Capote y el mal, ‘A sangre fría’

El ahora centenario Truman Capote (1924-1984) descubrió en Kansas algo de sí mismo, que le hundió en un pozo del que ya nunca pudo salir.

07 DE ENERO DE 2025 · 10:00

Según su biógrafo, Gerald Clarke, Capote percibe en el asesino, su sombra, su lado oscuro, la encarnación de las heridas y de la cólera acumuladas.,
Según su biógrafo, Gerald Clarke, Capote percibe en el asesino, su sombra, su lado oscuro, la encarnación de las heridas y de la cólera acumuladas.

Hay líneas en la vida, que si las cruzas, no tienen vuelta atrás. Asomarse al abismo de nuestro interior, produce vértigo, pero también terror, al descubrir que no tenemos el corazón de oro, que pensamos tener. El ahora centenario Truman Capote (1924-1984) descubrió en Kansas algo de sí mismo, que le hundió en un pozo del que ya nunca pudo salir. Al investigar el incomprensible crimen de la familia Clutter en “A sangre fría” (1966) reinventa el periodismo, pero es incapaz de escribir ningún libro más, sumido en el alcoholismo y un descenso a los infiernos, que le lleva a destruir todas sus amistades.

Tantos años después, la historia de Truman Capote y su amiga de infancia, Harper Lee –autora de “Matar a un ruiseñor” (1960), su único libro durante 55 años, que es hoy lectura obligatoria en cualquier colegio de Estados Unidos– en Kansas, sigue fascinando a muchos. Este año 2024, el español Nadar y el francés Betáucourt han publicado otra “novela gráfica” sobre su origen (Truman Capote, regreso a Garden City) –que se añade a la norteamericana de Ande Parks (Truman Capote en Kansas) en 2005–, a la vez que la prestigiosa periodista argentina Leila Guerriero –cuyo libro “La llamada” ha sido elegido como el mejor del año por la mayor parte de la crítica literaria– ha elegido este año el relato de la escritura por Capote del final de libro en la Costa Brava, para su siguiente obra (La dificultad del fantasma), mientras la serie de Feud narraba este mismo año el incomprensible enfrentamiento del escritor con sus influyentes amigas de Nueva York (Capote vs. The Swans) y el mundo que le rodeaba.   

Si a esto le añadimos las dos películas que aparecieron casi simultáneamente sobre el trasfondo de este libro, “Capote” (2005) e “Historia de un crimen” (2006) con el tristemente fallecido Philip Seymour Hoffman y Toby Jones –encarnando ambos magistralmente al escritor–, junto al clásico de Richard Brooks (A sangre fría) –aparecido tan sólo un año después de la novela en 1967–, nos encontramos ante un acontecimiento cultural que va más allá de las curiosidades de la literatura contemporánea. Nos enfrenta a algo de nuestra naturaleza, que nuestra sociedad se empeña en negar una y otra vez con su pensamiento positivo: la evidente maldad del ser humano.

Pocos libros han marcado tanto mi adolescencia como “A sangre fría”. Lo leí en una edición de kiosco en 1979. Hasta entonces pensaba hacer Letras en la Universidad Complutense, pero había conocido a uno de los primeros estudiantes de la recién fundada Facultad de Periodismo y pensaba que me interesaba más la vida que la literatura. La obra de Hemingway me había mostrado que era posible unir las dos cosas, pero fue el libro de Capote el que me dio a conocer el llamado “nuevo periodismo”. Es un género casi olvidado en España –donde predomina la entrevista tipo interrogatorio, así como el reportaje breve y sensacionalista–, pero se mantiene vivo en América, donde comenzó en los años 60 en Estados Unidos con revistas como New Yorker, Esquire, Vanity Fair, Rolling Stone o el propio Playboy, pero se extiende ahora en América Latina a publicaciones como la mexicana y colombiana Gatopardo –editada por la argentina Leila Guerriero–, que muestra perfiles muy elaborados de todo tipo de personajes, así como crónicas sobre temas y ambientes poco habituales para la mayoría de la gente.  

Capote y el mal, ‘A sangre fría’

El relato del crimen produce tanta fascinación, porque va más allá de la noticia de sucesos, dice algo de la naturaleza humana.

 

Historia de un crimen

Todo comienza con la noticia del cruel asesinato de una familia vinculada a la iglesia metodista en Kansas, sin motivo aparente. Herbert Clutter, su esposa Bonnie y dos de sus cuatro hijos, Nancy de 16 y Kenyon de 15. El Medio Oeste era algo tan lejano para Capote y Lee, criados en el profundo Sur, como la estepa rusa. Cuando Truman muestra su curiosidad a la revista New Yorker, no se sabía todavía la identidad de los asesinos. Lo que despertaba su interés no era el crimen en sí, sino el efecto que hubiera provocado en esta comunidad pequeña y aislada de Holcomb.

La ciudad más cercana, Garden City, estaba llena de abstemios y devotos cristianos, que todos los domingos estaban en las veintidós iglesias de la localidad. Pocos conocían el nombre de Capote, aunque dos de sus libros estuvieran en la biblioteca (Otras voces y Desayuno en Tiffany´s). Su amiga Harper –que él llamaba Nelle desde la infancia– dijo que, para ellos, Truman “era como un marciano”, inevitablemente un objeto de mofa. Abundaban los chistes sobre su afeminamiento y escasa estatura. Su voz parecía la de “un gallo desafinado”. Y no faltaban quienes sospechaban que alguien con tan extraño aspecto, pudiera ser el asesino. Desde luego, lo que no parecía, era periodista. No ayudaba tampoco saber que trabajaba para New Yorker, una revista que tenía más lectores en Moscú que en todo el condado de Finney.

El encargado de la investigación era Alvin Dewey, que representaba al FBI en Kansas. Era un tipo alto y bien parecido de 47 años, amigo de la familia Clutter y miembro de la misma iglesia Metodista Unida de Garden City. En principio se negó a darles una entrevista y dijo que ya tendrían información en las conferencias de prensa que daba diariamente. Basados en el hotel Warren, Capote y Lee no tenían más opción que intentar hablar con vecinos y amigos, sus empleados, las personas que encontraron los cadáveres, el novio de Nancy y su mejor amiga. Visitan hasta la tienda donde compraron las sogas para maniatarles y la cinta adhesiva para amordazarles.

Es característico de este tipo de periodismo que ni Truman o Nelle, tomaban notas o grababan en un magnetófono. La idea es que la entrevista tipo interrogatorio, que ahora prevalece, inhibe la espontaneidad. Según la madre de Susan, la mejor amiga de Nancy Clutter, “no daba en absoluto la impresión de que te entrevistara”. Cada uno de ellos escribía cada día, su versión de lo escuchado y luego comparaban las notas, tomando una copa o durante la cena. Cuando les fallaba la memoria a los dos, volvían a preguntar a la misma persona hasta tres veces al día, pero de una manera ligeramente distinta, cada vez.

Capote y el mal, ‘A sangre fría’

Capote se interesa por el cruel asesinato de una familia vinculada a la iglesia metodista en Kansas, sin motivo aparente.

 

Perdidos en el mundo

Truman dice que nunca se había sentido tan perdido. Si ellos lo veían como un marciano, él pensaba que había llegado a Marte mismo. Hacía un frío que cortaba la piel en aquellos descampados. Como bien muestran estas novelas gráficas y películas, iban en coche hasta alguna granja o rancho solitario para entrevistar a quien viviese allí. A Capote le llamaba la atención que casi invariablemente tenían puesto el televisor durante la conversación, pero además no apartaban la mirada de la pantalla, ni en los instantes de las sintonías o la publicidad.

El día de Navidad, la esposa de uno de los abogados de la ciudad le sugirió a su marido que era señal de caridad cristiana invitar ese día, a quien no tenía donde ir. Acabaron así compartiendo la cena de Nochebuena con los Hope. Entre el pavo y las patatas asadas, Truman monopolizaba la conversación, como siempre. La señora dice que “la verdad es que, si te olvidabas de aquella voz de pito, desaparecía toda molestia”. Lo que decía les parecía fascinante, como si llegara de otro mundo. El entusiasmo de Dolores Hope hizo que de repente llovieran las invitaciones a Capote y Lee, para visitar muchas casas.

Lo más sorprendente es que un par de días después, Truman y Nelle estaban cenando con los Dewey. Una extraña química se produjo, surgiendo una familiaridad insospechada. Capote llegó a tener tanta confianza con el agente del FBI, que se acabó dirigiendo a él con el apodo que le puso. Se tomaba la libertad de decir cosas como: “¡Foxy no me lo cuentas todo!”. De hecho, Truman y Nelle estaban en su casa, la noche del 30 de diciembre de 1959, cuando Dewey recibió la llamada por la que estaba orando: dos sospechosos habían sido arrestados en Las Vegas, como los posibles asesinos de los Clutter. Capote pidió ir allí con él, pero Dewey le dijo amablemente, que “de momento, no”. Una semana después estaban, sin embargo, Truman y Nelle entre el gentío que se agolpaba helándose de frío a la puerta del juzgado del condado de Finney. Vieron cómo Alvin traía con otros agentes del FBI a Dick Hickock y Perry Smith, esposados.

 

El rostro del asesino

Todas las teorías del asesinato eran erróneas. Ninguno de los dos que confesaron, eran gente de allí, sino internos de la penitenciaría de Kansas. El motivo era aparentemente de un robo, pero nada podía explicar la brutalidad con que a alguien como Herb Clutter le habían degollado, antes de dispararle. Capote pudo ver de cerca a los criminales cuando comparecieron ante el juez de Garden City. Quería como Hannah Arendt en el proceso de “Eichmann en Jerusalén”, que publicó también New Yorker, contemplar el rostro de los responsables del Holocausto.

Hickock tenía veintiocho años, era rubio y más bien alto. Un accidente de automóvil había desfigurado su rostro y tenía los ojos desnivelados. En su increíble dominio del lenguaje, Capote describía su cabeza como si “hubiera sido cortada por la mitad como una manzana y luego vuelta a unir ligeramente descentrada”. Su aspecto era de “un ladrón barato”, dice Dewey. Los padres de Alvin eran pobres pero honrados. Se cría con ellos en una pequeña granja al este de Kansas. Quería ir a la universidad, pero tuvo que trabajar de mecánico. Tras dos matrimonios y sus respectivos divorcios, se mostraba algo cínico y mezquino. Lo curioso era su memoria. Recordaba todo con una precisión extraordinaria.

Según Truman, Perry Smith “tenía una cara reversible”. Quería decir que podía cambiarla a su voluntad, pareciendo amable o salvaje, vulnerable o feroz, según quisiera. Su madre era una india cherokee, a quien debía su pelo negro y ojos tristes. El aspecto inquietante venía del padre irlandés. Ambos se dedicaban a la doma en los rodeos, pero se separaron con dificultades económicas y la debilidad de ella por la bebida. El padre se marcha de aventuras a Alaska y ella muere ahogada en su propio vomito. A los cuatro hijos les envían a distintas familias y orfanatos. Dos de ellos mueren suicidados.

Capote y el mal, ‘A sangre fría’

Capote fue a la casa donde fue asesinada esta familia en Kansas, como cuenta la novela gráfica del español Nadar y el francés Betucourt sobre su Regreso a Garden City.

 

La sombra de Perry

Perry lo pasa muy mal con las monjas. Sufre tal desdén y vejaciones, que sueña con “un loro más alto que Jesús”, descendiendo para rescatarle y llevarle al paraíso. Se escapa para vivir con su padre y su vida sería como describe Capote, “un feo y solitario camino de un espejismo a otro”. Se refugió en la autocompasión, algo que molestaba mucho a Truman, que no soportaría hoy el victimismo del LGTB. Compartía su escasa estatura, una madre alcohólica, la ausencia del padre y hogares extraños, pero Capote era ridiculizado por su afeminamiento. Según su biógrafo, Gerald Clarke, “en Perry creía percibir su sombra, su lado oscuro, la encarnación de las heridas y de la cólera acumuladas”.  

Cuando miraba los desdichados y lacrimógenos ojos de Perry, dice Clarke que “era como si mirase a una tortuosa región de su inconsciente, que resucitaba pesadillas y temores”. Desde el principio su relación fue “confusa, desasosegante, pero de incesante intensidad”. Cuando Perry culpaba a su triste infancia por todo lo que había hecho, Truman le cortaba diciendo: “Yo tuve una de las peores infancias del mundo y soy bastante decente”. A diferencia de Dick, Perry se creía amable y considerado. Preocupado por que Herb Clutter estuviera incómodo sobre el frío suelo del sótano, Perry lo aupó amablemente sobre un colchón, aunque luego lo degollara como un cochino, sin la menor emoción. Le dice a Capote, que Clutter “era un señor muy amable, muy educado”. Asegura: “Lo pensé incluso cuando le degollé”.

No es extraño que Norman Mailer llame a Perry uno de los personajes más interesantes de la literatura norteamericana. Un compañero del Ejército que le visitó en la cárcel, Donald Cullivan, dice que Perry “veía en Truman el artista de éxito que él pudo haber sido”. Ya que él nunca abandonó la esperanza de llegar a ser algo en la vida. Devoraba libros y hacía listas de palabras para ampliar su vocabulario. Admiraba a Capote, porque “pensaba que también le había maltratado el mundo”. Perry necesitaba a Truman, tanto como éste a él. Aunque parezca increíble, dada su diarrea verbal, Capote era capaz de escucharle. Le regalaba libros, revistas y pequeñas cantidades de dinero, pero Perry se mostraba a menudo malhumorado y susceptible. Se ofendió, por ejemplo, cuando el escritor le dedica “Desayuno en Tiffany´s” simplemente con “sus buenos deseos”. Le parecieron palabras frías, no sentidas.

 

Regreso a Garden City

A mediados de enero de 1960, Tru y Nelle vuelven a Nueva York en una litera de tren con una tremenda tempestad de nieve. Capote escribe que “ha sido una experiencia extraordinaria, lo más interesante que me ha sucedido nunca”. Los dos regresan a Garden City, para asistir al juicio de Dick y Perry. Para entonces, se habían ganado ya tanta estima, que todos se disputaban su compañía. Le acompaña esta vez un reportero gráfico, Dick Avedon. Él cuenta la sorpresa cuando vio cómo Capote irrumpía en el despacho del sheriff y un agente del FBI le estampa contra la pared, pero el bajito y amanerado escritor tiene “tantas agallas” que le increpa: “¡Pues no me parece usted tan macho!”. Se dio cuenta, dice Avedon, que “Truman hubiese sido capaz de sobrevivir en la jungla del Vietnam”.

La verdad es que nunca hubo dudas sobre la culpabilidad de los acusados. Como criminales confesos, la cuestión estaba en si les iban a condenar a muerte, o no. El juez dictó sentencia unos días después. La ejecución se fijó para el viernes 13 de mayo de 1960. Serían colgados en la penitenciaria de Kansas, pero Truman no quería presenciar aquella escena. El Tribunal Supremo concedió un aplazamiento, mientras consideraba la petición de un nuevo juicio, pero Perry decidió anticiparse al verdugo en una huelga de hambre, que pretende llevar hasta morir. Esas seis semanas sufre alucinaciones creyendo estar en comunicación con Dios.

Se dice que Capote les manipuló para ganarse su confianza y obtener información, contando su propia historia de una madre suicida, acosos infantiles y sucesivos abandonos. Aunque como observa Leila Guerriero, “como no grababa sus conversaciones –decía ser capaz de reproducir con fidelidad el noventa y cuatro por ciento de las charlas–, no hay forma de saber hasta dónde llevó la manipulación”. La periodista argentina observa que con Capote “siempre hay otra versión” para todo.

Capote y el mal, ‘A sangre fría’

Capote en A sangre fría (1966) reinventa el periodismo, pero es incapaz de volver escribir ningún libro, sumido en el alcoholismo y la autodestrucción.

           

La dificultad del fantasma

En Nueva York se da cuenta que no podía escribir. Dos semanas después, se marcha con su compañero Jack Dunphy a la Costa Brava, para poder terminar “A sangre fría”. Ellos nunca estuvieron “juntos juntos”, escribe Dunphy, tal proximidad hubiera acabado con ellos, dice. Vivían en casas separadas. La última vez que estuve en Nueva York busqué la casa de Capote en Brooklyn Heights. Estaba abandonada y con reformas. Pude ver algunas habitaciones vacías desde las ventanas abiertas y el porche entre las grietas de una valla con la misma baranda que aparece en las fotos.

El 26 de abril de 1960 llegan en coche a Palamós de Francia. Habían desembarcado en el puerto de Le Havre del trasatlántico Flandes. Estuvieron al principio en un hotel llamado Trías, hasta instalarse en la casa donde escribe Leila Guerriero su último libro, “La dificultad del fantasma”. Saniá fue construida por un ruso descendiente del zar, casado en segundas nupcias con una inglesa. Vivieron en la Costa Brava en los años veinte del siglo pasado. Tuvieron otras residencias, como el castillo de Cap Roig, o la monumental casa en Sant Antoni de Calonge donde vivió la actriz británica Madeleine Carroll, después de protagonizar “Los 39 escalones” de Hitchcock. Saniá pasó a manos de un marqués, pero luego ha sido propiedad de la familia farmacéutica Ferrer hasta convertirse en 2023 en una residencia literaria.

Como es habitual en el “nuevo periodismo”, Leila nos habla tanto de ella como de Capote: “Yo mismo viajaba con un fantasma, repleta del vacío espectral que me había dejado”. Seguimos sus carreras cada mañana, la vida en la residencia y sus costumbres para escribir. En la soledad se sumerge en la figura de Capote, convencida de que como dice el idealizado padre de Lee, el abogado Atticus Finch en “Matar a un ruiseñor”: “Nunca entiendes a una persona hasta que escalas dentro de su piel y caminas con ella”. El intento de entender el mal de Capote me muestra el corazón mismo del cristianismo.

Capote y el mal, ‘A sangre fría’

La última obra de la prestigiosa periodista argentina Leila Guerriero es sobre la escritura de Capote del final de libro en la Costa Brava.

 

Como uno de nosotros

Cuando escribo estas líneas, hemos meditado una Navidad más en lo que significa el asombro de la Encarnación. No hay nada parecido en ninguna religión. Se habla de la fe judeocristiana, pero no hay nada en el judaísmo que haga posible la “asociación” que aborrece el Islam entre la Deidad y su creación. Las llamadas religiones orientales – ¡como si el cristianismo no lo fuera! –, muestran un dios impersonal, mera energía que se confunde con todo, nada parecido al Dios que se revela en Jesús, el único en que creo.

El se hizo como uno de nosotros (Hebreos 2:10-18). Se identificó completamente con nuestra dependencia y compartió nuestro sufrimiento. Conoció el dolor del luto, el padecimiento del hambre y la sed. Supo lo que es estar físicamente exhausto. Atacado por la malicia de sus enemigos, tuvo el rechazo y la humillación de ser traicionado hasta por sus amigos. Experimentó el miedo a la muerte, siendo “tentado en todo” (Hebreos 4:15).

El diablo vino a Jesús cuando estaba solo y hambriento. Cuestionó su filiación como Hijo de Dios. Mostró hasta la exageración, el coste de la obediencia. Oscureció la gloria de la recompensa. Le fue dada esa “hora” ante la que agonizó y lloró. Su angustia era tal, que con su transpiración caían como gotas de sangre al suelo. Murió de verdad. Se enfrentó a su realidad, su temor, incluso su sabor (Hebreos 2:9).

Estuvo verdaderamente “entre nosotros” (Juan 1:14), por lo menos en su muerte, crucificado entre dos ladrones, siendo maldito y oscurecida su filiación hasta de Él mismo. En ese sentido estuvo “entre nosotros”, con y para nosotros, pero no nosotros con Él. Le abandonamos y huimos. Hasta el Padre no estaba con Él. Clamó con el Salmo 22: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. No era su mera experiencia. Era la realidad. Estuvo “entre nosotros” y sin Dios, “para llevarnos a Dios”.

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