‘Dignitas infinita’: una valoración y una crítica

El texto toca temas fundamentales sobre los que muchos cristianos buscan orientación, y muestra un hilo que atraviesa grandes discusiones.

20 DE ABRIL DE 2024 · 19:00

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Imagen de Tom Barrett en Unsplash.

Una tradición compartida

Hace ya dos semanas que la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó el documento Dignitas infinita. Se trata de un texto breve y accesible que toca cuestiones de indiscutible importancia, publicado con ocasión de los 75 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos. No es nada nuevo que desde el Vaticano se oiga críticas del aborto, la maternidad subrogada o el cambio de sexo; pero si al actual papado se le ha criticado la ambigüedad de su lenguaje ante materias que parecen exigir claridad, este tipo de documento parece especialmente relevante.

Antes de ofrecer una apreciación general del mismo, debo poner mis cartas sobre la mesa en lo que respecta a la tradición en que el documento se inscribe, la doctrina social de la Iglesia Católica. Y me parece pertinente poner las cartas sobre la mesa en dos sentidos. Primero, en el sentido de que me parece una tradición de reflexión enormemente valiosa. No es que hable siempre con la concreción necesaria ni que sea una filosofía política completamente articulada. Pero el último siglo y medio ha estado dominado por las más descabelladas ideologías y hay que imaginar cuánto peor podría haber sido sin el intento por ofrecer en ese contexto una equilibrada reflexión que pueda orientar el juicio concreto de los cristianos.

Con el mismo énfasis debo decir que no miro esto como una tradición simplemente católica. No es este el momento para desarrollar dicho punto, pero me parece perfectamente pertinente hablar de una tradición moderna de reflexión social cristiana, que nace de modo simultáneo en el catolicismo y el protestantismo, y que desde sus orígenes ha estado simultáneamente preocupada por el amplio rango de problemas que van desde la “cuestión social” y la subsidiariedad a los problemas de la familia y de la sociedad tecnológica. Lo anterior me parece un hecho de primera importancia, aunque a la vez sea ampliamente desconocido. En cualquier caso, si uno pregunta por su estado en el protestantismo actual, podrá encontrar tanto testimonios elocuentes de interacción con esta tradición en su vertiente católica como intentos por recuperarla en su vertiente protestante. Testimonios débiles y escasos, pero reales.

¿Y en qué está la misma tradición católica? Habría que ofrecer una respuesta matizada. Una cosa es el trabajo de los muchos pensadores católicos que de modo independiente reflexionan en el marco de dicha tradición, y otra cosa son los documentos magisteriales. Y habría que distinguir también dentro de los propios documentos magisteriales, que no tienen todos el mismo rango ni son todos del mismo nivel. Entre estos debe ser mencionada aquí la encíclica Fratelli tutti, pues en Dignitas infinita se habla de ella como “una especie de Carta Magna de las tareas actuales para salvaguardar y promover la dignidad humana” (6) y como el texto en cuya senda se inscribe esta nueva declaración. Dependiendo de la impresión que se tenga de dicha encíclica eso despertará, como es obvio, distintas expectativas. Por mi parte, Dignitas infinita me parece un texto más equilibrado, pero no libre de algunos problemas importantes del texto sobre el que descansa.

 

El tema de nuestro tiempo

Partamos por lo fundamental, y es que esta declaración acierta en algo que no por obvio hay que dejar de destacar: el texto toca temas fundamentales sobre los que muchos cristianos buscan orientación, y muestra un hilo que atraviesa grandes discusiones. A veces es un hilo invisible, pero las controversias del presente no están desconectadas, sino que penden de un conjunto de tesis más o menos estables respecto de qué son los seres humanos y cómo hay que tratarlos. Con su recorrido por esos distintos temas, esta declaración nos recuerda el deber de pensar sobre esos temas como un conjunto. No es nada nuevo lo que hace el documento en sus tomas de posición sobre el aborto o la maternidad subrogada, pero el abordaje en conjunto de una serie mayor de cuestiones nos recuerda su fundamental unidad. Nuestra época no gira en torno a discusiones sobre la naturaleza de Dios –como los primeros siglos de nuestra era– ni en torno a discusiones sobre la salvación –como en el siglo XVI–, sino en torno a la pregunta por la naturaleza humana. Ese es el tema de nuestro tiempo. No nos debe distraer de los otros, pero reclama profunda atención.

¿Cuál es el lenguaje adecuado para abordar las preguntas que surgen en ese campo? La tradición cristiana cuenta obviamente con un lenguaje muy central, el del hombre como imagen de Dios. El impacto de esta idea es central. Como enfáticamente ha recordado el historiador Tom Holland, la preocupación por los débiles y las víctimas es algo completamente ajeno al mundo antiguo. Su presencia en nuestro mundo no es nada obvio, sino algo que encuentra su fundamental explicación en la revolución cristiana. La declaración Dignitas infinita hace bien en recordar que esto “ha cambiado la faz del mundo, dando lugar a instituciones que se ocupan de personas en condiciones inhumanas: los neonatos abandonados, los huérfanos, los ancianos en soledad, los enfermos mentales, personas con enfermedades incurables o graves malformaciones y aquellos que viven en la calle” (19). Damos por sentado que esa preocupación y esas instituciones deben existir, pero son fruto de un desarrollo histórico muy especial.

Ahora bien, la declaración no solo aborda estos tópicos en términos generales, sino que entra en ocasiones a cierto detalle. ¿Cómo podemos evaluar su aproximación en tales casos? El caso de la discusión sobre el género y la transexualidad parece el más elocuente respecto de sus problemas y sus aciertos. Porque me parece un claro problema que el documento se refiera de modo abstracto a “la teoría de género” sin identificar con la concreción necesaria las teorías de las que habla (55-59). No es que un documento así deba orientarse a distintas teorías académicas y darles un peso del que tal vez carecen; pero sí puede identificar su objeto de un modo que deje suficiente libertad a la reflexión cristiana que rodea el tema. Habrá cristianos escépticos de toda diferenciación entre sexo y género y otros atentos a una concepción del género que no disuelva la diferencia entre los sexos. Criticar una omniabarcante “teoría de género” no ayuda a entender el trabajo de estos últimos, aunque uno puede imaginar que Dignitas infinita no tiene nada contra su esfuerzo. Ahora bien, así como uno puede notar este problema en la descripción de su objeto, hay que subrayar el acierto con que la declaración recurre a la idea de imagen de Dios para formular positivamente su posición: si el cuerpo humano participa de la dignidad de la imagen de Dios, afirma, “tal verdad merece ser recordada especialmente cuando se trata del cambio de sexo” (60). Esto puede ser muy conciso, pero es un buen ejemplo de reflexión distintivamente cristiana expuesta con claridad.

Con todo, la concepción del hombre como imagen de Dios no es el lenguaje predominante de la declaración, lugar reservado para la dignidad humana. Esta parece una decisión correcta en un contexto en el que la idea de dignidad se vuelca a veces contra la vida misma (como en las leyes de “muerte digna”). Pero obviamente su pertinencia merece algo más de discusión.

 

Precisando la dignidad

Permítaseme partir por una precisión. Existe una larga tradición de contraponer un optimismo antropológico católico a un pesimismo antropológico protestante. Pero esa contraposición, incluso si en algún sentido es pertinente, tiene validez muy limitada. El siglo XVI no supone una división fundamental en torno a preguntas de antropología teológica. Por lo mismo, tampoco el lenguaje de la dignidad humana –común desde temprano en ambas tradiciones confesionales– debiera suscitar inquietud. Sí tiene sentido, sin embargo, preguntarse por el alcance de lo que se quiere lograr con ese término, y ese es un tipo de pregunta tanto filosófica como teológica. Aquí surgen tres tipos de discusión que me parecen relevantes. La primera es la relativa a la “dignidad infinita” y al fundamento de la misma. ¿Corresponde describir la dignidad humana como infinita o debiera relativizarse tal afirmación a la luz de la infinita dignidad de Dios? ¿Debe hablarse de una dignidad humana “que se fundamenta en su propio ser”? En una lectura generosa, cabría conceder que el lenguaje hiperbólico tiene también su lugar en la comunicación. Pero se trata de preguntas que, como ha subrayado Edward Feser, parecen demasiado centrales como para ser ignoradas.

En segundo lugar, cabe notar –y en general elogiar– las distinciones que el documento hace respecto de los tipos de dignidad. Que la dignidad ontológica no pueda perderse no quita que la dignidad moral sí se pierda (7); en cierto sentido estas distinciones corren en paralelo con la distinción entre imagen y semejanza que desde temprano se ha encontrado en la teología cristiana (22). Por sobre esta distinción este documento introduce dos distinciones más, hablando de una dignidad social –para referirnos a la tensión entre la dignidad inalienable de las personas y las condiciones indignas en que muchas veces son forzadas a vivir– y una “dignidad existencial”. La naturaleza de esta última no parece del todo clara. Parece referirse al hecho de que el sinsentido y la falta de paz pueden oscurecer una vida incluso cuando las condiciones externas son dignas. Eso es cierto, desde luego, pero no parece del todo claro que también la búsqueda o pérdida de sentido deba tratarse como un tipo de dignidad. Eso me lleva a un tercer punto.

Porque también en otros sentidos el texto obliga a preguntarnos cuánto creemos que puede ser cubierto con el concepto de dignidad. Se trata, después de todo, de un documento que está muy lejos de limitarse a un par de cuestiones bioéticas contemporáneas. Bajo su lupa caen la pobreza, la violencia contra las mujeres, los deberes respecto de los inmigrantes, el descarte de las personas con discapacidad, e incluso la violencia digital. La intención es clara: aplicar de modo consistente este concepto de dignidad a todo maltrato contra la imagen de Dios, evitar el uso selectivo de esta categoría, y mantener así nuestros ojos abiertos a todos los problemas que reclaman nuestra atención. Todo eso es muy pertinente. Pero cabe preguntarse si efectivamente es aconsejable tratar conceptos con tal elasticidad. El documento critica de modo pertinente cierta expansión del lenguaje de los derechos, pero esa misma crítica podría tal vez orientarse al modo en que se usa el lenguaje de la dignidad. Como provocadoramente sugiriera hace menos de un año Alasdair MacIntyre, la expansión del lenguaje de la dignidad tras la Segunda Guerra Mundial fue la expansión de un lenguaje intencionalmente vago, destinado a ocultar el disenso moral existente. Hay en el documento un riesgo de describir con un mismo instrumento todo mal que aflige a los seres humanos, y un riesgo de que la idea de dignidad pierda así su capacidad para iluminar problemas precisos.

 

La dignidad de la guerra justa

Pero atendamos a algunas materias más específicas. Dignitas infinita sigue la línea de Fratelli tutti por lo que respecta a la inmigración, la pena de muerte y la guerra justa. Dejo de lado el primer tópico, al que solo alude de modo diagonal. La pena de muerte nos pone, en tanto, ante una pregunta insoslayable por la consistencia con la tradición previa de reflexión social cristiana. Puedo aclarar que no tengo dificultad alguna con sostener que la pena de muerte no debe ser aplicada hoy. Hay buenas razones prudenciales –no necesarias de tratar aquí– que parecen conducir a esa conclusión. Lo que sostiene Dignitas infinita, sin embargo, es que la pena de muerte “viola la dignidad inalienable de toda persona humana más allá de cualquier circunstancia” (34). Esto significa no solo que es equivocado defenderla hoy, sino que siempre lo fue. Pero entonces hay que explicar no solo la naturaleza del cambio doctrinal que parece haber –y lo que eso revela sobre la aparente mutabilidad de estos juicios–, sino también el tipo de lectura de las Escrituras que está detrás. Porque para afirmar la dignidad de toda persona, Dignitas infinita acude, entre otros, a precisamente aquellos libros de la Biblia como Génesis o Romanos donde la pena de muerte no solo parece afirmada sin ambigüedad, sino como consecuencia de la dignidad humana. Este cambio puede no ser una completa novedad en el pensamiento católico, pero transmite una concepción de la evolución doctrinal que inevitablemente vuelve la idea misma de tal evolución más difícil de digerir para un protestante.

El problema de la guerra justa me parece, con todo, mucho más severo. Después de todo, a mí no me preocupa la conclusión práctica respecto de la pena de muerte, sino su consistencia doctrinal (aunque eso no es poco). Pero aquí se trata no solo de dicha consistencia, sino también de sus consecuencias. La doctrina de la guerra justa, al fin y al cabo, permite precisamente evaluar racional y moralmente esa trágica constante de la historia humana que es la guerra. Renunciar a tal teoría no significa que vayamos a dejar de hacer tal evaluación, sino que nuestra evaluación se volverá arbitraria o al menos dependiente de juicios personales que pueden ser vistos como arbitrarios (como bien lo ilustra el reciente llamado del papa a que Ucrania izara bandera blanca). En esta materia Dignitas infinita incluye además no solo afirmaciones de principio, sino otras que deben estar sujetas a contraste con la realidad. Decir que todas las guerras son de naturaleza tal que “no resolverán los problemas, sino que los aumentarán” (38) suena muy bien, pero se trata de algo que difícilmente resistirá el análisis caso a caso al que invita. Pero además ocurre que el rechazo de la teoría de la guerra justa ni siquiera es consistente en el documento. Se quiere rechazar dicha teoría “incluso reafirmando el derecho inalienable a la legítima defensa” (38). Con eso, sin embargo, se ha admitido de regreso la teoría, que descansa entre otras cosas en ese derecho.

 

Conclusión

¿Qué decir a modo de conclusión sobre estos problemas? A todo el documento subyace una observación cuya importancia y peso no debe perderse de vista. “El respeto de la dignidad de todos y de cada uno, es la base indispensable para la existencia misma de toda sociedad que pretenda fundarse en el derecho justo y no en la fuerza del poder” (64). Al mismo tiempo que se recoge ese mensaje, es legítimo preguntar, sin embargo, si en Dignitas infinita este logra transmitirse con la precisión que cada materia merece.

Por supuesto alguien podría responder que esta declaración se mueve en otro plano, que es una exhortación dedicada a orientar de modo general y no una disquisición filosófica. No me parece una mala defensa. A veces lo que las personas necesitan es eso, saber que no están solos defendiendo ciertas posiciones, que no están locos al oponerse a tal o cual práctica que el mundo circundante les presenta como indiscutible progreso. Pero para ciertas materias hay en el documento una apelación a un sentido certero del término “dignidad”. La posición en contra de la maternidad subrogada, por ejemplo, se funda en el hecho de que ahí “el niño, inmensamente digno, se convierte en un mero objeto” (48). Aquí lo digno es contrastado con lo puramente valioso, que puede ser objeto de transacción. Un hijo, prosigue la declaración correctamente, “es siempre un don y nunca el objeto de un contrato”. ¿Por qué no apostar por este mismo tipo de precisión cuando se toca materias como la guerra justa?

La razón, plausiblemente, es la que ya hemos notado. Lo decisivo es el interés del documento por mostrar una aproximación consistente a todos los modos en que se vulnera la dignidad de la vida humana o, por decirlo de otro modo, una posición pro-vida consistente. Y eso está muy bien. Pero si eso conduce a inconsistencias en otros planos, parece que se cambia un problema por otro y que hay algo que merece ser revisado. Al menos quienes creemos en la vigencia, madurez y razonabilidad de la doctrina social cristiana –en sus distintas vertientes confesionales– debemos apuntar hacia allá.

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