El amor que mueve el sol y las estrellas

Da igual que nosotros lo ignoremos; mientras tanto, Dios no desestima ese amor, ni lo malgasta.

11 DE NOVIEMBRE DE 2011 · 23:00

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No dejo de pensar en los átomos. Recuerdo las clases de Filosofía cuando los profesores nos hablaban de los atomistas griegos del siglo V a.C. que pensaban que todo lo existente estaba formado de átomos en diferentes medidas, formas, dimensiones y vacíos. Átomos indestructibles que aquellas gentes imaginaban en todo lo existente. A mí las explicaciones del profesor me hacían pensar en un puré de verduras de esos en los que uno solo ve el color verde homogéneo pero sabe que, de algún modo, en su inicio aquello tenía formas, colores y texturas diferentes. Así, en el universo que conocemos, según los atomistas, todo seguiría ese mismo principio pero a la inversa: de algún modo, de las partículas deshechas del puré se pudo rescatar y formar la zanahoria, la patata, la judía y la cebolla. Y cada uno de los átomos sabía a quién pertenecía. Por si eso no fuera suficiente paranoia, en medio de lo cotidiano, a punto de entrar en la ducha, en esos momentos de dejadez mental al irte a dormir, o mientras desayunas sin pensar mucho en lo que estás haciendo, en apenas unos segundos, a veces, cuando tengo la destreza de poder escucharme, me oigo pensando: “El metal del grifo del lavabo está hecho de los mismos átomos que mi carne…”. O, “Mis dientes, formados de átomos, mastican átomos que mi estómago hecho de átomos transforma en átomos…”. Y todos esos átomos que conforman cada una de las formas y texturas de toda la materia que contemplamos (y parte de la materia que no podemos ver) permanecen unidos de algún modo que Dios quiso que así fuera. Llevo un rato mirando en la Wikipedia la explicación de las cuatro fuerzas fundamentales y sigo sin entenderlo del todo; pero, aun así, funciona. Todo acaba en su lugar, en su momento, en su medida y en su situación adecuada para que el metal del grifo siga siendo rígido y frío y la carne de mi cuerpo siga siendo blanda y caliente, a pesar de que todo son neutrones, protones y electrones. ¿Acaso los físicos cuánticos son los únicos que, llegados a este momento de la Historia, poseen la verdad acerca de la realidad que nos rodea?Si los atomistas del siglo V a.C., tan solo pensando, llegaron a dar la clave, debe ser que en nuestra mente y en nuestra intuición se nos concedió saber estas cosas, aunque nos llevara muchos siglos poder alcanzarlo de un modo más o menos empírico, y durante el resto del tiempo solamente lo investigásemos por medio de otras artes. Así lo dice Pablo, en cierto modo, en Romanos 1.19-20. ¿Y qué mantiene unidos los átomos? ¿Y qué hace que los neutrones y protones que están creados para repelerse entre sí se mantengan unidos dentro del núcleo del átomo? Wikipedia dice que se llama fuerza nuclear fuerte. Pero quizá llevamos siglos llamándola por otro nombre. Dante habló de ello en el último verso de la Divina Comedia, la visión de Dios, una hermosa alabanza al Creador: «…l'amor che move il sole e l'altre stelle». El amor que mueve el sol y las otras estrellas.Esa, para Dante, es la definición última del mismo Dios. Y puesto que no se puede ir más allá de ese amor, allí debía terminar su obra. Porque en la Biblia lo dice, Dios es amor (1 Juan 4.16). Y ese amor es el que mueve el sol, las estrellas, y el resto de astros del firmamento, y este pequeño planeta en el que vivimos; y también es ese amor el que mueve las corrientes oceánicas, las capas atmosféricas, el flujo de los ríos; y también es ese amor el que hace que las raíces de los árboles se muevan, crezcan y busquen sustento, que las ramas y las hojas de la superficie se estiren cada vez más buscando el calor y la luz. Ese amor es el que mantiene las células formadas de átomos de nuestro corazón bombeando sangre. Ese amor, en lo profundo, es lo que mantiene en movimiento la nube de electrones alrededor de cualquier núcleo de cualquier átomo que conforma cualquier cosa material que puedan o no apreciar nuestros ojos, desde el tejido de las alas de un mosquito que flota sobre un estanque de agua hasta los átomos de helio que combustionan en el corazón de las estrellas. Al fin y al cabo, lo que venía a decir Dante es que el amor de Dios es el que mantiene unidas y en movimiento todas las cosas. Ese amor que, la mayoría de las veces, nos hemos conformado a creer que no es más que un sentimiento más o menos bonito que sale en las películas y cuyos efectos ignoramos en la vida cotidiana y que dejamos a los momentos que creemos solemnes, ignorando, con ello, que el amor es de hecho (porque así lo estableció Dios) la fuerza más poderosa de la naturaleza. Y que es una fuerza que el Señor nos entregó como parte de su herencia cuando nos convertimos en sus hijos, al reconciliarnos con él (2 Timoteo 1.7). Da igual que nosotros lo ignoremos; mientras tanto, Dios no desestima ese amor, ni lo malgasta. Puesto que él es amor (y nótese que no es una metáfora, Dios no es como el amor, ni se parece al amor, sino que lo es), todo lo que tiene que ver con él tiene que ver con el amor. Y no tiene nada que ver con las miradas arreboladas de los amantes al final de las películas. Eso casi es una broma llamarlo amor. El amor viene de Dios(1 Juan 4.7). Y Pablo insiste: Ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor (1 Corintios 13.13). Y de repente, al leer esto, uno se empieza a plantear qué es lo que hacemos nosotros, los que creemos en Él, con ese amor todos los días. Porque se nos dice que la esperanza no se pierde, que la fe es capaz de mover montañas, pero resulta que el amor es más fuerte que todo eso. Y, sin embargo, lo consideramos algo tan poco valioso como cualquier otro sentimiento que nos pueda venir de repente mediadas las circunstancias cotidianas. Ni tan siquiera prestamos atención cuando la Biblia no deja de hablarnos del amor, de lo importante que ha sido, de cómo Dios refrenó su castigo contra Israel en decenas de ocasiones, sencillamente, por amor de su nombre. Algo capaz de refrenar al mismo Dios Todopoderoso, ¿no deberíamos mirarlo de otra manera? A veces es más fácil dejarnos engañar por las películas, sin embargo, y por las miradas arreboladas del final del cuento, y dejarlo ahí. Por amor fue que Jesús se entregó por nosotros. No dice que lo hiciera por interés, ni por obediencia, ni por obligación. Solo hubo un motivo, y ese fue el amor (Romanos 8.37). Colosenses 3.14 dice que es unidad, armonía perfecta. Porque en perfecta armonía el resto de cosas permanecen unidas en ese amor de Dios. Todo… excepto nosotros. No somos conscientes de que ese amor que mueve el sol y las estrellas es lo único capaz de transformar a las personas. Lo puedo decir porque lo he visto con mis propios ojos. Y lo he vivido en mí misma. Es más fácil pararse a pensar que el amor no es más que un simple sentimiento, algo que está dentro de nuestra cabeza y que nos hace mirar a alguien con ternura. Hay gente que piensa que el amor es una debilidad, que te hace vulnerable. Pero lo que nos dice Dios es que no hay fuerza más poderosa. Es tan fuerte y tan irrevocable como la misma muerte (Cantares 8.6). Efesios 3.17-19 dice que el amor excede a todo conocimiento. Y eso es mucho decir… ¿Más conocimiento que el de los físicos cuánticos que son capaces de descifrar en que consisten las leyes que rigen la naturaleza? Pero Dios dejó dicho que sí.Que podemos acercarnos y disfrutar de ese amor que nos ha concedido, pero que no llegaremos a entenderlo del todo. Y eso, en cierto modo, es bueno; significa que, al contrario de lo que creemos normalmente, ese amor no es un sentimiento voluble que podamos controlar o manipular; tampoco es un sentimiento por el que debamos dejarnos llevar como una hoja al viento del otoño, hacia donde caigamos. Dice Pablo que solamente si ponemos nuestras raíces en ese amor, si ponemos nuestros cimientos en ello, podremos conocerlo; y solamente así podremos alcanzar la plenitud de Dios. No es cualquier cosa. No podemos ver a Dios sin amor (1 Juan 4.7-21), y ese amor hacia el Dios que no hemos visto debe expandirse hacia los prójimos, los hermanos, a los que sí vemos. Porque el amor de Dios no es una idea, sino una fuerza. Y las fuerzas se expanden y provocan que los elementos interactúen por medio de ellas. Y cuando nos relacionamos con esos prójimos, con esos hermanos (con nuestros padres, hermanos, hijos, vecinos, amigos, compañeros de trabajo), todo lo que no sea esa fuerza que proviene de Dios y que es capaz de transformar la materia, no es amor. Y eso, creo, es la parte más difícil que tenemos que entender. Pablo, que lo entendía muy bien, nos lo describió de una forma práctica, con palabras sencillas, tal y como se le explican las cosas a los niños: El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (1 Corintios 13.4-7). El amor que cumple con estas cualidades es el que está en armonía con el amor de Dios, porque proviene de él. Y ese es el único amor, la única fuerza, capaz de cambiar a las personas. La única. Cualquier otra cosa no vale. Cuando perdemos la paciencia con alguien, no es amor. Cuando pensamos mal de otros, no es amor. Cuando pensamos que otros no se merecen lo bueno tienen, no es amor. Cuando nos jactamos de lo bien que nos va a nosotros y nos enorgullecemos pensando que nos lo hemos ganado por nuestro trabajo, no es amor. Cuando descargamos nuestra ira contra alguien, no es amor. Cuando pensamos que los demás deben escuchar nuestras opiniones sea cual sea el momento y el lugar, no es amor. Cuando somos incapaces de perdonar a los que se han equivocado hasta que vengan a rendirnos las cuentas que creemos que nos merecemos, no es amor. Cuando no disculpamos, cuando no confiamos, cuando no esperamos, y cuando no soportamos lo más mínimo, no estamos honrando ni obedeciendo ni dejando que el amor que Dios nos tiene reservado actúe en nosotros y por medio de nosotros. Y no vamos a conseguir nada bueno por ese camino. Y cualquier cosa que hagamos, digamos o reclamemos a cualquier otra persona basándonos en esto, no tendrá absolutamente ningún efecto más que el de crear más divisiones, más enfrentamientos y más desencanto. La única fuerza capaz de cambiar a una persona es el amor, el genuino amor de Dios, la auténtica fuerza que mueve el sol y las estrellas. Aquella que nos mantiene unidos a él, fuertes en él, centrados, humildes. La fuerza que es tan poderosa que es capaz de vencer a cualquier realidad material o inmaterial que nos rodea: Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni principados ni potestades, ni lo presente ni lo por venir, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro (Romanos 8.38-39). El amor que mueve el sol y las estrellas es el mismo que nos mueve a nosotros. Lo que puede con lo grande, puede con lo pequeño. Estaría bien que mañana, o dentro de un rato, nos parásemos a pensar en quien tenemos al lado, que pensásemos en aquellos que nos molestan, que nos incordian, en los que pensamos que nos deben algo, y nos mirásemos a nosotros mismos un momento para pensar si no es que, en realidad, la raíz del problema es que lo estamos intentando hacer a las malas, ignorando que el mismo Dios que mantiene en movimiento las estrellas, puede darnos un poco de calor a los corazones. En realidad no es difícil, solo hay que pedirlo. Foto: Copyright (c) 123RF Stock Photos

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