Elogio del fango
Me puedo permitir en ocasiones veraniegas, escribir sobre elucubraciones de Verano, como este texto sobre elogiar el fango, con sus varias acepciones: “barro” o “lodo”.
28 DE JULIO DE 2013 · 22:00
“Desde el Corazón” me siento una persona privilegiada. Escribo para un boletín, que muchos –reduciendo las posibles lisonjas‑ consideran formidable y para mayor bendición, escribo lo que me place. Y no lo hago por el mero placer de seguir siendo un aprendiz de escribidor o la áspera zozobra de decidir sobré qué será mi próximo artículo, lo hago por la recompensa del esfuerzo de la investigación y lo que aprendo de la misma, así como de la humana satisfacción de pensar que a algunas personas les hago bien.
Y en esa libertad que tengo en este sencillo medio, me puedo permitir en ocasiones veraniegas, escribir sobre elucubraciones de Verano, como este texto sobre elogiar el fango, con sus varias acepciones: “barro” o “lodo” y es que protesto sobre el sentido despectivo que algunos atribuyen a la palabra “barro”; “fango”.
Tirar fango, quiere decir acusar a un pueblo o a un hombre. En el tiempo de los catones puritanos, la jerga “el fango sube” era la denuncia de los progresos de la corrupción en la vida pública, en el modo de vestir o en las costumbres, luego el fango era visto como algo sucio, inmoral.
Menos mal que en la literatura castellana, hay significativas y honrosas frases sobre el “barro” o “fango”: “Jarro de cristal o de metal o de planta, no refresca el agua, mejor jarro el de barro”, como este otro pensamiento: “Todos somos del mismo barro, pero no es lo mismo ser bacín que jarro”. Machado también le tenía un notable respeto: “¿Dices que nada se crea?, no te importe con el barro de la tierra, haz una copa para que beba tu hermano” y el ingenioso Hidalgo bien reparó en que: “Agua, barro y basura, crían buena verdura”.
En muchísimas partes del mundo, gran parte de los edificios está hecha con ladrillos, y éstos no son más que porciones de barro endurecido y enrojecido con el fuego. Desde las hermosas casitas de Holanda, las barracas de Valencia, los protervos rascacielos de Nueva York, los hórreos de Galicia (evidentemente con el hormigón, variante del viejo barro), los ladrillos de la vieja Babilonia que sirvieron hasta como pergaminos para las gestas de los dioses y los reyes con sus caracteres cuneiformes, el barro o fango fueron muy útiles en el progreso de la civilización. La fachada de ladrillo visto del Hospital de San Rafael de Barcelona.
También en el arte, y no sólo de la cerámica, fueron antes la base moldeada de las estatuas que más tarde serían de bronce y de mármol. El mismo Miguel Ángel, que se le admira como el titán capaz de lograr sus estatuas de mármol, recurría al limo de los ríos Arno y Tiber, para hacer previamente con fango los modelos de sus creaciones. Y ¿acaso no dice expresamente el Génesis que la primera y máxima creación del Creador, siendo el hombre, Dios la hizo del barro de la tierra? (Adán, del hebreo: אָדָם). Pero no quiso complicarnos la existencia con una definición en términos de bioquímica, ni de biodinamoquímica, que estudian –ya iría el hombre descubriendo estas impresionantes maravillas‑ las composiciones químicas presentes en los seres humanos y sus reacciones; no en vano tenemos carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo, hierro, potasio, calcio, magnesio, sodio… y muchos otros minerales. En suma, el fango, barro, polvo de la tierra, en sus formas más puras y ecológicas.
Y no es “Desde el Corazón”, sino de la observación y estudio, que la mente me proyecta ideas de la importancia del barro para la cultura de la simple bebida y comida. Ahí están desde los sencillos tazones, hasta las lámparas de aceite, las ánforas griegas y etruscas, los búcaros españoles, las tinajas, los lebrillos, las vajillas del Renacimiento, toda la moderna alfarería que llenan armarios y vitrinas en nuestras casas y en todos los museos del mundo. Y estas reflexivas elucubraciones me llegan al corazón.
Y es que acaso ¿las grandes civilizaciones no florecieron en las proximidades del barro?;de ahí que muchas fueran como Roma, de mármol los templos, y las bases con los pies de barro, en figura simbólica; ya del profeta Daniel. Asiria y Babilonia crearon sus ciudades en medio de las regiones formadas por los ríos de Mesopotamia; el imperio Faraónico eligió su sede en el valle del Nilo inundado por el fango de ese río, de donde se sacaban los importantes papiros. China empezó sus construcciones en los aguazales del Hwang-Ho; y más modernamente una gran parte de los Países Bajos no es más que cieno arenoso conquistado al mar. Valencia creció en las barrosas tierras del Mar Mediterráneo; París, a las orillas del Sena, por eso su nombre aun en los cómics de Asterix y Obelix como Lutecia, es decir “lodosa”.
Y así, en mis elucubraciones de Verano, me atrevo a decir que las civilizaciones que comenzaron en el fango, si no se construyen con corazones de carne, en fango se convertirán.
Sé que por este artículo no recibiré parabienes, pero me lo he pasado muy bien escribiéndolo, y hasta me he distraído reivindicando un poco el valor del barro.
Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Desde el corazón - Elogio del fango