El amor perdido de Schulz (6)
El anhelo humano de ser querido a menudo excede los límites naturales para convertirse en una idolatría.
08 DE JULIO DE 2025 · 13:30

Según David Ratner, el artista más creativo que enseñaba en el Departamento Educativo de la Escuela Federal de Arte, junto a Charles M. Schulz (1922-2000) –el creador de las tiras cómicas de Carlitos y Snoopy que ahora cumplen 75 años– “sentía verdadera pasión por las chicas, y eso entraba en conflicto con sus elevados principios morales cristianos”. Sólo en los últimos años de su vida, reconocería Schulz que sus dificultades para encontrar una novia en la congregación evangélica de la Iglesia de Dios –donde había sido bautizado, tras su conversión en 1948– le “causaron muchos problemas”.
“Nunca encontré ninguna que me gustara en el grupo de la iglesia –dice Schulz–, ninguna que me fascinara”. Además, “muchas estaban ya casadas”. Así que dice: “nunca tuve ninguna novia de la iglesia”. Según Ratner, como “era una persona muy moral, la idea de practicar el sexo fuera del matrimonio era anatema para él”. El problema es que “al mismo tiempo, probablemente era una persona muy sexual”.
Durante su infancia, cuando Sparky –como llamaban familiarmente a Schulz–, jugaba con sus primas, siempre eran ellas las que hablaban. “No puedo evitarlo”, dice el personaje de Carlitos: “Las caras bonitas me ponen nervioso”. Ratner recuerda que “asustó a un montón de chicas”, porque “se ponía serio demasiado pronto”.
Judy Halverson
De todas las jóvenes que encontraba deseables en el Departamento Educativo, le llamó la atención al principio, Judy Halverson –que, aunque tiene el mismo apellido de su madre, no tenía relación familiar con ella–. Era morena, inteligente y trabajadora, pero lo que más le atraía de ella, era su candidez que le daba un cierto toque de inseguridad. Tenían casi la misma edad, ya que se llevaban sólo tres meses de diferencia.
Schulz tenía algo poco habitual entre los jóvenes de veinticinco años de finales de los 40: podía usar el viejo Ford de su padre todo lo que quisiera –en St. Paul, los luteranos conducían Fords y los católicos, Chevrolets–. Así podía llevar Sparky en el coche a una chica a donde quisiera, sea una merienda en el campo o a un restaurante junto a la orilla del lago Minnetonka. A veces jugaba al tenis con Judy, a cambio de que él la enseñara a jugar al golf o la llevara a un partido de béisbol.
Nunca le hizo proposición alguna, pero Judy entendió que quería casarse con ella, algo a lo que ella no estaba dispuesta. Quería ser artista y el matrimonio en aquella época, significaba para una mujer, renunciar a su trabajo. Sparky le dijo que cada uno podía tener su propio estudio, pero ella no estaba tan segura de que a él le pareciera bien.
¿Timidez o egoísmo?
A una edad ya avanzada, Schulz, se dio cuenta “que en gran medida su timidez era en realidad vanidad o egoísmo”. Cuando estaba con Judy, creía que pensaba sólo en sí mismo. El autoexamen al que le lleva la fe cristiana se ve bien reflejado en los desencuentros que Carlitos tiene con Violeta. Su personaje se queja de que nadie le quiere. Violeta y su amiga Patty le intentan animar diciéndole que eso no es verdad, que “ellas” le quieren. A lo que Carlitos responde con la falta de tacto habitual que Judy recuerda que tenía con ella: “Sí, pero nadie importante me quiere”.
Naomi Cohen había estudiado en la Escuela de Minneapolis de Arte. Solía llevar una boina y era ilustradora publicitaria para la compañía telefónica. Sparky sólo tuvo una cita con ella, pero dice que le decepcionó por su habla vulgar. Sin embargo, hasta el final de su vida guardaría en el cajón de su escritorio fotos de ella en los años 40. Poco antes del final de la serie de Carlitos y Snoopy –conocida en inglés por el nombre que le puso el sindicato que la distribuía a nivel nacional, que a Schulz le horrorizaba y él nunca usaba, Peanuts–, aparece un personaje en 1998 llamado Naomi, que usa una boina como ella.
Para sus colegas, Schulz era alguien “marginal, abstemio y cristiano practicante”. Aunque a diferencia de sus compañeros, estaba ya contratado como historietista profesional. Hacía una tira llamada “Li´l Folk”, una expresión que se podía traducir como “Pequeña Gente”, pero que tiene el adjetivo abreviado con una contracción por un problema de derechos con una tira desaparecida de los años 30, que se llamaba “Little Folks”. El nombre de “Peanuts”, aunque significa “cacahuetes”, viene de un programa infantil de televisión en el que los niños aparecían sentados bajo una pancarta con el título de ”Peanut Gallery”, o sea “Galería de cacahuetes”. Un nombre absurdo, ¡claro! Además, era un término que se usaba en los años 80 del siglo XIX para los balcones superiores del teatro segregado, que era el único lugar donde se podía sentar el público afroamericano.
Donna Johnson
Donna Mae Johnson era una bonita sueca, pelirroja de mejillas sonrosadas, brillantes ojos azules y radiante sonrisa. Trabajaba en la sección de contabilidad del Departamento Educativo de la Escuela Federal de Arte. “Me parecía sencillamente maravillosa”, dice Sparky. En 1950 la invitó a salir. Su padre era un tapicero nacido en Suecia, que tenía el taller junto a su casa en Minneapolis.
Donna tenía 21 años y muchos admiradores. Quien más relación tenía con ella era Alan Wold, que era sólo dos meses mayor que ella. Habían crecido juntos, iban a la misma clase y los domingos a la misma iglesia, la luterana de la Santísima Trinidad, que tenía medio siglo de antigüedad. Donna cantaba en el coro de la iglesia y estaba en un club de costura con sus amigos. Al era veterano de la Marina y estudiaba para ser bombero.
Sparky era siete años mayor que Donna, sensible, serio e “intenso”, dice ella. A diferencia de Al y otros, era simpático con su hermana pequeña, Margaret. Cuando Donna se ponía enferma y no podía ir a trabajar, Schulz le mandaba rosas. En su primera cita fueron con el viejo Ford del padre de Sparky a ver un espectáculo de patinaje sobre hielo y Sparky le regaló una caja de música. La segunda a cenar en un restaurante, antes de ir al cine, para ver una ahora poco conocida adaptación de una novela de William Faulkner, “Intruso en el polvo”. Todo tuvo sobre Al, el efecto que Donna esperaba.
Como en otra película que fueron a ver juntos, la maravillosa “Las zapatillas rojas” de los británicos Pressburger y Powell, Donna oscilaba como el personaje de esa otra pelirroja que era Moira Shearer, “peligrosamente entre dos amores”. Estaba más “inclinada a favor de Al”, pero como la bailarina protagonista se veía incapaz de impedir que su rival la tentara, para volver en los brazos de su primer y auténtico amor. Aunque llegó a sugerir a Sparky que se fugaran a Iowa, para casarse, lo que quería era la gran boda luterana que planeaba su familia para ella y Al.
Donna Johnson se casó con Alan Wold en la iglesia de la Santísima Trinidad una semana antes del Día de la Reforma de 1950. Más tarde, le diría Schulz a su prima Patty que le había regalado a Donna una Biblia: “Bueno, ¿qué otra cosa podía haber hecho? ¡No podía llevarla a la cama!”. Nunca la olvidó. “Uno nunca supera del todo su primer amor”, diría a los 75 años.
Cambiar de idea
Todavía no se había casado Donna, cuando Schulz acababa de firmar el contrato de su tira en Nueva York con el sindicato que sería el propietario de los derechos de sus personajes –repartiendo los beneficios al cincuenta por ciento–. Sparky fue directo del tren a casa de Donna. Eran las once menos veinte de la noche. Le dio la noticia de su contrato y le regaló algo que había comprado en la joyería del Hotel Roosevelt –una polvera de oro, incrustada con diamantes de imitación, que tenía dentro un lápiz de labios, colorete y un frasquito de perfume–. Recordaría más tarde: “supongo que le dije que deberíamos casarnos o algo así”. A lo que ella respondió: “No quiero casarme con nadie… ¡Ojalá me dejarais todos en paz!”.
Luego le regaló un gato blanco de peluche con la condición de que no se lo enseñara a nadie hasta que estuviera dispuesta a casarse con él. Durante las siguientes tres semanas fue a invitarla a un picnic y a ver una película, presentándose incluso en su casa con un coche nuevo, pero sin que apareciera nunca con el suave felino de largos bigotes. El 1 de julio Al Wold le pidió la mano, el mismo día que el ejército norcoreano atravesaba el paralelo 38. En un par de semanas todos los veteranos solteros en edad de combatir se convertirían automáticamente en reservistas.
Otra versión dice que le dio la noticia por teléfono, cuando estaba trabajando y Sparky tuvo que salir del edificio, “muy alterado y mareado”. Esa noche podían haber hablado, Donna y Sparky en los escalones traseros de la casa de los Johnson. Lo cierto es que Schulz regresó “pensando que a lo mejor había cambiado de idea”. El episodio recuerda cuando el personaje de Violeta –alguien que él relaciona con Judy Halverson– le rompe el corazón a Carlitos, que le dice: “Tú no me quieres, ¿verdad?”. Y luego le grita: “Bueno, si alguna vez cambias de idea, ¡házmelo saber!”. Y en la siguiente viñeta, Carlitos corre detrás de ella: “¿Has cambiado ya de idea?”.
Desgracias amorosas
La primera biografía autorizada de Schulz –publicada por el cuarenta aniversario de la tira– habla por primera vez de Donna en 1990 como su “primera decepción amorosa”. No menciona a Judy Halverson, ni a su novia del instituto, antes de la guerra, Virgina Howley. Donna tenía entonces 61 años, siete nietos y todavía era la señora Wold de Minneapolis. Si se hubiera casado con Sparky, viviría con treinta millones al año, pero ella no tenía “grandes ambiciones”. Quería ser ama de casa y criar una familia. No le preocupaba el dinero, ni la posición social, aunque Schulz en su primer año de historietista con distribución nación ganará ya más que su padre en su mejor año.
Sparky culpaba del rechazo a la madre de Donna, que dijo que no era cierto que se opusiera a él. Todo lo contrario, le apreciaba y confiaba en él. La versión de Schulz es que “estaba enamorado de ella, pero su madre le convenció de que nunca llegaría a nada”. Lo mismo decía de la madre de Dorothy Halverson. Creía que estaba en su contra y había convencido a Judy de que Sparky no llegaría a nada. En realidad, más bien parece como dice su último biógrafo, Michaelis, que su reacción no era más un reflejo del trauma que tenía con su madre, a la que siempre le preocupaba que Schulz no llegara a nada.
Cada vez que Lucy dice de Carlitos que “nunca llegará a nada”, es un eco de la frustración de Schulz por no poder demostrar a su amada que se había equivocado. “¿Sabes por qué esa niñita pelirroja nunca se fija en mí?”, se lamenta Carlitos: “¡Porque no soy nada! Cuando mira hacía aquí, ¡no hay nada que ver! ¿Cómo va a ver alguien que no es nada?”. Muchos años después le mandaría una postal a Donna por su cumpleaños, firmada sólo con un corazón. Cuando sus amigos le oían hablar de ella, sentían lástima por la esposa de Schulz. Su orgullo herido mostraba una vez más su vanidad y egoísmo.
Amarga desilusión
Nos pasamos así la vida, lamiendo nuestras heridas, inmersos en la autocompasión. El anhelo humano de ser querido a menudo excede los límites naturales para convertirse en una idolatría. Buscamos un romance que trascienda nuestra vida y le dé significado. La pareja deseada se convierte en un ideal divino que te de la realización que ninguna otra cosa puede darte. “No eres nadie hasta que alguien te ama”, dice la popular canción. Y mantienes la fantasía de que cuando encuentres “tu otra mitad”, todo se arreglará. Tus heridas se curarán y tu frustración desaparecerá. Schulz se da cuenta que esa “ilusión egoísta” le lleva siempre a una amarga desilusión.
Como decía el predicador de Nueva York, Tim Keller, “nuestro vacío interior nos hace vulnerables a la idolatría del amor romántico”. Así observa en Génesis 29 que Jacob ha convertido su sueño en una adicción con la que intentar escapar de la realidad de su vida. El patriarca no quería sólo a Raquel como su esposa, sino como su “salvación”. Igual que ella buscaba la felicidad en una identidad basada en los valores tradicionales de ser madre para ganar el amor de su esposo (vv. 31-35). Y cada nuevo nacimiento le llevaba a una mayor soledad.
Cuando llega una y otra vez, la decepción, hay cuatro cosas que puedes hacer, dice Keller: primero, culpar a las cosas que te han decepcionado e intentar conseguir algo mejor, pero seguirás en la idolatría, que produce esa adicción; segundo, culparte a ti mismo y decir que eres un desastre, cayendo en la autocompasión; tercero, culpar de ello al mundo o al sexo opuesto, volviéndote duro, cínico y vacío; o finalmente, como dice C. S. Lewis, reorientar tu vida hacía Dios.
El amor de Cristo es el único capaz de vencer nuestra amargura. Sólo Él tiene el poder de liberarnos. “La única manera de desposeer al corazón de un antiguo afecto es la capacidad de expulsarlo de uno nuevo”, dice Thomas Chalmers. Tenemos que dejar de intentar salvarnos a nosotros mismos, para encontrar en los brazos del Salvador, lo que nuestro corazón desea. Sólo Él puede liberarnos con Su amor redentor.
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