El endemoniado de la sinagoga de Capernaum
Evangelio de Marcos y el significado del Reino (III): Victoria sobre el Diablo (capítulo 1 v. 23-28)
07 DE FEBRERO DE 2015 · 10:05

Hace unos años se desveló que el fallecido –y elevado a los altares– papa Juan Pablo II se topó dos veces con casos de endemoniados. De manera ciertamente reveladora, no logró liberar a los que padecían la opresión diabólica.
Lo intentó, es verdad, pero se reveló total y absolutamente impotente para hacerlo. No sólo eso. En ambos casos, los demonios que atormentaban a las personas se burlaron de los exorcistas que llegaron después diciéndoles entre carcajadas que si su jefe había hecho un ridículo tan espantoso, era absurdo que ellos pretendieran enfrentarse con esa situación.
No tengo constancia alguna de que, al final, los exorcistas lograran liberar a aquellas personas de la tortura que significaba estar poseídos.
Lo que describe Marcos en relación con el endemoniado de la sinagoga de Capernaum presenta notables paralelos.
La religión, como vimos en la última entrega, no había podido ayudar a aquel hombre, pero el Reino de Dios es más, mucho más que religión. Es también victoria sobre el Diablo.
El espíritu inmundo que tenía sometido a aquel hombre sin que pudiera reaccionar no recibió a Jesús con carcajadas sino con verdadero pavor. El rey mesías no sacó de su zurrón un complejo ritual para exorcismos y comenzó, tras realizar distintos ritos, a recitarlo para que el demonio se fuera. Eso queda para los que afirman que pueden expulsar demonios, pero luego se pasan meses aburriéndole con la lectura de un ritual sin el menor efecto liberador.
Jesús, por el contrario, sólo tuvo que dar una orden ordenándolo salir (v. 25) para que, lanzando un grito, el demonio saliera. Ésa es la fuerza del Reino de Dios que nada tiene que ver con tinglados religiosos por muy aparatosos que éstos puedan resultar.
De hecho, la reacción de las gentes que contemplaron la escena –escena bien distinta de la vivida al menos en un par de ocasiones por Juan Pablo II– se quedaron sobre cogidos porque allí sí que había autoridad.
No era una autoridad auto-conferida a lo largo de los siglos con pretensiones de haber sido delegada por Dios de manera vicaria. No, la autoridad de Jesús era espiritualmente real y no fruto de las ambiciones de los hombres y de la inmensa capacidad de millones de seres humanos a inclinarse ante un semejante reconociéndole una autoridad que no posee.
Jesús había demostrado su autoridad en el hecho de que los espíritus inmundos no podían resistirse a sus órdenes (v. 27).
No se trata de una cuestión baladí.
La religión puede elevar a un simple ser humano hasta la altura de Dios para mantener una estructura de poder de siglos que tiende sus tentáculos hacia la política y la economía. Bien. No hay pocos ejemplos.
Pero el Reino de Dios no tiene nada, absolutamente nada, que ver con eso. No tiene nada que ver porque el Rey no es un hombre que se eleva a la altura de Dios y que incluso pretende ser su vicario, sino Dios que se convierte en hombre y, aun así, mantiene su autoridad, una autoridad que ni el propio Satanás y sus cohortes diabólicas pueden desafiar impunemente.
La cuestión obligada es: querido lector, ¿dónde se encuentra usted? ¿En el Reino de Dios o en una mera religión?
Continuará
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