadie del cuerpo único. Y si alguien se desvincula es porque “no era de nosotros, porque si hubiera sido de nosotros, habría permanecido con nosotros” (cf. 1Jn 2:19).
De todo lo dicho hasta aquí surge la máxima:
“En lo esencial, unidad; en lo dudoso, libertad; en todo, caridad.” (atribuida a San Agustín).
¡El ancla es Jesús!
El ancla de nuestra fe es y debe ser Jesús: “como ancla …segura y firme, penetra hasta detrás del velo, donde Jesús entró por nosotros como precursor” (Heb 6:19-20). Y aunque solamente Hebreos trace este paralelismo con Él, todo el Nuevo Testamento suscribe esta misma verdad.
Tener una verdadera vinculación con Jesús no se manifiesta tanto por tener una doctrina “sin fallos”, sino más bien por tener una relación “sin fallos” con Dios y los hermanos/as. Es decir, se trata de no ser “blasfemo”, más que de detectar “herejes”. Y de ver que, aunque la doctrina correcta es necesaria, no es la clave determinante o garante de una buena relación con el Señor, ni el ancla que va a sustentar nuestra relación con los demás.
Estamos llamados a establecer un vínculo con la verdad de Jesús que no “blasfeme” contra el Señor ni contra el amor fraternal; en lugar de sobredimensionar las discrepancias, lo que fomenta la exclusión. Así algunos combaten el error (la “herejía” como se entiende hoy) creando “herejía”, esto es, división (ya que “herejía” etimológica y originalmente significa escisión). Quieren apagar el fuego con más fuego.
Espero que habrá quedado claro: en el texto sagrado, la “herejía” no se limita al hecho de sostener un postulado incorrecto, sino que la “herejía” también puede surgir al fomentar la división incluso con doctrinas correctas. Debemos resistirnos a ambos tipos de herejía.
Una de las claves que acabó por suavizar la percepción hacia los cristianos de la Roma perseguidora fue: “¡Mirad como se aman!” (Tertuliano, Apologética 39). No en vano Jesús dijo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13:35). Porque la creación entera anhela una manifestación así de los hijos de Dios (parafraseando Ro 8:19).
La misión de la iglesia es dar a conocer a Cristo y no la doctrina. En todo caso la doctrina ha de conducirnos al vínculo vivo con Él. Y este vínculo automáticamente nos une a todos los que están en Él. Como los radios de la rueda de una bicicleta convergen en el eje. No podemos llevar al mundo el mensaje de un “Cristo dividido” (cf. 1Co 1:13), sino el de la hermandad que Cristo adquirió por su sangre y ofrece a todos. Y cuando se prioriza la comunión sobre la infalibilidad, se experimenta una efusión misionera imparable.
¡Y por lo mismo debemos aferrarnos a nuestra “Ancla” con una pasión y entrega que actúe como contramedida frente a cualquier clase de blasfemia y herejía! ¡Esto es, frente a cualquier falta de Caridad y de amor a la Verdad unámonos más a Él!
Estamos llamados a poner el vínculo con Jesús por encima de las doctrinas, el amor a los hermanos por encima de las posiciones teológicas, y la afabilidad por encima de la confrontación. ¿O seremos más quisquillosos e intransigentes que los propios fariseos y saduceos?
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