La Navidad de Truman Capote
El mayor regalo que recibió Capote la última Navidad con Sook fue “el gran descubrimiento” que hizo ella aquellas fiestas.
24 DE DICIEMBRE DE 2024 · 09:00
El Cuento de Navidad es, para muchos, la historia de Dickens, cuyo fantasma regresa siempre por estas fechas. Otra de las más populares en lengua inglesa es, sin embargo, poco conocida para el lector hispano. Se trata de un oscuro relato del ahora centenario Truman Capote (1924-1986), que más que un cuento, es Un recuerdo navideño. Trata de su infancia en el profundo Sur de los Estados Unidos en los años 30. Lo publicó en una revista femenina llamada Mademoiselle, en 1956, y es tan breve como sugerente.
La madre de Truman se casó, como tantas otras, a una edad que ahora nos parece escandalosa. Tenía sólo 17 años. Hija de una viuda que había muerto cuatro años antes, sus hijos se crían como los protagonistas de esta historia, siendo primos. Su educación, como la de Capote, era bautista. Nace en medio de la Gran Depresión. El matrimonio de los padres de Truman fue tan desgraciado que le mandan a vivir con unos familiares en Monroeville (Alabama), al poco tiempo de nacer en una clínica de Nueva Orleans, hace ahora justamente cien años.
Arch no era el hombre con el que Lillie había soñado. Se casó para marcharse de casa. Él era un vendedor marrullero, que se pasaba la vida sableando a sus amigos, pero ella no quería pasar el resto de sus días en Monroeville, haciendo pasteles para el Círculo Misionero Bautista. Como Arch no podía cuidar de ella, Lillie hizo planes para cuidar de sí misma. Se inscribió en una academia de comercio en Selma, pero al desmayarse un día en clase, descubrió que estaba preñada de una criatura, pronta a nacer.
Lillie quiso abortar, pero su embarazo estaba demasiado adelantado para pensar en ello. Arch le puso el nombre de Truman en recuerdo de un viejo amigo de la escuela militar y Streckfus en gratitud a la familia que le había dado trabajo en una naviera de Nueva Orleans que se dedicaba a organizar excursiones en barco por el Mississippi. Su apellido era Persons, Capote era el nombre de su segundo esposo, un antiguo coronel español que había hecho su fortuna en Unión de Reyes (Cuba).
La generación del divorcio
Si en la cultura católica hispana el divorcio no se generaliza hasta en los años 80, en la cultura protestante norteamericana es algo habitual desde los años 50, cuando Capote publica su historia. La batalla por su custodia fue especialmente amarga. Esos cinco años se cría con unos primos solteros en el campo, entre los que está la protagonista de esta historia. La sesentona señorita Sook es descrita por Capote como “toda una niña”, evitando la popular expresión entonces de “retrasada”.
Ella no había ido nunca el cine, pero quería siempre que Truman le contara las películas que veía. No había comido en su vida en un restaurante, ni apenas salido del pueblo. No recibió ni envió un telegrama, pero como tantos protestantes, sabía leer la Biblia. Fuera de la Escritura, no leía más que cómics. Usaba cosméticos y decía palabrotas, pero no deseaba mal a nadie, ni mentía a conciencia. Era, sobre todo, generosa, hasta con los perros que pasaban hambrientos por su casa.
Nanny Faulk –a la que todos llamaban Sook– dio a Truman el amor que no había recibido de su errático padre y una madre que dedicaba el tiempo libre a bailar o salir con hombres. Durante los siete años que estuvieron casados, Arch contó hasta veintinueve las infidelidades de Lillie, dejando al niño solo, en tristes habitaciones de hotel. Capote sabía muy bien lo que era la vida de la generación del divorcio en los años 50. Cuando Arch no trabajaba en la naviera, representaba a un boxeador o a un supuesto mago que pretendía poder sobrevivir enterrado en un féretro o reducir el ritmo de los latidos de su corazón con una “secreta droga egipcia”. Tenía continuos proyectos que no iban a ninguna parte. Era todo un “cantamañanas”.
Educación bautista
A muchos les sorprenderá que toda esta educación disfuncional fuera sin alejarse del todo de su entorno bautista. Las primas de Truman iban religiosamente a la iglesia. Cuando la mayor, Jennie, faltaba un domingo, sus hermanas le decían que “eso es un gran pecado”. Tanto ella como Sook bebían alcohol en secreto –lo que no debía hacer un bautista, a diferencia de un presbiteriano, por ejemplo–, pero algunos lo hacían a escondidas, incluso durante “la ley seca”. Sook era además adicta a la morfina, desde que la había necesitado como analgésico después de una mastectomía.
Sook sólo salía de casa para ir a la iglesia, excepto las dos excursiones que cuenta Capote en su relato. Un día de otoño iban al bosque a buscar los componentes para una receta supuestamente medicinal, que no sabía si venía de los indios o los gitanos. La otra era la “mañana a fines de noviembre, al comienzo del invierno” con que comienza la historia. Era para buscar los ingredientes del tradicional pudín de Navidad –tarta de frutas lo llaman en muchas malas traducciones–, herencia victoriana –que recibí también yo de mi infancia en Londres como una de mis mayores debilidades en estas fechas–, que requiere una gran elaboración con muchas pasas, especies y alcohol. Truman hace con Sook hasta treinta de esos postres, uno, dice el relato, que para el presidente Roosevelt y otro para “el reverendo J. C. Lucey y señora, misioneros bautistas en Borneo, que el pasado invierno dieron unas conferencias en el pueblo”.
Como tantos granjeros, los Faulk tenían criadas afroamericanas, que cuando se hacían mayores llamaban “tías”. El día empezaba con un copioso desayuno, cuyos restos quedaban para el almuerzo y la cena. La conversación era el principal entretenimiento. Todos sabían “la vida y milagros” de los demás. Probablemente de ahí viene la afición de Capote al chismorreo, que tantos disgustos le dio después. Rodeado de mujeres de carácter difícil, estaban siempre discutiendo. El primo, Bud –como se hace llamar Truman en la historia–, vivía encerrado en sí mismo. Como ellas, no había tenido nunca pretendientes. Jamás salió con una mujer, ni mostró interés por el sexo. No criticaba a nadie, pero no se hablaba con su hermano menor, a causa de una pelea por la tierra que recibieron como herencia de su padre.
Matar a un ruiseñor
La única amistad que tenía Capote de pequeño, además de Sook, era Harper Lee (1926-2016), la hija menor de los vecinos de al lado. Su única novela durante 55 años fue Matar a un ruiseñor (1960), llevada al cine por Robert Mulligan con Gregory Peck como su padre, el valiente abogado que se enfrenta al racismo del Sur. Es asombroso que un pueblo de apenas 1.355 personas en 1930 tuviera dos de los más famosos escritores de Estados Unidos. Monroeville era entonces apenas un surco entre plantaciones de algodón y trigales con una sola calle, la avenida de Alabama, donde vivían las dos familias.
Truman Capote es un personaje de Matar a un ruiseñor y Harper Lee aparece también en la primera novela de él, Otras voces, otros ámbitos –publicada con sólo 23 años–, como Idabel. Los dos solían ir a los juicios del señor Lee como si fuera el cine. Ninguno de los dos se casó. Siguieron siendo amigos en Nueva York, toda la vida. Y fue ella, quien le acompañó en su viaje a Kansas para investigar el crimen de A sangre fría (1966), después de leer la noticia en el New York Times. Su libro inicia el llamado “nuevo periodismo”, una indagación literaria-periodística sobre la naturaleza del mal, que me llevó a estudiar periodismo, en vez de literatura.
La esposa del señor Lee tocó el piano en la boda de los padres de Truman. El abogado fue también senador durante un tiempo. Su mujer no estaba bien de la cabeza. Se dedicaba a hacer crucigramas y decía cosas raras a la gente. Había intentado dos veces ahogar en la bañera a Harper, que entonces todos llamaban Nelle. Como dice el biógrafo de Capote, Gerald Clarke, “el lazo –que unía a estos chicos– era más fuerte que la amistad: era una angustia común”. Ya que “ambos sufrían de las heridas del rechazo de los padres y ambos sentían el desgarro de la soledad”. No tenían más amigos. “Nelle era demasiado bruta para la mayoría de las otras chicas y Truman demasiado blando para la mayoría de los demás chicos”, dice Clarke.
El gran descubrimiento
Sook hubiera querido regalarle a Truman una bicicleta, el presente más anhelado por los chicos de mi edad cuando era niño. En su lugar, recibe “una camisa para ir a la escuela dominical” y “una suscripción por un año para una revista religiosa para niños, El Pastorcillo”. Una decepción, ¡claro! El mayor regalo, sin embargo, que recibió Capote esa última Navidad con ella –luego fue a una academia militar–, fue “el gran descubrimiento” que hizo Sook aquellas fiestas:
“¿Sabes que había creído siempre? Siempre había creído que para ver al Señor hacía falta que el cuerpo estuviese muy enfermo, agonizante. Y me imaginaba que cuando Él llegase sería como contemplar una vidriera bautista: tan bonito como cuando el sol se mete a chorros por los vidrios de colores, tan luminoso que ni te enteras de que está oscureciendo. Y ha sido una vidriera de colores en la que el sol se metía a chorros, así de espectral. Pero seguro que no es eso lo que suele suceder. Apuesto a que cuando llega el final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que las cosas, tal como son, como siempre las has visto, eran verlo a Él.”
A lo que sigue la frase más famosa del cuento: “Podría dejar este mundo con un día como hoy en la mirada”. Cada año, el mundo y la iglesia experimentan la Navidad en una curiosa amalgama de paganismo, comercialidad y cristianismo, para intentar sobrellevar los oscuros días de invierno. Juan comienza su Evangelio revelando que esa Palabra eterna que era Cristo, “vivió entre nosotros y vimos su gloria como del Hijo único del Padre, lleno de gracia y verdad” (1:14). Esa Palabra eterna no comenzó en Belén, ni en la Creación. Estaba ahí desde el principio, sin origen, ni causa alguna, independiente de cualquier forma de existencia.
Ver al Señor
Como decía C. S. Lewis, la Navidad no marca el principio de la existencia de Cristo, sino su perforación de la Historia desde la eternidad. No es producto de la evolución, ni precipitado de una herencia genética, sino la intrusión e irrupción de lo Eterno en la existencia humana. Esa Palabra era creadora. Todo lo hizo ella. Habló y todo se formó, moldeado por su arte soberano. Es quien todo lo sostiene. Es la energía última, la fuerza creativa. La fuente de toda energía no es algo impersonal, ciego, caprichoso y malevolente, sino tal como Cristo es. La Creación expresa quién es Él y no contiene nada que no sea de Cristo.
Esa Palabra se hizo carne. Y al hacerlo, no dejó de ser quien era, Dios. Su carne no era algo unido a Él como una mascara o vestidura, un miembro artificial. Era carne. Tomó un cuerpo humano. Tenía la misma química, anatomía y fisiología. No era una ilusión, sino algo real y tangible. La Encarnación no es una teofanía. Experimentó la realidad de la vida humana con todos sus afectos, emociones, decisiones y pensamientos.
Cristo, ascendido y un día regresando gloriosamente a esta tierra, es todavía humano, “verdadero Dios y verdadero hombre”. Exaltado en los cielos, mantiene su humanidad, una amalgama transfigurada del polvo de la tierra y el aliento de Dios (Génesis 2:7). Es la señal y la garantía de que cuando le veamos, seremos como Él es (1 Juan 3:2). El ser humano no evoluciona a algo mayor que la humanidad misma. Será su humanidad transfigurada, conforme a la imagen del Hijo de Dios.
En Cristo la gloria de Dios se hace visible. En Él, el Invisible, cubierto de nubes impenetrables de su Otredad, y oscurecido por el brillo que nos cegaría por su radiante luz, nos muestra quién es Él. En su Luz, no hay tiniebla alguna. Es tal y como Cristo es, “lleno de gracia y verdad”. Él es la Gracia misma. Si no fuera así, nadie podría ver su rostro y seguir viviendo. Nuestra vida como la de Sook es poder verle algún día, tal y como Él es: “La gloria de Dios en el rostro de Cristo Jesús”.
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