Desde aquella oscuridad, Gitta Sereny
Sereny quiere entender el origen del mal. Acepta su realidad, cosa que otros muchos niegan, pero no comprende su universalidad.
03 DE AGOSTO DE 2021 · 09:45
Si hay una creencia indudable de nuestro tiempo, esa es la bondad innata del hombre. Desde la Ilustración, se mantiene como un dogma incontestable, frente a toda evidencia. Ante tal negacionismo, se levanta la ahora centenaria voz de Gitta Sereny (1921-2012), una mujer intrigada por el problema del mal. La paradoja es que al humanizar al criminal, introduce también el culto a la víctima, que tenemos hoy en día.
Nacida en ese “nido de la serpiente” que fue Austria, Sereny volvía al colegio en 1934, cuando su tren tuvo que parar en Nuremberg. Asistió allí, a los trece años, a una de las grandes concentraciones nazis. Fascinada por aquel mitin, leyó Mi lucha, de Hitler.
Gitta asistió en 1945 a los juicios de Nuremberg, donde vio por primera vez a Albert Speer, –el arquitecto que fue ministro de armamento y compañero íntimo de Hitler–, sobre el que escribió un libro en 1995, que se convirtió en una obra de teatro.
Tras casarse en París con el fotógrafo Don Honeyman –autor del famoso póster con la cara del Che Guevara, sobre fondo rojo–, escribe una novela y se dedica al periodismo en Londres. El año 1968, una chica de once años mata a dos niños. Intrigada por su frialdad, Sereny escribe un libro sobre ella, El caso de Mary Bell.
Después de que Gitta informara sobre varios juicios a funcionarios y personal de los campos nazis, se descubre en Brasil a Franz Stangl, comandante de los centros de exterminio de Treblinka y Sobibor. En los seis meses que hubo desde su condena hasta su muerte, Sereny le entrevistó sesenta horas. Murió dieciocho horas después de un ataque al corazón. El libro que escribió Gitta, a partir de sus conversaciones –Desde aquella oscuridad– es una obra clave para entender el problema del mal.
Comprender el mal
“¿De dónde nace el odio, la violencia y el crimen? –se pregunta Tzventan Todorov en un artículo sobre Sereny–. Si suponemos como ella, que esos comportamientos son la encarnación del mal y que, por otra parte, no existen dos subespecies humanas, la de los monstruos y la de los normales, ¿cómo explicar que se cometan esos actos destructivos?
Desde su libro sobre Mary Bell, Gitta piensa que “es posible comprender los crímenes más atroces reconstruyendo la vida de su autor, sus relaciones y contactos con otras personas a su alrededor, las circunstancias en las que se había encontrado”. El problema, como dice el obituario del Daily Mail, es que “al intentar humanizar a los monstruos, ayuda a crear el culto al victimismo”. La sociedad británica más conservadora –que representa el Mail–, se escandalizó de que Sereny “pretendiera que la sociedad tenía la culpa de los crímenes de la asesina infantil Mary Bell”.
Las muertes de niños en escuelas, por jóvenes que se suicidan después, te hace volver a la pregunta de Sereny. Según ella, alguien que mata a niños, sin mostrar remordimiento alguno, tiene que haber sido abusado de niño, o su madre se prostituía, a causa de la drogadicción. Su libro del año 1972 responsabiliza a la policía, los trabajadores sociales, el sistema judicial y hasta los vecinos, más su propia madre. Todos, ¡menos la asesina misma!
¿Víctimas o verdugos?
Uno de los aspectos más intrigantes de Sereny era la negación de sus raíces judías. Como otras víctimas del nazismo, Gitta no aceptaba que la razón por la que tuvo que abandonar Viena eran sus antepasados hebreos. Cuando volvió de Estados Unidos en 1945 decía que era católica, aunque su padre era un aristócrata protestante húngaro, que murió cuando ella tenía dos años.
Su madre había sido actriz en Hamburgo y se movía en círculos judíos. Por lo menos, su padrastro, el economista Ludwig von Mises, era judío. Es por eso por lo que ella es expulsada en 1938 de la escuela de arte dramático de Max Reinhardt en Viena, por sus propios compañeros, que llevaban el brazalete con la esvástica. Se va entonces a París y colabora con la Resistencia.
Su obsesión por entender a los verdugos, ¿le lleva a simpatizar con ellos, como el protagonista de la película El creyente (2001)? –donde Ryan Gosling interpreta a un judío ortodoxo que se convierte en neonazi–. Según Sereny, el comandante del campo de exterminio de Treblinka –donde fueron asesinados un millón de personas–, se crió en un ambiente “sin libertad para madurar”. Aunque él confiesa que lo hizo libremente, ella cree que “la monstruosidad moral no viene de nacimiento, sino de una interferencia con su crecimiento”.
Sereny piensa que venimos a este mundo con la capacidad de hacer tanto bien como mal. Es en nuestra infancia, como dice otro judío de Viena –el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud–, que está la explicación de nuestro comportamiento destructivo.
En la magnífica entrevista que le hizo Jacinto Antón en el dominical de El País, el excelente periodista especializado en temas históricos, le pregunta si Stangl llegó a mostrar ante ella “arrepentimiento o alguna señal de culpa”. Ella dice que “de alguna manera, se sintió culpable al darse cuenta de que otras personas lo consideraban así”. Aunque a continuación reconoce: “Pero creo que él mismo, interiormente, no cambió”. Como la mayor parte de la gente que está en prisión, ¡él también se creía inocente!
El peligro del autoengaño
Sereny explica la autodecepción por lo irremediable de la corrupción moral: “Es algo realmente extraño. No hay vuelta atrás. Una vez te has corrompido no puedes regresar a la inocencia y la bondad”. Su simpatía por Speer le lleva, sin embargo, a decir que aunque no ha “visto a nadie regresar de la corrupción”, el ministro de armamento favorito de Hitler sería una excepción, “en alguna medida”. Los once años que pasó con Speer, ¿produjeron en ella una especie de “síndrome de Estocolmo”? (la reacción psicológica por la que un secuestrado se identifica con las personas que le retienen, como pasó en un banco de la ciudad sueca en 1973).
Cuando ella dice que tanto Stangl como Speer son “víctimas de un clima de vida”, no está justificando el nazismo. Su controversia con el revisionista británico, David Irving, así lo demuestra. En su “lucha por la verdad”, denuncia la falsificación del registro histórico, por la que Irving, en su libro La guerra de Hitler (1977), sostiene que el Führer no sabía nada de “la solución final” –que pretendía acabar con los judíos–. Sereny quiere entender el origen del mal. Acepta su realidad, cosa que otros muchos niegan, pero no comprende su universalidad.
Cuando la Biblia dice que “todos hemos pecado” (Romanos 3:3), explica nuestro mal en relación con Dios. Porque todo depende de con quién nos comparamos. Si pensamos que no somos tan malos como Hitler, no es extraño que nos preguntemos de qué tenemos que ser salvos. Nuestra situación, no creemos en el fondo que sea tan desesperada. Siempre podemos mejorar, pensamos. El problema –como nos dice Sereny– viene cuando descubrimos que no podemos regresar a nuestra inocencia inicial. ¡Estamos corrompidos!
Nuestra única esperanza
Cuando olvidamos la gracia de Dios, nos vemos sin remedio. Al asomarnos a las tinieblas del corazón humano, vemos como Gitta, que “desde aquella oscuridad”, no hay luz posible. Nuestra situación es desesperada, puesto que “los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3:19). La luz muestra lo que hacemos a oscuras. Revela todos nuestros secretos. Nos pone en evidencia. Nos condena.
La solución al problema que la Biblia llama pecado está sólo en esa “luz que en las tinieblas resplandece”, porque “las tinieblas no prevalecieron contra ella” (Juan 1:5). La luz ha vencido al poder de la oscuridad. Y su triunfo puede ser nuestra victoria, por medio de la fe. La justicia de Dios demanda nuestra condenación, pero la venida de Jesús demuestra que Dios no quiere acabar con el mundo (Jn. 3:17).
La respuesta de Dios al problema del mal es la cruz de Cristo. En ella se unen su justicia y su gracia. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su único Hijo, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Es el triunfo de la gracia de Dios por la justicia de Cristo. Esa es la esperanza que tenemos, ante la realidad de nuestro mal: la fe que salva al mayor de los pecadores.
¡La gracia de Dios es suficiente! Incluso aunque hayamos cometido la mayor monstruosidad, podemos ser limpios de toda maldad por el perdón y la misericordia de Dios (1 Corintios 6:9-11). El Evangelio es para pecadores. Si no nos reconocemos como tal, no hemos entendido todavía cuál es la buena noticia. Cristo es nuestra única esperanza, pero para ello, tenemos que vernos “desde aquella oscuridad”.
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